Opinión

Maniqueísmo

Siempre se sostuvo que la única forma de avanzar próspera y de ámbito general habita entre los dos extremos, por el camino de en medio. Ojipláticos son legión mientras observan como dos bandos, aparentemente antagonistas, determinan el bien y el mal claramente y con vehemencia para con el destino, no ya del presente únicamente, sino del porvenir de la sociedad que nos arropa.

Y dos orillas, más allá de símbolos (singularmente los identitarios que no son de nadie y sí de todos), apariencias y pronunciamientos, que tienen una manera similar de vivir; con las mismas aspiraciones, emociones y sensaciones en el ámbito personal, que es el verdaderamente más importante. Y esa similitud, que no uniformidad, vienen dada en buena razón por la cultura y esa miríada de tradiciones que nos circundan y se comparten. Y si bien la cultura existe para todos los gustos, hay exponentes que nos son común, y no son pocos.

Entre el bien absoluto y el mal definitivo que cada una de las partes suele reiteradamente apostillar (una parte más que otra, sin duda) existe también ‘pragma’. Circunstancias, preocupaciones, conveniencias, innovación; un pragmatismo que tantas veces tiene que ver con la justicia social. Hecho dado es la reciente eliminación de un término en el texto constitucional que brillaba por su chirrido y por su desprecio, ‘disminuidos’. Hecho a los que quienes no dieron su voto para el destierro, no han sabido argumentar su negativa dentro de una confusa justificación.

Entonces, ante ese desierto establecido de la crispación, como alguien determinó el presente, en el que aparece un oasis en forma de acuerdo por algo justo y necesario, no es tenue la duda suscitada del porqué no es más frecuente el acuerdo o al menos, en lo imprescindible. La razón podría estar auspiciada, ante tal frentismo de resistentes diferencias mostradas y no pocos episodios de odio, por ese caudal de ambiciones que se resume en el ejercicio y ostensión del poder. Los principios y valores, como escudo, también saben proteger a la codicia. Una codicia tantas veces estructurada en ese mensaje que se pretende difunda una multitud de seguidores, según la doctrina ideológica que corresponda, en beneficio de unos pocos.

Un poder detentado o aspirado con su secuencia y sus consecuencias que son, más que nada aunque no solo, el control de las instituciones, la colocación partidaria, las ambiciones personales o políticas (confesables o inconfesables) o la supremacía de la razón cuasi absoluta que alimente su duración. Por el poder se ha pactado siempre hasta con el diablo y se seguirá haciendo. Y aunque (casi) todo sucede con una metódica estrategia, no refrena la pasión militante. Por el contrario, la enerva.

Nadie discute la existencia de gobierno y oposición, faltaría, no es eso, pero dentro de ese juego democrático siempre caben lugares a compartir. Teniendo en cuenta y de por medio la ristra de convocatorias electorales del año estrenado, no parece que temperen los ‘sentimientos’.

Quizás, pueril sería pedir se abandonara en lo posible la lanza en beneficio del diálogo, pero claro, habrá que seguir a la espera, visto lo visto, más que a la esperanza. Este momento ocasional maniqueo de férrea dualidad puede haya venido para quedarse. Pese a ello, irán cobrando mayor valor quienes, en medio de la tormenta, sean capaces de ver y hacer ver, no sin derribar muros de intolerancia, el espacio común a proteger y como abrigo al progreso. Un progreso que no tiene en sí mismo adscripción política única, sino como valor social de conjunto.

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