Cuando el 30 de mayo de 2014 comenzaron las operaciones antiyihadistas en Melilla, a nadie le cogió por sorpresa que el primero de los detenidos, Mustafa Maya Amaya, viviera en La Cañada de Hidum. Según le contó él al fiscal Marcelo de Azcárraga un año más tarde, desde su silla de ruedas había enviado a la yihad a más de 200 combatientes. Lo condenaron el 28 de enero del año pasado a 8 años de cárcel.
El día de su arresto, la Policía encontró en su casa a dos jóvenes reclutados que aguardaban en La Cañada de Hidum el momento de partir hacia Irak.
En junio de ese mismo año 2014 la operación Javer se saldó con otros seis detenidos: todos relacionados con la mezquita Blanca de La Cañada. Hoy cumplen 6 años de cárcel tras admitir en el juicio que captaban combatientes para Al Qaeda.
Ese 2014 fue bastante movido en La Cañada. Nada más empezar el año, el 10 de enero, España se llevó las manos a la cabeza al ver en televisión los disturbios protagonizados por entre 30 y 40 jóvenes del barrio que montaron barricadas, quemando neumáticos y contenedores, y lanzaron piedras en protesta por haberse quedado fuera de los Planes de Empleo. La revuelta se saldó con 11 arrestos.
A fuerza de detenciones, la Policía rebajó la tensión en el barrio, pero el problema de fondo no se ha solucionado.
En 2016, La Cañada de Hidum fue el tercer barrio de España en el que menos participación se registró en las elecciones generales de ese año. Sólo le superaron La Cañada Real de Madrid y Las Tres Mil de Sevilla.
En algún momento deberíamos preguntarnos por qué La Cañada de Hidum no vota y tiene un parque cuyo mantenimiento nos sale a todos por un ojo de la cara.
Un voluntario que trabaja con vecinos de La Cañada de Hidum ha comentado a El Faro que en su opinión se debe a que muchos de los residentes del barrio importan a España los vicios antidemocráticos de Marruecos, un país en el que no se vota para cambiar las cosas ni existe tradición del movimiento asociativo.
El voto en el Marruecos rural se compra, así que si nadie ofrece dinero, los votantes no ven motivo para acudir a las urnas. Así se piensa en La Cañada.
Allí lo que importan son los lazos familiares. Para ellos, compartir sangre es sagrado. Eso es lo que les lleva a tomar una u otra decisión. “Lo común les es ajeno. Hay poca confianza en el otro. El ayuntamiento es un ente desconocido y el desprecio es mutuo”, añade el voluntario a El Faro.
Él defiende que la Administración no debería permitirse ignorar a una parte de la ciudadanía, sino todo lo contrario, invitarla a sumar para hacer ciudad porque de lo contrario “se desaprovecha el potencial de las personas”.
Incluso es de los que creen que a quienes mandan en Melilla (y no son sólo los políticos) no les interesa sumar sino agitar el miedo a una determinada cultura. Eso les da votos o les permite seguir viviendo bien.
Soy poco optimista y creo que La Cañada no es un barrio que se puede recuperar de la noche a la mañana. Habría que empezar por legalizar todas las casas que llevan años en la clandestinidad. Eso es una decisión municipal que ya se ha hecho en otras autonomías. Conozco, por ejemplo, el caso de la huerta de Murcia, donde hace unos años un alcalde del PP aprobó una amnistía y regularizó chalets que llevaban décadas levantados en terrenos no urbanizables.
Si esto se pudo hacer para beneficiar a la clase media, no entiendo por qué no se puede hacer en La Cañada. A la gente hay que darle la oportunidad de formar parte de un grupo, pero si marginamos, perdemos todos.
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