Joaquín Rosa (Melilla, 1947) nació un 8 de febrero, lo que significa que cumplió 77 años el mes pasado. Vino al mundo en una casa en Horcas Coloradas, donde un tío de su madre trabajaba para Explosivos Riotinto y era el encargado de la munición del polvorín. Aunque nacieron nueve hijos del matrimonio, cuatro murieron muy pequeñitos. Eran otros tiempos.
El caso es que Joaquín vivó poco tiempo en esa casa, hasta el mes de agosto tan sólo. En esa fecha el tío de su madre compró una barraca en el Monte María Cristina y allá que se fueron todos.
La barraca, que contaba con 40 metros cuadrados cubiertos y otros 40 de patio, era de chapa y madera y no tenía cerradura, sino que usaban una tranca. En cualquier caso, nunca nadie entró ni robó en ella estando la familia fuera.
Las calles que hoy tienen nombres de río en aquellos tiempos eran conocidas por las letras del abecedario. Además, no estaban asfaltadas, sino que eran de tierra, y no había aceras. Su colegio, que era sólo de chicos, se encontraba en la calle K. Pegado estaba el de las niñas. Su profesora se llamaba doña Pilar y el de los niños era José García Maese, que era el dueño de la agencia Gama, entonces frente al Centro Hijos de Melilla, en la calle Castelar.
En esa zona jugó mucho al fútbol de pequeño usando dos piedras como portería. Hace 70 años, también había un campo de fútbol donde ahora está la cárcel.
Una de las cosas que más recuerda es el agua, ya que en el barrio no había fuentes en esa época. Para conseguirla, tenían que acercarse a un depósito que conocían como La Guada, que estaba vigilado por una persona. Si podían, cogían agua de ahí con una bomba. Si no, tenían que bajar a la Fuente del Bombillo, en el Rastro, o a otra en las canteras del Carmen. Luego tocaba subir cargados hasta arriba.
Haba también Joaquín sobre aquellos momentos en que acompañaba a su madre, natural de Torrevieja (Alicante), al antiguo Mercado Central, en la calle Margallo. En esos tiempos, con 10 pesetas –alrededor de seis céntimos de euro– se llevaba garbanzos, un trozo de pollo y otro de tocino y todo lo demás que hace falta para hacer un cocido. Los garbanzos ya estaban metidos en agua y preparados para echar junto a la carne y el resto de ingredientes.
Lamentablemente, los jornales eran muy bajos, y su padre, procedente de Alhaurín (Málaga), que era trabajador portuario, ganaba 12 pesetas. Siendo siete personas en su casa –sus padres y cinco hijos, contándolo a él–, cuenta que pasaron “mucha necesidad”. Aunque podían permitirse comer, rara era la ocasión en que caía un filete.
De vez en cuando, algo había, al menos carne de caballo para su padre. Joaquín se la compraba a veces en una carnicería especializada en este producto que había al comienzo de la calle López Moreno. Su madre pensaba que había que cuidar especialmente de él, pues, con toda esta carestía, sólo faltaba que se pusiera malo, porque, entonces, ¿quién iba a llevar el dinero a casa? Le daba tres o cuatro pesetas a su hijo para la compra.
Luego había ocasiones especiales, como la Navidad. Junto al Parque Hernández había un economato de la gente portuaria y allí compraban medio chorizo. Y su madre preparaba unos borrachuelos que Joaquín jamás los ha probado “tan buenos”. Mientras los cocinaba, su padre había de salirse de la casa, porque “tenía los bronquios mal por el tabaco y el frío que pasaba en el puerto”.
“Hemos pasado una vida de mucha necesidad”, explica, y recuerda que la vecina de la casa de al lado, que se llamaba Isabel y cuyo marido era panadero, a veces les daba una barra de pan con aceite o con chocolate. A cambio, su madre le hacía trabajos de costura.
Después de hacer la mili, entre los 22 y los 23 años, en el Regimiento Mixto de Ingenieros número 8, se marchó a la academia de Policía de Canillas (Madrid). Corría el año 1970. Allí permaneció tres meses, tras los cuales pidió destino en Barcelona, donde no llegaba a las 6.000 pesetas –unos 36 euros– de sueldo. En la academia aún ganaba menos; lo máximo que cobró fueron 1.000 pesetas -seis euros–.
En la ciudad condal permaneció hasta el año 1986, cuando regresó destinado a Melilla. Pese a todo, durante sus 15 años en Barcelona nunca perdió de vista la ciudad autónoma, adonde volvía todos los años, especialmente en Navidad y en verano. Por ese motivo nunca se encontró Melilla especialmente cambiada de una vez a otra. Y su familia también iba a visitarlo.
Joaquín asegura que, para él, “Melilla es lo más grande que hay” y que no la cambia “por nada: ni por Barcelona, ni por Málaga, ni por Almería”. Melilla es, por lo tanto, comenta, su “casa”, donde nació y se crió, donde regresó al cabo de los años y donde reside hoy día.
Pese a todo, prefiere esta época, cuando tiene un nivel de vida más alto que cuando era pequeño, ya que, insiste, su familia era bastante humilde.
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