La que alienta en el combate, la que clama como justicia necesaria y que siempre tiene como fin el bien general, al menos en primera instancia y última llevando por medio el propio beneficio, lógico. La que se hace imprescindible cuando se persigue un fin loable, pero igualmente la que puede achicharrar a quien no sepa medir su intensidad; esa espita peligrosa que, en su apertura descontrolada, se rebela contra quien la esgrimió.
Regular la llama del poder no es tarea fácil ni está al alcance de todos en su manejo, aunque goza de la persecución general con mayor o menor tino; con más o menos escrúpulos. El poder suele crear adicción y síndrome de abstinencia cuando se pierde y tarda en recuperarse. Cuando jamás se recupera, el interés por el ejercicio de la política decae y alcanza el ostracismo, el desdén, suele pasar con frecuencia.
Se defiende con uñas y dientes y se asalta daga en boca en tantos y tantos casos. Forma parte, el privilegio de mandar, de la esencia pura de esta disciplina humana, que no debe dejar de abandonar su nobleza y que tantas emociones, pasiones y transgresiones conlleva en él.
Siempre se dijo que la política es el arte de lo posible aunque viene a ofrecer tantos momentos irascibles, singularmente, en tiempos recientes. Si todo fuera o, al menos en su mayor parte, por su razón de ser: el bien del servicio público con la consiguiente búsqueda de la mejora de la vida común, mayor justificación tendría su tortuoso camino.
La llama del poder, su mantenimiento y ganancia, ha sido tan intensa que ha chamuscado en parte el sosiego necesario para escuchar soluciones a problemas. Problemas que siempre quedan a la espera de atenderse desde su terquedad, aún silenciados por el trueno, y que aguardan pacientemente su tratamiento.
Llegados a este momento de una tremenda derrota electoral de unos convertida en victoria sin ambages y legítima de otros, renueva ese concepto sobre que “el fin no justifica los medios”. Esta recurrente definición acompañará durante no se sabe cuanto tiempo a quienes la reflexión les aboca a su obligatoriedad.
Utilizar los errores del contrario, graves en esta circunstancia que se vive, en beneficio del alcance del éxito en las urnas, es tan lícito como razonable. Más allá de lo que cada cual expuso y prometió durante, singularmente, la campaña electoral y desde la creencia en que todas las formaciones persiguen lo mejor para quienes solicitan su apoyo, no debe olvidarse que tomar ‘atajos’ en la oscuridad durante la ascensión a la cima o la bajada a la meta, suelen acabar en despeñamientos frecuentes.
Merece la pena el ejercicio de la política, es primordial a la hora de mejorar la vida de la gente, pero tiene algunas líneas rojas que no se deben traspasar y algunos conceptos de estrategia que exige no obviar. Siempre que gana alguien, hay un perdedor, sea contundente, como lo es en este caso, sea a los penaltis y exige la introspección y el análisis propio. Las instituciones, por delante de todas las individualidades, deben ser protegidas. Sin ellas, en su función, se debilita la sociedad misma.
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