Opinión

El legado del Concilio Vaticano II en su sexagésimo aniversario

Conmemoramos el sesenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, que ha sido distinguido el mayor acontecimiento eclesial del siglo XX, con cuyo impulso transformador, a pesar de tantísimas intransigencias e involuciones, no se ha extinguido, como lo ha corroborado incesantemente el magisterio de los pontificados precedentes.

Pablo VI (1897-1978) declaró que se trataba más que de un punto de llegada, un punto de partida, una “renovación de pensamientos, de actividad, de costumbres y de fuerza moral y de alegría y esperanza”. San Juan Pablo II (1920-2005) lo especificó como “la gran gracia en la que se ha beneficiado la Iglesia en el siglo XX”. Para Benedicto XVI (1927-2022), el Concilio fue un “nuevo Pentecostés”, y finalmente el Papa Francisco (1936-86 años) lo ha puntualizado como “un acontecimiento de gracia para la Iglesia y para el mundo”.

Del Concilio Vaticano II hemos recogido mucho, ahondado en la significación del Pueblo de Dios, una naturaleza central en los textos conciliares que nos sirve para entender que la Iglesia no es una élite predilecta de clérigos y consagrados, y que los bautizados concurrimos de la misma dignidad y de la vocación universal a la santidad plena y compromiso evangelizador. El Concilio indujo a la Iglesia a una nueva correlación con el mundo y la sociedad contemporánea. Las reprobaciones y censuras de los concilios anteriores se reemplazaron por un llamamiento fraterno a seguir a Jesucristo. También formuló que el derecho a la libertad religiosa, cuyo cimiento se halla en la dignidad misma del ser humano, ha de ser reconocido por todos.

Asimismo, abrió de par en par las puertas al ecumenismo y al diálogo interreligioso. Como de la misma manera, concedió centralidad a la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia, la espiritualidad y la teología. Con el preámbulo de las lenguas vernáculas en la liturgia, dio luz verde a una notoria aportación de los laicos en ésta.

Luego entonces, hay que hacer mención a la comunión, colegialidad, participación, corresponsabilidad, fraternidad ecuménica, diálogo interreligioso y misión evangelizadora como ingredientes fundamentales de la doctrina conciliar, que continúan reproduciendo líneas de acción para el presente y futuro eclesial. Más aún, las expresiones comunión, participación y misión que Francisco ha presentado como palabras clave del itinerario sinodal, son términos preferentemente conciliares.

Recuérdese al respecto, que hace diez años, en una divulgación recordatoria del quincuagésimo aniversario del comienzo del Concilio Vaticano II, los autores de ésta se interpelaban ante algunas tentativas de retornar a un cierto molde de eclesiología y espiritualidad opuestas a la renovación conciliar, si nos encontrábamos frente a una cruzada perdida o una esperanza renovada. No más lejos de una convicción explícita o una insalvable distopía, esta evocación se muestra como un momento excepcional para dar gracias a Dios por este kairós eclesial y para retomar y poner en práctica personal y comunitariamente, sus instrucciones.

La Iglesia que estamos emplazados a revivir y edificar es una comunidad de mujeres y hombres fusionados por la única fe, accesibles a la acción del Espíritu Santo, una Iglesia constantemente reformada que desea ser fiel a Jesús de Nazaret y que se abre al mundo para cultivarse de Él.

Ciertamente, Francisco increpó a los devotos que indagaban mostrarse como “custodios de la verdad” o “solistas de la novedad”, en vez de identificarse como hijos humildes y agradecidos de la Santa Madre Iglesia. “El Señor no nos quiere así”, refirió, “nosotros somos sus ovejas, su rebaño y solo lo somos juntos, unidos”.

Las reformas materializadas por el Concilio Vaticano II atinaron una importante resistencia por parte de algunas facciones de la Iglesia, que cuestionaron que ésta se estaba descomponiendo y desatendiendo lo primordial. Aquí podría englobarse a la Fraternidad Sacerdotal San Pío X, distinguidos como lefebvristas por su fundador, que persiste apartada de Roma hasta el día de hoy.

En cambio, otros respaldaron las reformas como encajes ineludibles en un mundo que permuta velozmente, pero desaprobaron algunas exégesis de las reformas por ser demasiado laxas y próximas al protestantismo y, por lo tanto, escépticas al auténtico espíritu reformador del denominado Concilio Vaticano II. Muchas de estas dicotomías aún concurren, especialmente en torno a la liturgia. De ahí, la determinación del Papa Francisco de limitar la senda a la Misa Tradicional Latina.

En su sermón, Francisco se concentró en el texto del Evangelio del día, en la que Jesús le dice a Pedro: “¿Me amas? Apacienta a mis ovejas”. Mencionó que el Concilio fue una declaración a esta cuestión, que permitió a la Iglesia contemplarse a sí misma como “un misterio de gracia generado por el amor”. Como tal, el Concilio es un estímulo a observar a la Iglesia “desde arriba”. Es decir, desde la configuración de Dios. “Siempre existe la tentación de partir más bien del yo que de Dios, de anteponer nuestras agendas al Evangelio, de dejarnos transportar por el viento de la mundanidad para seguir las modas del tiempo o de rechazar el tiempo que nos da la Providencia de volver atrás”.

Francisco propuso que “ni el progresismo que se adapta al mundo, ni el tradicionalismo o el involucionismo que añora un mundo pasado son pruebas de amor, sino de infidelidad. Son egoísmos pelagianos que anteponen los propios gustos y los propios planes al amor que agrada a Dios, ese amor sencillo, humilde y fiel que Jesús pidió a Pedro”. Redescubrir el Concilio Vaticano II, señaló el Papa, es una ocasión para regresar “a una Iglesia que está loca de amor por su Señor y por todos los hombres que Él ama, a una Iglesia que sea rica de Jesús y pobre de medios, a una Iglesia que sea libre y liberadora”.

“El Concilio indica a la Iglesia esta ruta”, expuso literalmente, calificando la conmemoración como una oportunidad para reanudar las “fuentes del primer amor, para redescubrir en sus pobrezas la santidad de Dios”. La Iglesia hace resonar el sesenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, un hecho que cambió el semblante de la Iglesia. Anhelado por San Juan XXIII (1881-1963) y llevado a término por Pablo VI, el Concilio abordaba su andadura el 11/X/1962 y se prolongaría hasta el 8/XII/1965.

"En consecuencia, las enseñanzas del Concilio Vaticano II no siempre fueron acogidas por un universo que no estaba predispuesto para ellas. Muchos la contradijeron y la tradición católica en aras de continuar más próximo a los cambios del mundo secular y otros se asieron al pasado indagando su seguridad"

Con estas connotaciones preliminares, siendo San Juan XXIII el Sumo Pontífice, se emprendió este gran acontecimiento que sellaría el recorrido de la Iglesia en su renovación. Han transcurrido dichos años y muchos no se han percatado, ni siquiera lo han hojeado y mucho menos se han animado a ponerlo en práctica.

En aquella ocasión concurrieron unos cuatro mil obispos con la inspiración de sacerdotes especialistas en varios ejes teológicos y pastorales. Si bien, en aquellos trechos no se destacaba tanto la contribución de los laicos. Se efectuaron cuatro sesiones, pero cada una se prolongaba entre uno y tres meses con reflexiones mañana y tarde en el interior de la Basílica de San Pedro, mayormente en presencia del Papa. Cuando falleció San Juan XXIII, prosiguió Pablo VI, con un conocimiento y discernimiento refinados. El Espíritu Santo en ningún tiempo nos abandona. Como ya se ha dicho, el Concilio Vaticano se completó el 8/XII/1965.

Es preciso indicar que se admitieron magistralmente dieciséis documentos, entre ellos, cuatro constituciones que son las más transcendentales, nueve decretos y tres declaraciones.

En cuanto a la constituciones hay que referir: sobre la Iglesia (Lumen Gentium), sobre la divina revelación (Dei Verbum), sobre la sagrada liturgia (Sacrosanctum Concilium) y sobre la Iglesia en el mundo actual (Gaudium et spes). El primer documento que se aprobó correspondió a el de la liturgia el 4/XII/1963. Uno de los últimos atañó a la Iglesia en el mundo actual ratificado el 7/XII/1965.

Reproduzco algunos de los párrafos de las cuatro constituciones conciliares:

Primero, ‘Constitución sobre la Iglesia’: “Cristo es la luz de los pueblos. Por ello, este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea ardientemente iluminar a todos los hombres, anunciando el Evangelio a toda criatura con la claridad de Cristo, que resplandece sobre la faz de la Iglesia. Y porque la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano, ella se propone presentar a sus fieles y a todo el mundo con mayor precisión su naturaleza y su misión universal, abundando en la doctrina de los concilios precedentes. Las condiciones de nuestra época hacen más urgente este deber de la Iglesia, a saber, el que todos los hombres, que hoy están íntimamente unidos por múltiples vínculos sociales, técnicos y culturales, consigan también la unidad completa en Cristo”.

Segundo, ‘Constitución sobre la divina revelación’: “La Palabra de Dios la escucha con devoción y la proclama con valentía el Santo Concilio, obedeciendo a aquellas palabras de Juan: Os anunciamos la vida eterna: que estaba junto al Padre y se nos manifestó. Lo que hemos visto y oído os lo anunciamos para que también vosotros viváis en esta unión nuestra, que nos une con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Y así, siguiendo las huellas de los Concilios Tridentino y Vaticano I, este Concilio quiere proponer la doctrina auténtica sobre la revelación y su transmisión, para que todo el mundo, escuchando el mensaje de salvación, crea, creyendo espere, esperando ame”.

Tercero, ‘Constitución sobre la sagrada liturgia’: “Este sacrosanto Concilio se propone acrecentar de día en día entre los fieles la vida cristiana, adaptar mejor a las necesidades de nuestro tiempo las instituciones que están sujetas a cambio, promover todo aquello que pueda contribuir a la unión de cuantos creen en Jesucristo y fortalecer lo que sirve para invitar a todos los hombres al seno de la Iglesia. Por eso cree que le corresponde de un modo particular promover la reforma y el fomento de la liturgia”.

Y cuarto, ‘Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual’: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el Reino del Padre y ha recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia”.

A su vez, los nueve decretos del Concilio hacen alusión sobre el oficio pastoral de los obispos (Christus Dominus), sobre el ministerio y vida de los presbíteros (Presbyterorum Ordinis), sobre la formación sacerdotal (Optatam totius), sobre la adecuada renovación de la vida religiosa (Perfectae caritatis), sobre el apostolado de los seglares (Apostolicam actuositatem), sobre las Iglesias orientales católicas (Orientalium Ecclesiarum), sobre la actividad misionera de la Iglesia (Ad gentes), sobre el ecumenismo (Unitatis redintegratio) y sobre los medios de comunicación social (Inter mirifica).

Las tres declaraciones incumben a la libertad religiosa (Dignitatis humanae), sobre la educación cristiana de la juventud (Gravissimum educationis) y sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas (Nostra aetate). Incluir un encabezamiento en latín era una práctica frecuente en la Iglesia para los documentos oficiales, pues el latín continúa siendo la lengua oficial. No obstante, el Papa Francisco ha puesto títulos no latinos como Laudato si, Fratelli tutti…

Hasta la fecha existen individuos que no admiten las líneas visibles por este Concilio. Tras la conservación del latín que muchos no entienden, se enmascaran terquedades a cambiar su comprensión sobre la experiencia del Evangelio. No toleran que se reitere en la magnitud social de la fe cristiana y desearían que todo se simplificara a un espiritualismo desencarnado, sin compromiso por el giro dado por la sociedad.

Por eso, no aprueban del todo a los Papa que nos predican de esto, desde San Juan XXIII hasta Francisco.

A resultas de todo ello, el 25/I/1959 San Juan XXIII causó una sorpresa general, porque comunicaba su propósito de convocar un Concilio para la Iglesia Universal. Sin tener pensamientos definidos sobre la dimensión del Concilio, le marcó dos objetivos prioritarios: primero, una acomodación de la Iglesia y del apostolado a un mundo en plena transición, y segundo, la vuelta a la unidad de los cristianos, que daba la sensación de que el Papa enfocaba que habría de realizarse en un breve plazo. No se trataba tanto para la Iglesia de combatir contra sus enemigos, como de hallar una manera de expresión para la aldea global en que residía y que parecía ignorar.

El Concilio Vaticano II fue un capítulo ecuménico que encarna un acaecimiento en la vida de la Iglesia del siglo XX, por eso dispone de un espacio esencial en la historia universal. Llega a convertirse como la consumación del transcurso tridentino y la inauguración de un nuevo período del relato vivo de la Iglesia.

Se debe al ejercicio profético de San Juan XXIII la clarividencia del menester de un Concilio que imprimiese positivamente la nueva fase de la tarea evangelizadora de la Iglesia y al incuestionable temple de Pablo VI, por el esfuerzo de llevarlo hasta el final e impulsar los primeros pasos de reforma.

A partir del 5/I/1959, en la Basílica de San Pablo extramuros, se entablaba un doble movimiento: por una parte, la gestación directa del Concilio, plasmada sobre todo por la curia romana; y por otra, la depuración de varias prácticas eclesiales que iban direccionadas hacia una fuerte renovación de la vida de la Iglesia.

Una visual al dietario preconciliar indica ante todo la presencia de un fuerte componente conservador; así lo revelan las diversas variables: puede recapitularse en particular la centralización de la curia y el cargo vacante de Secretario de Estado que en todo momento conservó Pío XII (1876-1958).

Conjuntamente, las distintas condenas de algunas renovaciones teológicas, como la negativa de formar a la que se supeditó a diversos educadores de valor. Numerosos mecanismos hacían pensar en el vaivén que en breve habría de cristalizarse; el entorno sociocultural advertía los indicios de una industrialización invariable: los estados del Tercer Mundo contraían una consonancia que jamás habían tenido hasta entonces y el colonialismo llegaba a su punto y final. En otras palabras: la sociedad convivía angustiada y se generaba algo que habría de revolucionar no poco la vida civil.

Igualmente en el interior de la Iglesia militaban rúbricas que auguraban el cambio: el movimiento prosperaba cada vez más con una fuerte circunspección de establecer verdaderas esferas de encuentro y diálogo; el laicado aceptaba un talente de auténtica lucidez eclesial; la realidad teológica se notaba amparada por un escudriñamiento que rescataba las fuentes reales de la Escritura y de los Padres.

La comisión preparatoria estaba conducida por Domenico Tardini (1888-1961), el Secretario General del Concilio Pericles Felici (1911-1982) y el material de discusión dispuesto por diez comisiones integradas por algunos teólogos de la curia se desarrolló en setenta esquemas. La mayor parte de los miembros envueltos en la disposición del Concilio trabajaban con la garantía de que se remataría en pocos meses; felizmente, dichas suposiciones no se cumplieron.

En tres extensos años de apasionada actividad y dedicación, el Concilio desechó gran parte del material preparatorio y prescribió unos documentos que restauraban a la Iglesia un paisaje auténticamente evangélico. En el Concilio Vaticano II estuvieron presentes 2.540 obispos provenientes de todos los continentes, y al menos 480 teólogos, así como enviados de la Reforma y de la Ortodoxia. Este retrato delataba las nuevas expresiones de diálogo que habrían de recopilarse en los documentos. Llegados a este punto de la disertación, el pontificado de San Juan XXIII innovó el talante de la Iglesia Católica de cara al movimiento ecuménico.

"La Iglesia que estamos emplazados a revivir y edificar es una comunidad de mujeres y hombres fusionados por la única fe, accesibles a la acción del Espíritu Santo, una Iglesia constantemente reformada que desea ser fiel a Jesús de Nazaret y que se abre al mundo para cultivarse de Él"

Las ansias y el desvelo ecuménico siempre estuvieron en la mente de San Juan XXIII, uno de los principales alicientes que le trasladaron a dar a conocer su propósito de convocar un Concilio de este calado “para manifestar, en mayor medida, nuestro amor y benevolencia hacia quienes se llaman cristianos, pero están separados de esta Sede Apostólica, a fin de que también ellos puedan seguir de cerca los trabajos del Concilio y encontrar así más fácilmente la vía para alcanzar la unidad por la que Jesús dirige al Padre Celeste tan ardiente plegaria”.

En definitiva, la memoria del Concilio Vaticano II erigió un hecho sin parangón de la cristiandad. La figura de observadores no católicos y su participación por medio de aclaraciones y análisis, ayudaría a engarzar el marco ecuménico en los documentos conciliares.

Por ende, la coyuntura del Concilio derivó en todas las Iglesias durante esos años como un indicativo de esperanza. Sin inmiscuir, que hacía ostensible la viabilidad de que una Iglesia abordara y llevara a buen puerto un amplio movimiento de puesta al día y de reforma. De la misma forma, totalizó un ejemplo deslumbrante del carácter conciliar de la Iglesia. Tanto en las Iglesias ortodoxas como en el conjunto del movimiento ecuménico, rejuvenecía nuevamente la significación de “Concilio”.

En consecuencia, las enseñanzas del Concilio Vaticano II no siempre fueron acogidas por un universo que no estaba predispuesto para ellas. Muchos la contradijeron y la tradición católica en aras de continuar más próximo a los cambios del mundo secular y otros se asieron al pasado indagando su seguridad. Este es el alcance de las palabras de Francisco subrayadas en la homilía de la celebración para los progresistas que “se alinean detrás del mundo” y para los tradicionalistas que “anhelan un mundo pasado”. Tanto el progresismo como el tradicionalismo, refirió el Santo Padre, “son egoísmos pelagianos, que anteponen los propios gustos y los propios planes al amor que agrada a Dios, ese amor sencillo, humilde y fiel que Jesús pidió a Pedro”.

Entonces, ¿podría considerarse que el Concilio Vaticano II se ha visto frustrado? Tajantemente no, por varios motivos. En los mismos documentos abrazamos un caudal teológico anunciado con toda la autoridad pedagógica de la Iglesia. A su vez, facilitan enseñanzas incuestionables sobre la naturaleza de la misma Iglesia, como del ser humano y de la vocación a la que están llamados los cristianos. Con la divulgación de estos documentos, la Iglesia ha ahuyentado públicamente un ayer antisemita y ha empezado a intervenir dignamente en el diálogo intercultural e interreligioso.

El Concilio Vaticano II proporcionó los instrumentos imprescindibles para vivir el Evangelio en una colectividad secularizada. La indisposición de la aplicación religiosa y la vida comunitaria que arrancó en los sesenta, se estimó demasiado cuantioso en la sociedad occidental. La Iglesia precisaba estar presta para un mundo que ya no controlaba. En cierta manera, era parte de ese prefacio, amaestrándonos a desistir a la sujeción y a permanecer en diálogo y cooperación con la sociedad.

Como rubricó San Juan XXIII en el inicio del Concilio, las “necesidades actuales de la Iglesia se atienden mejor explicando más completamente sus doctrinas” y aprovechando “el bálsamo de la misericordia”, en lugar de pronunciar más condenas dadas por “el brazo de la severidad”. Evidentemente, el brazo de la severidad en todo momento se encontraba en el camino errado, pero actualmente sería un sendero absurdo. Y cómo colofón, el Concilio Vaticano II no trató de atajar la secularización en sí, sino de educarnos a vivir como cristianos en un mundo en ocasiones discrepante e indiferente.

Esta última valoración con la que se puede estar de acuerdo, nos sitúa ante una ascensión y un descenso, una tesis y una antítesis sobre la labor del Concilio, sin haber llegado al epílogo, porque no puede acortarse escuetamente a un único razonamiento o creer que su obra de algún modo está completada. Como detalló el Papa Francisco, “la Iglesia, por primera vez en la historia, dedicó un Concilio a interrogarse sobre sí misma, a reflexionar sobre su propia naturaleza y su propia misión”.

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