La Cañada es un barrio retrepado en las colinas con el endiablado urbanismo de una típica ciudad marroquí que crece en vertical y horizontal sin orden ni concierto. Se divisa un laberinto de calles en la que apenas queda espacio para edificar. Todos se conocen; todo se sabe. El forastero enseguida es descubierto. Se vive codo con codo con el vecino y las noticias corren como la pólvora. Las buenas y las malas.
El pasado miércoles, los agentes de la Guardia Civil y la Policía Nacional se dirigieron al callejón de Alcor para detener a un presunto yihadista. Un palo para los habitantes de La Cañada. Otro estereotipo contra el que luchar. Pero los sucesos no terminan ahí. Ayer por la mañana los vecinos aún se estaban recuperando del revuelo de este incidente cuando horas más tarde ya estaba teniendo lugar otro nuevo. Siete furgones de la Policía entraron en la zona para acabar con la imagen de paz con la que había iniciado la jornada.
El asimétrico reparto de papeles ha hecho que algunos vecinos sin trabajo ni esperanza formen parte de un submundo donde reinan las mafias del hachís, los ajustes de cuenta y abundan las armas blancas. Una sombra que cubre La Cañada. Sombra que ahora oscurece con esa detención que ya ha dado la vuelta al mundo. “No puede ser que todo lo que se lea, escuche y vea de este barrio sea negativo. Aquí vivimos gente normal”, manifiesta Mohamed Satur. Es padre de cuatro hijos. La mayor, es técnico en Educación infantil, otras dos se han decantado por el grado de Enfermería y el más pequeño está cursando segundo de la ESO.
Sin duda, este cuadro rompe con los prejuicios que algunos ciudadanos arrastran ante los vecinos de La Cañada. “No nos pueden meter en el mismo saco”, señala. “Ha sido el paso de los años el que ha hecho cambiar el barrio y que nos sintamos más inseguros”, continúa.
“Más mano dura”
“Necesitamos más mano dura en este barrio y mayor seguridad. No podemos pagar justos por pecadores”, dice Habiba Mohand. Tiene 62 años y cuenta que moverse ahora sin compañía por La Cañada es delicado. Ha vivido durante 33 años en Madrid y sabe de sobra que en otras ciudades también hay barrios marginales, pero reconoce que el barrio que la vio nacer ha cambiado. La desconfianza se ha convertido en el deporte local en La Cañada. “Hace 10 años esto era distinto, podíamos vivir en paz”, asegura. “Hoy en día un joven agrede a un conductor de la COA y todos tenemos que pagarlo”, continúa.
Trato injusto
Mustafa Amar, otro residente de La Cañada, discrepa con sus vecinos. “Este barrio siempre ha sido así”. Asegura que es consciente de que en otras zonas de la ciudad hay gente necesitada, pero que algo invisible siempre los ha separado. Cree que las instituciones viven de espaldas a este territorio. “También entre los pobres hay clases y a nosotros nos tratan como lo último”, lamenta. “El gobierno nunca se ha interesado por nosotros. Hemos vivido juntos, pero no revueltos”, afirma.
Amar tiene tres hijos de 6, 7 y 9 años. Su única preocupación cuando amanece un nuevo día es poder servirles un plato de comida caliente. “Como yo hay muchos. Es normal que la gente acabe buscándose la vida de otra forma”, sostiene. Se refiere a la venta de sustancias estupefacientes.
Un brumoso negocio que según Amar, crea “mucho empleo y dinero en el barrio”. Miseria, droga y violencia. Una espiral maldita de la que Amar prefiere mantenerse alejado. “Prefiero seguir cobrando la ayuda que recibo de Servicios Sociales: 640 euros para cinco personas.
Preguntado por la detención del presunto yihadista el pasado miércoles, sigue sin dar crédito. “Era un joven tranquilo que iba al gimnasio y que hacía cosas propias de un adolescente. Su madre es de Melilla y su padre de Marruecos”, cuenta. No obstante, mantiene que el fanatismo no se transmite por residir en una zona concreta, sino que el mayor movimiento está en las redes sociales.
Sí reconoce que la pobreza puede favorecer el extremismo, y más cuando te sientes como un ciudadano de segunda. “Hay que dar trabajo y apoyar a las personas. Así la gente no se metería en líos”, dice Hamed Mohamed, que tras vivir 25 años en Canarias, vuelve al lugar en el que se siente a gusto: La Cañada.
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