La determinación de no restablecerse los mínimos resortes democráticos en la República Tunecina, deshace cualquier indicio de reconstrucción del Estado de Derecho en el país magrebí, por cierto, la única consecución y llamémosle fruto institucional de la denominada Primavera Árabe.
Como es sabido, la Carta Magna coronó buena parte de las reivindicaciones: más libertades civiles o elecciones multipartidistas competitivas y libertad de expresión. Uno de los pasajes más avanzados de la región al distinguir el islam como religión oficial, aunque avalando la libertad de culto para el resto de confesiones. Así, como un complejo armazón de contrapesos que compensase, o al menos, armonizase el poder institucional, un mecanismo de acoso y derribo proyectado para sortear las tensiones vividas en tiempos pasados.
Pero el nuevo Túnez se aúpa de su letargo crónico sobre bases inconsistentes y tierras movedizas: economía y política avistan a esta resurgida república semipresidencialista. El recorrido en derechos y libertades no satisface ni mucho menos las expectativas suscitadas, como tampoco el hambre que no calla a sus lamentos.
Actualmente un tercio de la juventud tunecina se encuentra en paro, una proporción solidificada desde 2011. Algo así, como toda una generación desengañada con la política y que asiduamente padece la falta de oportunidades en una economía diversificada. En otras palabras, el cóctel ideal para que años más tarde la nación desafíe con manifestaciones la caída de Zine El Abidine Ben Alí (1936-2019).
Con estos mimbres, a lo largo de los últimos años las protestas se han convertido en un factor recurrente de la vida pública tunecina, porque atrapados en la transición se corre el peligro inminente de la represión, ante una de por sí delicada economía. Al mismo tiempo, la disfunción política con sus luchas internas ha entumecido la aprobación e implementación de reformas sistémicas ineludibles que, a su vez, agigantan las tensiones en todas las trayectorias e inevitablemente promueven el riesgo de una escalada violenta a gran escala.
Hoy por hoy, Túnez es un país exclusivo, excepcionalmente homogéneo y el más pequeño del Magreb. Un enclave con insignificantes recursos en el subsuelo, en contraste con sus vecinos más inmediatos como el Estado de Libia y la República Argelina Democrática y Popular, tradicionalmente supeditados a los hidrocarburos.
A decir verdad, Túnez es un estado mejor perfilado, con una clase media de más presencia y una colectividad civil activa y organizada, acogiendo a una comunidad predominantemente musulmana con la etiqueta de moderada, pero también, que cobija al mayor colectivo judío del Norte de África, emplazado en la Isla de Yerba con aproximadamente unos cuatro mil integrantes.
Con lo cual, podrían referirse varias coyunturas que hacen de Túnez toda una excepción en su demarcación, pero subrayaría una por encima del resto: es el único realce a modo de magnitud que no se desfiguró tras la Primavera Árabe.
La Revolución de los Jazmines (17-XII-2010/14-I-2011) tuvo un doble efecto inmediato: primero, logró lo que parecía inverosímil, desmantelar al empecinado régimen de Ben Ali, y segundo, concatenó que surgieran otras revueltas en el Magreb y Oriente Próximo. Parecía entreverse inequívocamente un margen de cambio y esperanza en el universo árabe, en el que la voz del pueblo sería por fin la poseedora de su destino, pero el frenesí forjado en la magnificencia de la Primavera Árabe no solo se ha desvanecido, sino que se ha tornado en un espejismo.
Sin embargo, el hecho de que la peculiaridad concreta de Túnez no haya terminado como otras tentativas de las agitaciones árabes, como por ejemplo el Estado malogrado de Libia, o el régimen militar golpista de la República Árabe de Egipto o la Guerra Civil en la República Árabe Siria, no significa que la experiencia tunecina esté acentuada por la bonanza, la consistencia o la certidumbre.
La transición tunecina se ha desenmascarado espinosa, pausada y frágil, con un sinfín de dificultades de diversa índole que la han sobrecargado y numerosos retos que la hacen y la pueden hacer oscilar.
El destierro de Ben Ali rumbo a Arabia Saudí en 2011 interpuso otro horizonte en Túnez. Ya en octubre de ese mismo año se oficiarían las primeras elecciones realmente democráticas, con la encomienda de concederle una asamblea constituyente capaz de redactar una nueva Constitución. Sin lugar a dudas, éstas valdrían para dar un fuerte espaldarazo popular a una fuerza política cuyos emblemas más definidos acababan de regresar del exilio en Europa tras la dictadura.
Obviamente, me refiero al partido islamista moderado Ennahda, conducido por Rached Ghannouchi (1941-81 años), haciéndose con el 40% de las votaciones y siendo traducido en 89 de los 217 diputados, que aunque le concedían una amplia mayoría, a su vez le imponían a buscar acuerdos con otros grupos políticos.
Llegó así la primera victoria de la incipiente democracia tunecina: el partido islámico pretendió trabajar desde el inicio con los principales partidos en el sondeo de un consenso que proporcionara reciedumbre y más legitimidad al andamiaje constitucional, en la que justamente se habían subido a bordo. Posteriormente, demostrando estar a la altura de las circunstancias, Ennahda autorizó que el deber de Presidente lo ostentara Mohamed Moncef Marzouki (1945-77 años), activista valedor de los Derechos Humanos y líder del segundo partido más votado, el Congreso para la República, CPR, una fuerza laica y progresista.
A la postre, el Secretario General de Ennahda, Hamadi Yebali (1949-73 años) sería propuesto Primer Ministro, encabezando una dirección en el que había representación tanto del CPR como del partido más votado, el Ettakatol, de corte puramente socialdemócrata, constituyendo lo que dio a conocerse como la Troika.
No obstante, las consecuciones preliminares comenzaron a embotellarse. Tal es así, que la coalición en el gobierno se mostraba completamente nula para solventar las discrepancias en la composición del texto constitucional, haciendo que la población comenzara a inquietarse por la parálisis política. Al progresivo vaivén público se ensamblaban las apremiantes fisuras económicas, con un paro muy por encima que cuando Ben Alí se había marchado: una inflación al alza y la inversión extranjera trabada en seco por la verticalidad del turismo.
Entretanto, las huelgas y las protestas sobrevenían, fundamentalmente, en aquellos espacios más deprimidos, y la urbe joven se desencantaba con una propuesta democrática que no surtía los resultados deseados. La polarización en la sociedad tunecina era manifiesta, desencadenándose levantamientos y enfrentamientos entre islamistas radicales y secularistas, esculpiendo en las arterias y vías la confrontación ideológica que conservaba el propio gobierno.
Con un paisaje cada vez más incendiario, se convirtió en el más apropiado para que jóvenes y no tan jóvenes se ciñeran a corrientes extremas como los grupos salafistas, que por otro lado se habían sentido respaldados de la amnistía general por los presos políticos en 2011, y que poco a poco ganaron peso e influencia.
Inexcusablemente, fueron participantes salafistas los culpados del asesinato del líder de la oposición, Chukri Belaid (1964-2013), que además de inducir a multitudinarios reproches por el vuelco impetuoso que estaba tomando el país, quien aceleró la renuncia del Primer Ministro Yebali, que por entonces se empeñaba en constituir un gobierno de tecnócratas independientes como opción para superar el impasse.
En julio de ese mismo año otro representante secularista de corte progresista, Mohamed Brahmi (1955-2013), sería asesinado y en septiembre se ocasionaría la desbandada de Ennahda. La desmembración entre los islamistas y secularistas parecía prácticamente infranqueable. Por instantes, la transición tunecina daba la sensación de desplomarse al vacío.
Paralelamente, el gobierno transitorio dirigido por el Primer Ministro Mehdi Jomaa (1962-60 años) emprendió su dirección con el evidente propósito de alcanzar un acuerdo entre los partidos para la consumación de la Constitución.
Con la valiosa aportación de lo que pasó a denominarse el Cuarteto para el Diálogo Nacional de Túnez, el pacto se logró en 2014 integrado por las cuatro principales organizaciones de la sociedad civil. O séase, la Unión General Tunecina de Trabajo, la Unión Tunecina de Industria, Comercio y Artesanía, la Liga Tunecina de Defensa de los Derechos del Hombre y la Orden de Abogados de Túnez.
Ahora sí, la Revolución de los Jazmines confluía en su primera primicia: la Constitución de consenso de la Túnez posrevolucionaria era a fin de cuentas toda una realidad. Y la culminación de este hito se galardonó con el Premio Nobel de la Paz de 2015, adjudicado al notorio Cuarteto por su “decisiva contribución a la construcción de una democracia pluralista en el despertar de la Revolución de los Jazmines”.
El flamante texto constitucional se esgrimió para reforzar el proyecto y volver a transmitir confianza y optimismo a los que comenzaban a poner en tela de juicio la cohesión de la transición tunecina. A pesar de que el desequilibrio no se había dilapidado, la transición seguía en movimiento y eso conjeturaba un triunfo del que ningún otro país árabe podía alardear.
Las deliberaciones parlamentarias de octubre y las presidenciales de diciembre de 2014 entreveían una doble prueba de fuego a la normativización democrática que nuevamente despuntaría con satisfacción.
Ennahda confirmó su cataclismo en el terreno político con un rotundo descalabro, que lo desplazaría a la oposición ante la coalición secular centrista Nidá Tunir que se haría con 85 escaños, estableciendo gobierno al pactar con el partido islamista al que finalmente le transfirió el Ministerio de Empleo. Subsiguientemente, se entraría en un intervalo contrastado por la volatilidad económica y sobre el apogeo del terrorismo yihadista que inquietaba con catapultar lo conseguido en las urnas.
Pero, una de las grandes interrogantes que aparecían como el único estado árabe que tras la Primavera Árabe canalizaba un proceso democrático con mayor o menor fortuna, era su suspicacia de transformarse en blanco perfecto para las argucias del terrorismo fundamentalista, por parte de quienes impugnaban las órbitas laicas por la que prosperaba el país.
Claro, que sustentaba este amago el asentado repunte del salafismo tras la revolución, y muy especialmente, la porosidad de unos límites fronterizos que además de admitir cualquier prototipo de operaciones ilícitas, auspiciaba el ingenio de células yihadistas que proliferaban al Sur y Este del territorio.
La decadencia de la vecina Libia, o la inseguridad de una Argelia enfrascada en un arquetipo económico obsoleto fundamentado en la sujeción de los hidrocarburos y la siempre crispada extensión del Sahel, hacían que la Túnez posrevolucionaria quedase postergada en una maraña regional desfavorable y poco adecuada para cualquier rastro de desarrollo.
La conjunción de estas variables tuvo efectos desastrosos para la seguridad de la República Tunecina. En primer lugar y en el interior, de entre los bandos radicales que se generaron tras la revolución sobresalió la organización salafista yihadista de Ansar Al-Sharia, que abogaba por la aplicación estricta de la ley islámica y que se vio beneficiada tanto por la amnistía de los presos islamistas como por las políticas de inclusión del gobierno.
Esta milicia comenzó a captar partidarios merced a una efectiva y moderna táctica de comunicación, vertebrada en la ocupación de sitios públicos como cientos de mezquitas o morabitos y la suplantación de la tarea estatal en aquellas parcelas en las que el estado le era inviable ofrecer determinados servicios de modo eficaz.
Emparentada a su homónima en Libia y a Al Qaeda en el Magreb Islámico, AQMI, fue declarada organización terrorista por el gobierno en 2013, exigiendo a sus componentes la práctica encubierta para evitar el seguimiento por parte del Estado. A la formación de Ansar Al-Sharia ha de ensamblarse la fatal disyuntiva de que Túnez, a pesar de su pequeña población, es el territorio que mayor cantidad de ‘foreing fighters’, esto es, combatientes extranjeros enviados a las filas del Estado Islámico.
Junto a lo anterior, existe la certeza de la presencia de luchadores tunecinos enrolados en los conflictos de Argelia, Libia, Afganistán, Yemen o Malí. Mismamente, otra secuela perjudicial de la permeabilidad fronteriza y enraizamiento fundamentalista, hace alusión a la penetración del autodenominado Estado Islámico, que en su día se adjudicó la autoría de tres importantes atentados ocurridos, como el acontecido en el Museo del Bardo, otro en un hotel perteneciente a una cadena española y el tercero, en una avenida principal de la capital, cuyo designio no era ni mucho menos el turismo, sino un autobús que trasladaba a miembros de la Guardia de Seguridad Nacional Tunecina.
El combinado de inestabilidad política y la carencia de seguridad, no hizo sino que conducir a la perpetuación de los inconvenientes económicos con los que Túnez capoteaba desde que dejó atrás la dictadura.
A resultas de todo ello, los atentados y agresiones de 2015 conquistaron la premisa de socavar uno de los dinamismos económicos de más entidad en Túnez, el turismo desbocado, porque simboliza indirectamente el 15% del PIB y unos 473.000 empleos, cayendo un 25% con respecto a 2014 y una proporción algo superior si se confronta con los niveles de 2010.
Más adelante, la instancia en hoteles se comprimió a la mitad y decenas de ellos han debido de cerrar a cal y canto, al igual que los cruceros que por entonces acostumbraban a aportar cientos de miles de visitantes al año, permanecen sin regresar a las costas tunecinas tras lo acaecido en el Museo Nacional del Bardo.
Y como no podía ser de otra manera, el PIB bajó un 0,7% en la segunda mitad de 2015 y su evolución acompasada apenas es inapreciable, situándose en torno al 1%. Además, la demanda de empleo va en crecimiento sin bajar del 15%, siendo principalmente calamitoso en las franjas más rurales y entre la población joven. En algunos sectores el paro pasa factura con el 50% y las mujeres son las más perjudicadas por la falta de trabajo.
El porcentaje de varones universitarios sin expectativas de futuro corresponde al 20%, guarismo que toma cuerpo hasta el 40% en el caso de las mujeres graduadas. Otro signo poco tranquilizador es la creciente inflación, que si bien había descendido desde 2014, está advirtiendo una vertiginosa subida, siendo especialmente considerable en el importe de los alimentos.
En resumen, el escenario económico no difiere mucho de aquel que indujo el estallido de la Revolución de los Jazmines, allanando el camino para la democracia multipartidista, lo que ha hecho que las protestas y movilizaciones se sigan perpetuando con incidencia diferenciada en las demarcaciones más necesitadas del país. El fiasco, unido a la insatisfacción social con el gobierno, la ausencia de perspectivas y la precariedad continúan candentes en Túnez.
Sin inmiscuir de lo expuesto, el paradigma de la similitud con aquel final de 2010 fue el suicidio por electrocución de un joven en unas protestas en la ciudad de Kaserín, no muy lejos de donde se quemó a lo bonzo el vendedor ambulante de frutas Mohamed Buazizi (1984-2011), episodio que quedó como un punto de inflexión en la génesis de la Revolución Tunecina.
A tenor de lo dicho, es inexcusable revertir el contexto económico desfavorable para defender la consolidación de la transición, para lo que se antoja imperioso, al igual que el retorno del turismo, la reactivación de la economía en las áreas más desalentadas, la reducción de la economía sumergida y el contrabando, que significa alrededor del 40% de la actividad económica y la contención de la pesada corrupción que todavía existe en el país.
La ayuda internacional se presiente crucial en la mejora del curso en Túnez.
Sabedor de la trascendencia que aglutina no solo para la nación, sino para la región mediterránea que el proyecto tunecino salga adelante, tanto la Unión Europea cuya cooperación es mejorable, como Estados Unidos han dedicado cientos de millones de dólares, a lo que se engarza un crédito de 2.800 millones de euros del Fondo Monetario Internacional, y otro por valor de 5.000 millones de dólares del Banco Mundial.
Con sus debilidades y fortalezas, la transición tunecina confirma poseer el vigor suficiente para salir victoriosa de las imprecisiones que han estampado un acceso que se prevé amplio y espinoso. En su resultar democrático, Túnez habrá de avanzar de modo escalonado hacia una gobernanza más vigorosa y universal, para lo cual, tendrá que enfrentar cuantiosos desafíos que pueden lastrar su progresión.
En la esfera institucional es imprescindible una innovación de las diversas instituciones estatales que aún soportan un acentuado legado de la etapa dictatorial, como el Ministerio del Interior, con su burocracia desproporcionada, oscura y aferrada en las pericias del régimen precedente; o la policía, a la que se le tacha de ineficaz y descomedidamente implacable en su accionar. Del mismo modo, en aras de conseguir una sociedad más igualitaria e inclusiva, se estima beneficioso mejorar el recinto de la educación y los derechos civiles. Y a más corto plazo, la seguridad ha de convertirse en una palanca de obligado cumplimiento.
A ello han de añadirse la modernización de las Fuerzas Armadas, la inspección objetiva de las fronteras, la pugna contra la radicalización islámica y el refuerzo de la inteligencia, deben ser materias subrayadas en la agenda.
En consecuencia, si a lo largo de los últimos trechos las protestas se han erigido en un ingrediente repetido de la vida pública, Túnez transita con pies de plomo hacia la democracia, no sin altibajos, siendo un claro ejemplo de esta lucha y del logro de pequeños atisbos hacia las libertades básicas.
Tampoco es menos cierto, que la transición tunecina cabecea y su régimen político se agrieta económica y políticamente. Toda vez, que no se trata de un punto de no retorno conciso, porque no se observan certezas sobre lo que está por llegar.
Años más tarde, la fórmula política nacida de la Carta Magna de 2014 revela serias anomalías y no está íntegramente incrustada. El conjunto poblacional tunecino afronta con sorpresa la falta de mejorías materiales tras diversos años de alzamientos, la configuración económica sigue inactiva y la clase política no es vista como una alternativa competente para encarar las contrariedades que subyacen.
A día de hoy las tendencias en clave nacional e internacional podrían precipitar el lastre hacia el continuismo preceptivo que no tiene un punto cardinal definido, o un salto atrás que en el fondo perseguiría interceptar con mano dura cada una de las movilizaciones y modular el secularismo; o tal vez, otra Primavera Árabe que rediseñase las reglas de juego.
Por lo demás, la cordura y aplicación de los dirigentes tunecinos, más la responsabilidad cogida de la mano del compromiso y sensatez de la sociedad que no ceja en sus propósitos y la solidaridad internacional, se antojan fundamentales en el acontecer más próximo, cuya transición prosigue renqueante y con demasiados cabos por afianzar, pero cuyos méritos son incontestables y deberían ser inexorables.
Su superación valdría de faro al que enfocar para un territorio falto de menciones solventes y con ambición de democracia y estabilidad. Es por ello, que el fogonazo de la transición que en el ayer centelleó, aunque leve, no ha de disiparse, pues de avivarse está citado a inspirar la travesía de otras rutas democráticas en las cunas árabes.
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