SIN necesidad de caer en catastrofismos, hemos de reconocer serenamente que, a pesar de los indudables progresos alcanzados por la humanidad, aún quedan fondos tenebrosos de maldad en amplios sectores de nuestro mundo contemporáneo y charcos encenagados en rincones oscuros de nuestra sociedad avanzada. Es cierto que la humanidad, globalmente considerada, ha progresado de manera ininterrumpida en los ámbitos científico, técnico, económico, sociológico, jurídico e, incluso, moral. A pesar de los graves problemas que padecemos en la actualidad, una consideración histórica desapasionada pone de manifiesto que hemos superado trágicas situaciones de mortandad, de enfermedad, de esclavitud, de injusticias y de guerras. También podemos constatar cómo, en muchas partes de nuestro mundo, gracias al progresivo imperio del Derecho, las relaciones sociales son más justas y más equitativas las reglas económicas. De manera progresiva -y, a veces a costa de sangre y de vidas- se va extendiendo la democracia apoyada en la valoración real de los ideales de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad.
Pero este reconocimiento de los progresos logrados no debería impedirnos considerar el abandono y el menosprecio de unos valores éticos que son imprescindibles para el logro de una vida individual más digna y de una convivencia social más justa. Debería llamarnos la atención, por ejemplo, la reticencia de muchos intelectuales para abordar los temas relacionados con las virtudes morales y la escasez en los medios de comunicación de unas críticas serias sobre la proliferación de vicios éticos tan mortíferos como el odio, la envidia, la maledicencia, la calumnia, la avaricia o el orgullo.
Nos da la impresión de que denunciar la maldad que encierran algunos comportamientos depravados de personajes públicos puede sonar a consideraciones moralizantes y a sermones de piadosos predicadores, pero el hecho cierto es que, en el fondo de esas acciones que devastan la naturaleza, en las raíces ocultas de las injusticias sociales, de la siniestralidad laboral, de las calumnias con las que tratan de argumentar algunos políticos, de las corrupciones administrativas y, por supuesto, en las guerras internacionales, late un profundo vacío de esas virtudes que constituyen los cimientos de la integridad personal, y palpita la ausencia de esos valores que proporcionan cohesión a la estructura de las relaciones sociales y que han de guiar las decisiones y los comportamientos políticos por los senderos de la racionalidad.
Nos resulta fácil admitir el "mal de la naturaleza" e, incluso, tenemos cierta propensión a concederle una influencia determinante pero, por el contrario, constatamos una sorprendente resistencia a reconocer que, en muchos rincones de nuestra sociedad y en capas profundas de nuestras entrañas personales, se agolpan montones de podredumbre y depósitos siniestros de maldad, ese veneno mortal que, inoculado en las arterias de este organismo inhumano, malea las relaciones internacionales entre los pueblos y provoca altercados políticos entre los partidos. La mayoría de los problemas graves que, en estos momentos, tiene planteados nuestra sociedad exige que revisemos unos valores morales que, de hecho, deberían fundamentar los objetivos que los partidos pretenden alcanzar e, incluso, las estrategias que emplean en sus actividades. Al lamentarnos del triste espectáculo que nos ofrecen algunos políticos no nos sirven los calificativos con los que valoramos los efectos devastadores de los fenómenos atmosféricos porque, en aquellos casos, se trata de acciones humanas voluntarias, perpetradas por unos hombres dedicados a la destrucción de otros.
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