Opinión

La insurrección en el corazón de la democracia estadounidense

Si bien, podría dar la sensación que lo expuesto en estas líneas no encaja con los Estados Unidos del siglo XXI, al atesorar siglos de historia y la distinción de alumbrar a la mayor potencia mundial de la última centuria, lo acontecido el pasado día 6 de enero forma parte de uno de los episodios más oscuros e inverosímiles y que no tiene precedentes en su memoria democrática, en un intento de boicotear la ratificación de la elección de Joseph Robinette Biden Jr., más conocido Joe Biden (1942-77 años), como Presidente electo.

Contemplando sorprendentemente cualesquiera de las imágenes injustificables con agitadores invadiendo el templo de la democracia americana; o asaltando los despachos de los legisladores; o, tal vez, retando a la seguridad interna, podrían relacionarse a un estado fallido o en plena desintegración; pero, ciertamente, aquello se desencadenaba en quien por lógicas se supone es el protector y garante de las libertades y derechos.

Sin duda, en un escenario de máxima tensión política con características arduamente antidemocráticas, es la consecuencia demoledora de cuatro años de sistemática complicidad del magnate populista Donald Trump (1946-74 años), enarbolando la polarización en las entrañas de la sociedad americana, hasta rociar con gasolina las raíces de la convivencia ciudadana. Cabe recordar, que la Administración estadounidense se cimienta en una anatomía presidencial y federal, donde su fórmula de dirección es conocida como democracia presidencialista, porque prevalece un Presidente y su nombramiento es indirecto por compromisarios o electores.

Y, es que, desde hace más de doscientos años (4/VII/1776), fecha memorable de la Declaración de Independencia y poco después la Constitución Federal más vieja del mundo, Estados Unidos pasaría a ser la gran democracia de Occidente. O lo que es igual: la sostenedora del poder emanado del pueblo, que ni la legitimidad, igualdad y fraternidad de la Revolución Francesa (5-V-1789/9-XI-1799) ha desmontado como símbolo universal de las libertades; amén, de la génesis de esta nación de naciones y la fábula del país de las vanidades.

En los trechos que vivimos y sumidos en la crisis epidemiológica del SARS-CoV-2, es difícil atar cabos que el Estado Federal que vota mediante elección directa a sus jueces, o a sus fiscales, aún no haya reformado su Carta Magna para imposibilitar que al menos, unos 400 millones de armas de fuego aproximadamente, dirijan sus cañones de Norte a Sur y de Este a Oeste; o continúe conservando un sistema electoral que entorpece considerablemente el derecho al voto; o que el recuento no se genere en tiempo real como sucede en sistemas democráticos visiblemente más jóvenes.

A todo ello ha de añadirse, la controversia sin ningún elemento fundado de los resultados electorales y de las instituciones democráticas de Trump, que han inducido como queda probado, a una terrible colisión de placas tectónicas en el estrato poblacional americano. Porque, no sólo hay que detenerse en los radicales que irrumpieron en el arco parlamentario, sino en los ciudadanos que, sin alcanzar similares extremos, han quedado huérfanos en la fe de la democracia.

“Con la premisa de apartar el virus lesivo que ha pulverizado los valores democráticos, al estar en manos de un empresario negacionista y caricaturesco, lo que aquí se describe es el paradigma de la elocuencia y la falta de liderazgo internacional”

Con estos mimbres, la economía más grande del planeta en términos nominales, cuya abreviatura en inglés es US y en español EE. UU., oficialmente los Estados Unidos de América, tiene por delante una fragosa tarea de reconstrucción nacional, con la premisa de apartar el virus lesivo que ha pulverizado los valores democráticos, al estar en manos de un empresario negacionista y caricaturesco que, hoy por hoy, no deja de reproducir el paradigma de la elocuencia y la falta de liderazgo internacional.

La diplomacia de Trump de contradecir y objetar la realidad, como la de amilanar a los congresistas y hostigar a la prensa unida al poder de las redes sociales y la interminable transferencia de poderes, han creado el caldo de cultivo perfecto para la sublevación en el Capitolio. Recuérdese al respecto, que el 20 de enero de 2017, en su alocución de toma de posesión expuso literalmente que había “una carnicería americana”.

En estos cuatro años de desconcierto, confusión, despotismo, depravación e intimidación, con el incidente reciente en las postrimerías de su mandato y estimado inédito desde que un ejército extranjero que defendía al rey Jorge III de Gran Bretaña lo asaltara el 24/VIII/1814, han hecho realidad aquellas palabras iniciales que dejaron estupefactos, incluso a los mismísimos republicanos.

Trump, no vaciló en dibujar un territorio tenebroso cargado de violencia, anarquía y caos al señalar: “la carnicería americana termina aquí y ahora”. Acto seguido del discurso, el expresidente republicano George Walker Bush (1946-74 años) afirmó: “That was some weird shit”, algo así como: “esto ha sido una mierda muy rara”.

Unas horas más tarde de hacerse con la presidencia, ocurrió algo que presagiaba lo que estaría por llegar: el mandatario y su portavoz exsecretario de Prensa de la Casa Blanca, Sean Michael Spicer (1971-49 años), aseveraron que aquel acontecimiento congregó al gentío más grande de los acreditados; aunque las referencias facilitadas por la policía de Washington justificaba que había rondado entre las menos multitudinarias de las últimas décadas. De hecho, el récord de asistencia lo continúa ostentando desde 2009 el expresidente Barack Obama (1961-59 años).

El debate en sí, apenas tenía relevancia: el número de asistentes reunidos en el Capitolio no es ni mucho menos una representación puntual del apoyo al nuevo Presidente, al no conllevar ninguna repercusión práctica y es tradicional que los gobernantes demócratas disfruten de más asistencia en dichos eventos, porque en Washington la balanza del voto se inclina mayoritariamente a esta fuerza política.

“Trump, ha culminado su empeño incitando a la insurrección y escondiendo sin paliativos a unos autores específicos: primero, el presidente como promotor político; segundo, los amotinados; y, tercero, la complicidad policial, con más de dos horas de demora para enviar refuerzos”

Lo significativo es lo que Trump y sus leales destapaban con desparpajo: estaban preparados para problematizar e impugnar el entorno real, circunscribiendo la pormenorización más insignificante con acometividad, aun existiendo pruebas explícitas. Del mismo modo, ratificaron que por estar en la Casa Blanca no variaba la táctica de arremeter con dureza el ámbito periodístico. Transcurridos los años, Spicer, como otros tantos republicanos, manifestaría que lamentaba las palabras proferidas.

Curiosamente, Lesley Rene Stahl (1941-79 años), periodista estadounidense del programa ’60 Minutes de la CBS News’, refirió lo que le apuntó Trump como aspirante a la presidencia, cuando ésta le consultó el motivo de los agravios y desprecios habituales a los corresponsales, e instigaba en Twitter y en sus mítines a sus seguidores a desaprobarlos. A lo que Trump argumentó sarcásticamente: “¿Sabes por qué lo hago? Para desacreditaros y denigraros a todos, para que cuando escribáis historias negativas sobre mí, nadie os crea”.

Entre tanto, Trump recompensaba a los periodistas que lo salvaguardaban y pretendían demostrar sus movimientos estratégicos, como los afines al canal de noticias ‘Fox News’. Al menos, hasta que en noviembre del año pasado sus cronistas y algunos locutores, previnieron sin reparos las falacias y sostuvieron su derecho de mostrar la verdad y nada más que la verdad: Trump, había perdido estrepitosamente en las urnas y sus imputaciones de simulación y chantaje no se cimentaban en inventivas concretas con elementos fehacientes.

Es sabido, que ‘Twitter’ y ‘Facebook’ los acomodaba como armas arrojadizas, para alentar, propagar bulos e incitar a la cacería de su gobierno o de la oposición, o la prensa que se interpusiera en su camino. Hasta ahora, estas plataformas le consentían vulnerar sus máximas en una etapa postpresidencial, sin cancelárselas por su estatus de líder del Gobierno; pero, actualmente, se ha adoptado una decisión inaudita: acordar el bloqueo de sus cuentas.

Estos dos artificios de desnaturalizar lo más intrascendente a lo preponderante y abochornar a la prensa independiente, han allanado el terreno con éxito; pero, no serían lo bastantes, sin otra artimaña calificada de crucial y que se ha desplegado hasta casi el cumplimiento de sus días como Presidente: el sostén diligente o estático de los republicanos en el Senado y la Cámara de Representantes; inclusive, lo más detractores y escandalizados con sus funciones.

Sin ir más lejos, en Estados Unidos los partidos difícilmente comprenden estructuras: la entidad republicana, al unísono que la demócrata, es una malla de partidarios y donantes con escasas obligaciones, y más allá de configurar la Convención que designa al postulante cada cuatro años. Es más, sus integrantes poseen libertad de voto en el Congreso y ganan atractivo electoral en reafirmarse como sujetos en un país heterogéneo y espacioso, donde cada senador y congresista encarna a los ciudadanos de pensamientos e intereses cambiantes.

Remontándonos al año 2016, cuando Trump ya era pretendiente a la Casa Blanca, no tuvo la horquilla necesaria de la mayoría de los republicanos. Una semanas antes de las elecciones, todavía se deliberaban las candidaturas para tratar de desbancar al aspirante que, por doquier, calumniaba a quién lo desafiase en sus impresiones. Sin inmiscuirse, los escándalos agolpados, como la grabación en la que fantaseaba al pie de la letra de “agarrar por el coño” a las mujeres; además, de las insinuaciones de acoso sexual de más de una veintena de afectadas.

Tampoco ha de soslayarse, que numerosos parlamentarios le han reprochado en público sus astucias y amaños; pero su proceder más común ha sido el de callar con el pretexto de no oír los comentarios, o quitarle trascendencia a sus operaciones. En estas semanas de denuncias inconsistentes de robo electoral, y en la que los procuradores no han presentado ninguna evidencia ante los juzgados, ha conllevado que algunos republicanos acabasen tirando la toalla.

Los sumarios más sugerentes atañen a las ocupaciones menos pujantes, como el Secretario de Estado de Georgia, que decidió abandonar ante el ultimátum desafiante de Trump, proponiéndole que invirtiera la resolución de las elecciones presidenciales en este enclave decisivo. Fijémonos en Willard Mitt Romney (1947-73 años), Gobernador del Estado de Massachusetts y candidato republicano de 2012, único senador que hace un año votó a favor del ‘impeachment’, se convirtió en uno de los pocos que reiteradamente anunció lo que valora como atropello y abuso.

Trump, ha culminado su empeño incitando a la insurrección de una turba de adherentes que traspasó el perímetro violentando las dos Cámaras del Congreso, escondiendo sin paliativos a unos autores específicos: primero, el presidente como promotor político; segundo, los amotinados; y, tercero, la complicidad policial, con más de dos horas de demora para enviar refuerzos.

Si el Capitolio se erigió en uno de los objetivos principales de los atentados terroristas del 11/IX/2001, y el avión que tenía la encomienda de pulverizarlo al ser embestido se desplomó en un campo de Pensilvania, no olvidemos que su arquitectura aglutina unas medidas de seguridad tan adecuadas para quien normalmente está en guerra.

Por lo que resulta susceptible, que alguien de buenas a primeras penetre en una sesión conjunta de las dos Cámaras. De lo que se desprende, que Trump ha consumado su enloquecimiento despótico hasta fracturar la cadena sagrada de la transmisión pacífica del poder, preservado desde el siglo XVIII.

Fueron milésimas de segundos, pero el suceso se tornó en emblema del vandalismo: un hombre ataviado de bisonte, sin camiseta y un gorro con cuernos, súbitamente presidió el Senado puño en alto y en medio del desorden. Esta rocambolesca secuenciación la realizó Jake Angeli (1988-33 años), activista de extrema derecha y componente del movimiento de teorías de la conspiración ‘Qnon’, que se hace llamar en su canal de YouTube ‘Yellowstone Wolf’.

Su estancia fugaz en el Capitolio se hizo viral en las redes y puso en entredicho a miles de personas, interpelándose atónitos de dónde surgía este individuo, que a capa y espada preconiza la efectividad de un hipotético sistema de pornografía infantil y tráfico sexual de menores conducido por los demócratas.

Ciñéndome en los hechos concretos con la propuesta de entorpecer el conteo de las boletas del Colegio Electoral y certificar la victoria de Biden: abrumados en la pared del salón oval del Capitolio, dos jóvenes se rociaban agua por la cara, a la vez que se cambiaban de vestimenta: “¡Estamos salvando a los Estados Unidos!”, profería uno de los exaltados. Con anterioridad, en uno de los difusos y angostos recovecos del edificio, competía un enjambre que incitaba al resto frente a los dos cordones policiales.

El primero de ellos, fracasando en su tentativa, pulverizó con gas pimienta a los alborotadores; mientras, el segundo, permanecía en alerta aferrado a sus rifles. Era tal el apremio de los manifestantes, que los agentes quedaron a merced y extralimitados en número, posiblemente, para evitar peores consecuencias optaron por replegarse.

De esta manera, sin obstáculos y en poco más de una hora, los rebeldes se desplazaron por las oficinas y salas conjuntas del Capitolio. Por vez primera, la Sede Legislativa era abordada por sus conciudadanos.

Hacia las 14:00 horas, miles de conjurados a la causa de Trump y agrupados esa misma mañana ante el obelisco de Washington, abordaron las escalinatas del Capitolio: tenían muy frescas las palabras que en directo había condenado sin fundamentos la estafa, y que aparentemente lo animaba a dejar la Casa Blanca para facilitar a los demócratas el control del Congreso y el Senado.

Ninguno de los allí concurrentes desconfiaba de sus arengas: las pancartas eran a cada cual lo más surrealistas: “No queremos que nos roben la libertad”; o las muestras del presidente electo Biden ridiculizado con la caricatura de Stalin; o la reivindicación de la ‘Ley marcial’; o el procesamiento por traición de la cadena televisiva ‘CNN’.

Toda vez, que los adeptos que seguían y no cuestionaban a su líder, lo hicieron disfrazados, vociferando frases en alusión a Trump y contra los demócratas; e incluso el ‘establishment republicano’ o grupos más pequeños de hombres corpulentos provistos con indumentaria militar, se apelotonaban y conversaban confabulados.

Conforme los acontecimientos se desembocaron, el primer cordón policial no aguantó más de media hora. En los escalones contiguos al andamiaje colocado a efectos del estreno de Biden en la presidencia, los agentes encaramaban uno a uno a sus compañeros maltrechos. La falta de gases lacrimógenos y la penuria de personal, ayudaron que la tensión de los asaltantes fuese por instantes insostenible.

Entre múltiples exaltaciones y arrebatos, escasamente una docena de policías aseguraban puertas y ventanas que inmediatamente tenían los cristales rotos, quedando a disposición de los azuzados para que velozmente se adentrasen en la superficie de acceso al Capitolio y trepar muros de hasta ocho metros.

Inicialmente, los insurrectos se movieron en bloque y no sabían dónde confluían, pero según prosperaban éstos en su avance, irían descubriendo la complejidad laberíntica del edificio.

Tras la retirada de los controles policiales internos los intrusos transitaron a sus anchas. Ejemplo de ello son las fotos realizadas posando con la estatua de James Madison, uno de los padres fundadores de Estados Unidos que luchó por la independencia y que inspiró la Constitución que asienta la estructura y división de poderes.

Entre los requerimientos de los insurgentes subyace la demanda libertaria y los poderes, un sentimiento que continuamente ha predominado en un país cimentado en los derechos individuales por encima de los colectivos. Conjuntamente, permanecía un convencimiento fijo construido en el imaginario con la propagación de comunicados virales e ideológicos, que por los sucesos acaecidos y analizados desde distintos enfoques, deambularon por internet.

Excedidos por las circunstancias excepcionales, con los sublevados sentados en el estrado del Senado y otros desmantelando la puerta de la Presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Patricia Pelosi (1940-80 años), la más odiada por Trump y sus incondicionales, la policía se demoró más de 45 minutos para reorganizarse.

Previamente a la evacuación del Capitolio y en una de las habitaciones colindantes a los pasillos, yacía ensangrentada una mujer ceñida con una bandera respaldando a Trump. Pocos minutos distaron desde el disparo recibido por un agente, en su intentona por salvar una valla. Poco después, se conocía su defunción junto a otras cuatro personas, entre ellas un policía, que fallecieron como resultado de las emergencias médicas; al mismo tiempo, que catorce heridos del Departamento de Seguridad Nacional y cincuenta y dos detenidos, confirmaban un trágico balance.

Realmente, los participantes se limitaron a insistir en la tesis del fraude electoral que introspectivamente habían digerido en los últimos meses, incitados desde el púlpito más potente: la Presidencia. Pero, siquiera, quedaba un último conato, en esta ocasión por el lado oeste: menores de edad contemplaban a padres exacerbados que sin pausa vociferaban, reforzando a sus camaradas reconvertidos en catapultas de piedras.

En un abrir y cerrar de ojos, se desató el asalto definitivo con más de un centenar de policías desplegados, mientras detonaban las bombas lacrimógenas. Llegaba así a su punto y final, la liberación del Capitolio por una muchedumbre delirante con ADN ‘trumpista’: paladines del populismo más radical y claramente antidemocrático.

En consecuencia, el levantamiento de los intransigentes de Trump es la guinda del pastel que pone contra las cuerdas la democracia estadounidense, fruto de una retórica avivada con ilusorios reproches de un sufragio falseado, que implica una demostración estridente de orgullo por parte de los movimientos marginales y sus adictos, mostrando a todas luces que Estados Unidos, ‘el todopoderoso’, se ha transformado en un actor deleznable, quebradizo y frágil.

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