Son el gran poder de una sociedad, las instituciones. Si bien, son igualmente el más ansiado objeto de deseo político en su control y, por ello, en la gestión de sus recursos. Esto, siendo legítimo, cae en ocasiones en el desbarre y se aleja en parte del verdadero sentido y utilidad de ellas, el servicio público, en beneficio del color partidario que las domine.
De las instituciones parte en buena medida el relato común de una sociedad: la panoplia de elementos comunes y compartidos por ello del conjunto de ciudadanos que deben aspirar siempre a constituir una sola comunidad preñada de matices y diversidad que la enriquecen, pero cimentada y cohesionada en sus paredes. Cimentada y cohesionada por todo lo que une y constituye las señas de identidad, valores y aspiraciones en el porvenir.
Y esto sigue siendo una asignatura pendiente. Sigue habiendo tal profusión y ahínco en dividir, polarizar, al conjunto de la ciudadanía que, aunque la vida y su realidad se sobreponen, difícilmente ese relato común no pasa realmente del prefacio. Y ese prefacio, incluso, continua siendo de discordia. Las piedras antiguas solo son motivo de admiración, disfrute o nostalgia, pero exánimes al no ser reflejo de una historia ciertamente compartida y menos de un porvenir puesto en conjunto.
Ni unos por ganar, independientemente de la magnitud definitoria y el camino trazado hacia ella, ni otros por perder, pueden evadirse de buscar puntos de encuentro, encerrarse en el papel determinado. La victoria no exime de la obligación hacia la generalidad, por el contrario la eleva sustancialmente, tampoco la derrota.
Muchas personas con derecho a sufragio, por una u otra circunstancia, ni votaron ni seguramente votarán. La bipolaridad, los dos bandos, facilita ese desistimiento, pero no sólo. La imposición y actitud, sea del ganador o del perdedor, visto lo visto, excluye un número excesivamente grueso de gente que queda perpleja y como simple espectador de una contienda que traspasa cualquier cita electoral, lo demás son las matemáticas de la Ley D’Hont. Ahí, especialmente ahí, es donde el peso y valor de las instituciones debe hacerse notar e imponer el bien general.
La responsabilidad no se pierde ni debe medirse por la fortaleza de los votos o por su debilidad. La memoria es el corazón del relato común de una sociedad, pero su razón se articula en el presente y que trace un camino de futuro. Un futuro, que también, a nadie pertenece y a todos al mismo tiempo. Ahí radica el esfuerzo de ganadores y perdedores.
Más allá de los vítores por el triunfo, cuando se haya dado o dé, o el silencio atronador del fracaso, además de las zonas de sombra, la realidad avanza inexorable y en sus alforjas, los problemas de cada día, de cada sala de estar, de cada esperanza frustrada. Más que nunca, el gran poder de la sociedad, que son las instituciones, puede o deberían poder ser la inspiración de la fuerza ciudadana ante la incertidumbre de los tiempos que se viven y, seguramente, se vivirán. Por ello, el relato, si es común, moverá emociones y sentimientos y, así, las acciones en su conjunto, sin resentimientos.
No suele ser sencillo aquello que es estructural y se consigue. Lo valioso y realmente duradero, conlleva esfuerzo y no pocas dosis de renuncia.
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