Nadie abandona voluntariamente la tierra en la que nació, su familia, sus amigos y su entorno si no es porque sus expectativas de disfrutar de una vida más o menos digna en dicho lugar es prácticamente imposible. Esto es más evidente si, para lograrlo, es necesario emprender una aventura de muy incierto pronóstico, atravesar prácticamente un continente a pie, en auto-stop o pagando abusivas tarifas de transporte clandestino y llegar desde el lugar en el que se vive a las costas noroccidentales o septentrionales de África; una vez allí, empeñar todo el dinero que se haya podido reunir y afrontar una travesía marítima en precarias condiciones para tentar la suerte de no ser repatriado y obtener, con el tiempo, algún trabajo que le permita sentirse humanamente confortado.
La emigración, se mire como se mire, es una tragedia personal para los individuos que se ven obligados a realizarla y colectiva para su familia y el país del que proceden o desde el que emigran.
Hace unos años, entre el 2013 y el 2014, quiso mi devenir profesional que recalara durante diez meses en la República de Guinea, concretamente en su capital, Conakry, para servir como asesor del presidente de la República en la Reforma del Sector de Seguridad de aquel singular país.
Durante esos diez meses fui testigo, en no pocas ocasiones, del drama que representaba para los guineanos el constante goteo de jóvenes y en alguna ocasión no tan jóvenes, que dejados llevar por las noticias que seguían a través de sus teléfonos móviles (recursos tenían pocos pero el teléfono móvil era considerado como un bien de primera necesidad) emprendían la emigración hacia Europa de mil y una maneras; desde el viaje a pie, el auto-stop o el uso de transportes terrestres clandestinos, hasta la descabellada infiltración en los trenes de aterrizaje de los aviones estacionados en el aeropuerto de Conakry, con trágicas consecuencias en muchas ocasiones. La desesperación hacía descartar cualquier análisis de riesgo mínimamente riguroso.
En realidad no había gran cosa que hacer, más que ver salir el sol, buscarse la vida durante el día para ver qué se podía apañar para sobrevivir y esperar a que llegase la noche para dormir. En esas condiciones, la emigración era una opción atractiva para muchos jóvenes.
Por su parte, para las autoridades, la emigración era la responsable de que la situación económica del país fuera la que era. Ellos decían: “Si los jóvenes se marchan, nunca habrá fuerza laboral para tirar del país hacia delante y si no se tira del país hacia delante, nunca habrá aliciente para que los jóvenes no se marchen”. Se esforzaban, a través de los medios de comunicación social, para desmotivar a los jóvenes en sus sueños migratorios pero, evidentemente, con poco éxito. Ellos (los políticos) me decían: “nos tenéis que ayudar en esto”.
Tras mi regreso a España, pensé que sería importante vincular nuestros esfuerzos en cooperación internacional al desarrollo, que no son pocos, con la prevención de los flujos migratorios, con tan catastróficos resultados en demasiadas ocasiones. Para ello sería bueno, en mi opinión, orientar nuestras prioridades en cooperación hacia los países que en peores situaciones se encuentran desde el punto de vista de expectativas de subsistencia para la población y que, en consecuencia, son más proclives a la generación de movimientos migratorios indiscriminados.
Preguntado el Gobierno, por vía parlamentaria, sobre este particular, la respuesta, en junio del pasado año, fue que “desde la cooperación para el desarrollo y desde los objetivos que plantea la Agenda 2030, es posible impulsar nuevas miradas sobre las migraciones, poniendo el énfasis en el potencial impacto positivo de estos flujos humanos, en la garantía de los derechos de todas las personas y en la obligación última de no dejar a nadie atrás, incluidas las personas migrantes.”
Asumo el planteamiento pero no lo comparto. No cooperar con la resolución de los problemas en los países de origen es cooperar implícitamente con los movimientos migratorios masivos y someter a miles de personas a las penalidades de verse potencialmente sometidos, a su vez, al abuso por parte de desaprensivos. Todo lo demás son juegos florales. Una vez aquí, si no se ha conseguido evitarles ese largo desplazamiento inhumano, todo el trato digno y humano del que seamos capaces, desde luego, pero creo que lo más digno y humano es que no se vean en la necesidad de abandonar la tierra en la que nacieron, su familia, sus amigos y su entorno debido a que las expectativas de disfrutar de una vida más o menos digna en dicho lugar es poco menos que imposible. Para ello, Cooperación al Desarrollo.
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