Vivimos en una época de turbulencia política, social y moral, proclive a la desconfianza, a la desesperación, a la desilusión, al populismo y al fanatismo. Y en esta tesitura la sociedad se pregunta si los gobernantes, a quienes el pueblo ha otorgado el maravilloso, yo diría sagrado poder de regir sus vidas, cumplen las promesas prometidas. Pero el peso de la duda se cierne sobre una población engañada al ver, con asombro e impotencia, cómo se han burlado de la confianza que la sociedad había depositado en ellos, cómo han quebrado sus expectativas y cómo han traicionado sus ilusiones y roto sus sueños. Entonces la confianza se vuelve decepción ante las barbaridades cometidas por esas personas que habíamos creído responsables, honestas y capaces de guiar nuestros pasos, y nuestras mentes se preguntan: ¿Qué se puede hacer ante tanta decepción social? ¿Quién va a subsanar el daño que han causado? ¿Podrá la sociedad perdonar alguna vez la hipocresía y la petulancia, la estulticia y la mediocridad, el engreimiento o la falsedad de quienes un día juraron cumplir con sus obligaciones y prometieron trabajar por los intereses del pueblo? De sobra sabemos que los discursos políticos durante el periodo de elecciones son pura fantasía, una realidad virtual, una simple quimera que no se suele cumplir, porque la mayoría de las veces priman los intereses particulares sobre los colectivos, y porque la mano negra de un poderoso señor llamado dinero, se lo impide, Hoy, los líderes políticos tienen muy difícil ejercer la justicia, la solidaridad y la honestidad, porque ese señor, tan influyente como caprichoso y tan injusto como deshonesto e insolidario, les pone trabas a la hora de ejercerlas.
En la actualidad, los gobernantes son simples marionetas manejadas al capricho de unos cuantos poderosos que no quieren que el mundo sea más justo y menos desigual. Afirmar que vivimos en un Estado de derecho no es más que un eufemismo, y decir que la justicia no es una utopía, es tan falso como decir que Putin y Netanyahu desean la paz, o que Trump y el recién elegido presidente argentino, Javier Milei, no son perturbados mentales ni xenófobos, capaces de cometer las mayores locuras, sin que el mundo sienta desprecio por lo que dicen y hacen. Los gobernantes nunca deberían comportarse como marionetas manejadas al antojo de los sátrapas del dinero que solo desean saciar sus lunáticas ansias de poder, en vez de satisfacer los intereses de la colectividad. Los líderes de los Gobiernos deben trabajar para quienes lo necesitan: para el colectivo que sufre las consecuencias de la rapiña desmesurada de esos poderosos despiadados, interesados por obtener pingües beneficios explotando al débil, sacándole la sangre y robándole lo poco que tiene mediante la estafa, el engaño o el desfalco desde sus despampanantes despachos. Pero trabajar para la colectividad no significa tener que arrodillarse ante ese poder prepotente y subyugador que impide al gobernante ser ecuánime, íntegro y generoso con los más desfavorecidos, sometidos de manera constante al terrible castigo de ver violados sus derechos sin poder enfrentarse a ese yugo que les oprime sin piedad ni tregua, porque es tan grande la influencia de esos poderosos, que es imposible luchar contra ellos, pues nunca dejan que se vean sus aviesas intenciones, ocultas siempre tras el falaz disfraz de ciudadanos probos y desprendidos, que pregonan sus obras para que no se dude de ellos.
Pero hoy, la gran mayoría de ciudadanos está cansada de luchar contra tanta mentira, tanta desidia y tanta hipocresía y tantas palabras incumplidas de gobernantes vanidosos y mendaces, innobles e irresponsables, que no desean una mejor calidad de vida ni un Estado de bienestar solidario y democrático para los ciudadanos, porque tienen las manos atadas por el Poder Fáctico, esas aves de rapiña que les impiden cumplir las promesas hechas al pueblo en las elecciones.
Por eso, cada vez que se convocan elecciones, me vienen a la mente las imágenes de las películas antiguas que proyectaban las cámaras del cinematógrafo, allá por los años veinte y treinta del pasado siglo. La ausencia de voz, la monótona y repetitiva música de las escenas que caracterizan cada uno de los fotogramas de las películas del Gordo y el Flaco, de Charlei Chaplin o Buster Keaton, y el movimiento y los gestos tan cómicos de estos personajes, hacen que estas cortas proyecciones resulten ridículas, aburridas y demasiado sentimentaloides, exactamente igual que resultan los mítines de la mayoría de los líderes políticos de nuestros días, quienes no hacen otra cosa que repetir la misma cantinela que a ellos les interesa que escuchemos. Y siempre es el mismo discurso hilarante y rayado, con el mismo soniquete y la misma música de fondo, la misma palabrería sensiblera e irrisoria, tediosa y vana, que promete el oro y el moro, pero no lo cumplen, porque saben que no será posible, ni siquiera cuando se instalen en sus poltronas, pues se lo impedirán esos buitres del poder. Sí, existe una cierta similitud entre los discursos electorales y estas películas. La imagen que transmiten es muy parecida. Fíjense, si no, en alguno de esos discursos cargados de promesas para pedir el voto. ¿No han tenido la impresión de haberlos escuchado anteriormente? Sí, son promesas repetitivas y ficticias, que se diluyen entre imágenes fugaces, palabras prosaicas y ampulosas y proyectos que motivan la risa, simples imágenes virtuales, adulteradas con ambigua verborrea y camufladas con sentimientos nobles, pero cargados de intenciones sesgadas, sin embargo, seguimos votándoles, a pesar de reconocer que mienten con descaro, frustran nuestras ilusiones y se burlan de nuestra generosidad. Una triste realidad de la que no podemos sustraernos ni evitarla, a pesar de la duda y la decepción que nos causan.
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