El Protectorado español de Marruecos se conformó como una composición jurídica sobre las demarcaciones del Sultanato de Marruecos, acorde a los acuerdos rubricados con la República Francesa el 27/XI/1912.
Ya con anterioridad a 1912, se habían ratificado dos convenios internacionales hispano-franceses de fecha 3/X/1904 y su complementario de 1/IX/1905, que asumían como designio aquilatar la influencia de España en varias áreas del territorio de Marruecos. No obstante, digamos que el Protectorado únicamente despuntó jurídicamente por medio del convenio franco-español confirmado el 27/XI/1912 y producto de la Conferencia de Algeciras (16-I-1906/7-IV-1906) que congregó a delegados venidos de Francia, España, Marruecos, Inglaterra, Alemania, Italia, Bélgica, Portugal, Rusia, Estados Unidos y el Imperio austro-húngaro,
Ni que decir tiene, que lo que allí se cuajó era el Acta de Algeciras (7/IVI/1906) que determinaba los principios de soberanía de Marruecos, como la unidad del Imperio Jerifiano y la libertad de comercio en la zona, pero definiendo la injerencia extranjera en forma de Protectorado sobre dicho territorio a cargo de Francia y España, que contraían el compromiso de lograr el pleno desenvolvimiento en el prisma político, económico, social y cultural para una vez alcanzado, retomar a su plena independencia. Pero el menester jurídico-político del Protectorado era enrevesado, como dificultoso fue su gobierno, ya que no se configuraba como una colonia, pero tampoco proyectaba convertirse en un dominio de soberanía como Ceuta o Melilla.
Hipotéticamente residía en forjar una administración incorporada a la existencia con la premisa explícitamente señalada en el convenio franco-español que decía al pie de la letra: “velar por la tranquilidad de dicha zona y prestar su asistencia al gobierno marroquí para la introducción de todas las reformas administrativas, económicas, financieras, judiciales y militares de que necesita”.
Lo cierto es, que por aquellos trechos, ante la falta de la hechura de un cuerpo de burócratas coloniales lo suficientemente entendidos, los militares españoles se mostraban como el componente humano más capacitado para ajustar la estructura administrativa del Protectorado. Algo que no ha de sorprender, al valorar el contexto de desgobierno y la movilización bélica en la que se hallaba el territorio.
Al mismo tiempo, España, desde los inicios del siglo XVIII había conservado el modo de que los gobiernos territoriales de sus dominios trasatlánticos fueran ejercitados por militares, al contemplárseles como los sujetos más dispuestos y experimentados para este cometido. Enfoque clarividente que se prolongó durante la gestión borbónica. Esta militarización del gobierno y la circunstancia de que los militares se conformasen como la punta de lanza de la elite social y política, también fue motivo, o quizás, más el resultado, de la astenia en la que se encontraba la administración civil.
Con todo, tampoco puede concretarse que la dirección del Protectorado recayese rigurosamente en el plano militar, aunque en ella se constata cierta preeminencia de la casuística militar, que se corrobora en el hecho de que la mayoría de los Altos Comisarios llevasen la impronta castrense y que la herramienta más reveladora del Protectorado, como fueron las Intervenciones, estuvieran ejecutadas por militares. Predisposición que se mantuvo en los años de gobierno de Francisco Franco (1892-1975), entre 1936 y 1956. A esta militarización gubernativa ha de sumarse el rearme social, ya que el foco más superlativo fueron los militares. Por ende, la pieza de este puzle, en principio, únicamente debía ser el mecanismo para implantar una maquinaria burocrática civil experta.
Por ello, el quehacer masivo de fuerzas españolas incumbía que fuese temporal, hasta la pacificación, pues el propósito debía transitar en el establecimiento de una fuerza militar marroquí sujeta al mando español. Algo que en su día aparejó el Real Decreto de fecha 27/II/1912. Amén, que se trataba de restablecer las fuerzas armadas subordinadas del Sultán, con el fin de encajar las reformas militares adecuadas de un ejército remozado, como elemento de protección del orden en la zona.
“Entre frustraciones aciagas y algunos éxitos, e incluso, intereses forjados y hechos de heroicidad difíciles de explicar, estas campañas arrastraron consigo el renacimiento de la moral bélica entre el apogeo del imperialismo y el corolario de cabilas satélites, con el rastro indiscutible del Alto Comisario como piedra angular de la política colonial española”
Evidentemente, con la moderación imprescindible, como para que esa fuerza no se volviera contra la potencia mediadora. Si bien, las fuerzas militares sobre el terreno obtuvieron con el paso del tiempo gran complejidad, pues junto a estas fuerzas peninsulares y el ejército del Sultán, surgieron otros grupos de soldados profesionales no imperiosamente españoles, como es el caso del Tercio de Extranjeros, o tropas marroquíes incluidas en el ejército español como los Regulares, o tropas marroquíes con mandos españoles, o mejor dicho, harcas, que progresivamente adquirieron mayor énfasis en las subsiguientes campañas.
Por consiguiente, el Gobierno que se estableció en el Protectorado llevaba aparejado los inconvenientes propios de la duplicidad de autoridades e intercalación y compatibilidad de ordenamientos reglamentarios múltiples. Combinación a la que se agregaba el poder religioso del que estaba conferido el soberano marroquí.
No ha de soslayarse de este escenario, que los ideales acreedores en los que se basaba el régimen del Protectorado, dieron lugar a la inapelable militarización de su gobierno y de gran parte de su administración, como derivación del estado de guerra que concurrió hasta 1927, y el lógico sino de preservar la influencia de la potencia patrocinadora y sus ejércitos.
Esta especie de ‘militarización’ tenía más que ver con el modus operandi del gobierno, que con la aplicación directa del derecho y la organización militar y ni mucho menos comportaría que se dejara de acatar el régimen de Protectorado.
Es más, este régimen se desenvolvió en términos de mayor circunspección que en la zona francesa y en todo momento puede decirse que las autoridades españolas estuvieron por la labor de hacer respetar las costumbres, la religión y los rasgos de lo que más tarde se convertiría en el avispero marroquí.
Ciñéndome estrictamente en la estampa del Alto Comisario como Jefe Militar, de acuerdo con el Tratado de 1912, el Protectorado iba a regirse por un Alto Comisario y Jalifa designado por el Sultán entre dos nombres presentados por el gobierno español. A título sucinto de reseña, el Jalifa elegido recayó en Mohammed Mehedi Uld Ben Ismael que vivía en Rabat, capital del Protectorado francés. Más adelante, el Jalifa que intervenía por encomienda del Sultán todos los poderes, comprendidos los de índole religioso, constituía su gobierno en diversos departamentos conjugados por un Gran Visir, procediendo por medio de disposiciones legales llamadas dahíres. Su estancia se encontraba en Tetuán y contaba con un consejo consultivo integrado por dos intermediarios de cada una de las cinco regiones.
Ahora bien, la instantánea del Alto Comisario se compuso en 1913 y en cierta manera a imagen de patrones coloniales extranjeros y estaba ayudado por distintas direcciones. Llámese los Asuntos Indígenas, Fomento y Hacienda, incumbiéndole a la par el mando militar unificado que imperó desde el Real Decreto de 27/II/1913. Este mando incurrió primeramente en el Comandante General de Ceuta, que recibió honores de Capitán General y de él iban a supeditarse las autoridades militares y consulares. Pero, para el proceder de este mando contaba con el apoyo expreso de un Gabinete militar. Pese a todo, el primer Alto Comisario de la zona de influencia en Marruecos, el General de División, Felipe Alfau Mendoza (1848-1937), reubicó su sede de Ceuta a Tetuán, localidad en la que permanecía el Jalifa. Los Comandantes Generales de las plazas de soberanía habían dependido directamente del Ministro del Ejército, pero en los comienzos del Protectorado, se convino que el Alto Comisario contrajera el mando del Ejército en el Norte de África. Eso sí, siempre que este deber lo cumpliera un General.
A este matiz, la condición de militares de los Altos Comisarios apenas tuvo claras excepciones, únicamente las correspondientes a Miguel Villanueva y Luís Silvela Casado (1923), Luciano López Ferré (1931), Juan Moles Ormella (1933 y 1936) y Manuel Rico Avello (1934).
Podría decirse que los desempeños militares del Alto Comisario se precisaron de modo poco preciso por la Real Orden del Ministerio del Ejército de 24/IV/1913. Atendiendo a esta disposición, le atañía abordar las líneas maestras de la ocupación, pero igualmente, se tanteaba que las peculiaridades de los territorios requerían autonomía de mando para los otros Comandantes Generales de Melilla y Larache, manteniendo éstos relación directa con el Ministro y la decisión en las operaciones, dando novedades al Alto Comisario, cuando así se considerase.
De la misma manera, los Comandantes Generales mantuvieron sus competencias de contratación, tal y como las desplegaban en principio, aunque se les aconsejaba que los géneros de consumo de las tropas se obtuviese de los mismos nativos, como procedimiento adecuado de proximidad con la urbe y de impulso económico de la región autóctona. A la postre, el 11/VII/1913, el Teniente General Francisco Gómez-Jordana y Sousa (1876-1944) fue nombrado Alto Comisario y General en Jefe de las Fuerzas de Ocupación, fórmula que perduró hasta 1918. Por aquel entonces, las Fuerzas se fraccionaron en la zona Oriental y Occidental, al mando de los Comandantes Generales de Ceuta y Melilla, quedando Larache bajo la dependencia militar del primero.
En base a lo anterior, dos Reales Decretos de fecha 25/I/1919 prescritos en interpretación del anterior Real Decreto de 1913 y del Reglamento del Protectorado de 1916, atribuyeron al Alto Comisario la inspección de las Fuerzas Armadas, no ya sólo en el Protectorado, sino en las plazas de soberanía con honores de Ministro de la Corona. En tal sentido, sus competencias quedaron afianzadas por otro Real Decreto de 25/VIII/1920, correspondiéndole literalmente los cinco puntos que seguidamente puntualizaré:
Primero, la iniciativa y aprobación de las operaciones, en tanto que a los Comandantes Generales les correspondía su ejecución; segundo, la jefatura de oficinas y centros de información y policía, así como el reclutamiento, organización y destinos de las Fuerzas Indígenas, pudiendo delegar estas competencias en los Comandantes Generales; tercero, intervenir en las propuestas de organización militar, territorial y peticiones de material, o las que pudieran originar alteraciones presupuestarias; cuarto, formular propuestas de inversión de créditos de ingenieros, fondos para la campaña y uso preferente de comunicaciones y transportes; y quinto, la mediación en la propuesta de recompensas.
Otro Real Decreto de fecha 1/IX/1920 insistió que mientras el Alto Comisario correspondiese a un Oficial General, ostentaría la Jefatura de la totalidad de las Fuerzas. No obstante, como consecuencia de las designaciones para este cargo de los dos primeros civiles, el primero abogado y el segundo político, Miguel Villanueva (2-I-1923/16-II-1923) y Luis Silvela Casado (16-II-1923/15-IX-1923), que llegaron por el desmoronamiento de la administración militar a la que se hizo responsable del Desastre de Annual (22-VII-1921/9-VIII-1921), se dictaminó el Real Decreto de 17/I/1923, que prescindió del cargo de General en Jefe y la Comandancia General de Larache.
Acto seguido se concentraron las Fuerzas bajo el mando de los Comandantes Generales de Ceuta y Melilla, quienes, salvo cuestiones estrictamente militares, quedaron subordinados al Alto Comisario asesorado por un Gabinete militar. Asimismo, se prescribieron otras disposiciones para acomodar el gobierno militar al semblante inusual de un Alto Comisario civil, pero persistiría poco tiempo al establecerse el 13/IX/1923 la Dictadura del General Miguel Primo de Rivera y Orbaneja (1870-1930). Así, dos días más tarde, volvió a restablecerse el cargo de General en Jefe, para quien se nombró al General Luis Aizpuru y Mondéjar (1857-1939), al que además se le nombró Alto Comisario. Prontamente y por Real Decreto de 21/IX/1923, se repuso el Cuartel General y se eliminó el Gabinete militar del Alto Comisario.
Apenas mitigadas las refriegas y combates y pacificada la zona, al objeto de reducir la disposición militar del Protectorado, se deshizo el cargo de General en Jefe del Ejército de Operaciones, así como las Comandancias Generales de Ceuta y Melilla, implantándose una única circunscripción bajo la Jefatura del Alto Comisario.
Subsiguientemente, durante el gobierno de Dámaso Berenguer Fusté (1873-1953), se optó por una disminución cuantitativa de las tropas desplegadas en Marruecos. Coyuntura que se conservó durante el desarrollo de la República. De forma, que al detonar la Guerra Civil Española (17-VII-1936/1-IV-1939), los contingentes de África contaban con unos efectivos cercanos a los 35.000 individuos.
Los avatares de la Segunda República (14-IV-1931/1-IV-1939) contempló inadecuada la centralización prácticamente aplicada entre la Alta Comisaría y el Cuerpo de Oficiales Generales del Ejército, por lo que los gobiernos consecutivos designaron a un diplomático, Luciano López Ferrer (1869-1945); un abogado y político regionalista catalán, Juan Moles Ormella (1871-1945); un jurista y político conservador, Manuel Rico Avello (1886-1936); y un militar pionero en la aviación en Marruecos, Arturo Álvarez-Buylla Godino (1895-1937), la lealtad y observancia de este último a la República, le llevó a ser fusilado por los sublevados, tras un Consejo de Guerra que le sentenció por resistirse al levantamiento del 17/VII/1936.
En seguida, los Decretos de 16 de junio y 29 de diciembre de 1931, aparejaron que el mando sobre las Fuerzas Militares se encargara a un General con el cargo de Jefe Superior de las Fuerzas Militares de Marruecos, dependiente del Ministerio de la Guerra. Toda vez, que para acometer cualquier operación, debía tener el pleno consentimiento del Alto Comisario. Tras la finalización de la Guerra Civil Española, la Ley de 8/XI/1941, concedió al Alto Comisario la Suprema Representación del Gobierno de España en el Protectorado, al igual que la condición de Gobernador General de las plazas de soberanía, sin obviar, la función de General Jefe de las Fuerzas en Marruecos.
De este modo, le concernía el mando del conjunto de las tropas integrantes y servicios militares dependientes de España, así como la supervisión de las Fuerzas Jalifianas. Incluso las unidades y servicios de la Armada y del Ejército del Aire quedaban subordinadas, sin perjuicio de las conexiones que sus mandos conservaran con los Ministerios correspondientes en materias de la administración.
Igualmente se regularizó que el Alto Comisario no fuese realmente un Oficial General. Entorno más supuesto que efectivo y que ciertamente no llegó a ocasionarse, habida cuenta de que alternativamente cumplieron este cargo durante la aprobación de la Ley los Generales Luis Orgaz Yoldi (1881-1946), José Enrique Varela (1891-1951) y Rafael García Valiño (1898-1972). Por último, el Artículo Octavo de la Ley formulaba que el relevo inmediato del Alto Comisario debía recaer en el General más acreditado. Lo que evidencia la minúscula tendencia que había para la candidatura de un civil.
En 1934, a la Alta Comisaría se le confirió la asignación de Gobernador General en los territorios de Ifni, el Sáhara español y Río de Oro, implicando la obediencia de los Gobernadores de Ifni y el Sáhara al trazado del Alto Comisario, aunque sin llegar a formar parte de la administración del Protectorado. Esta circunstancia se extendió hasta 1946, momento en que se fundó el África Occidental Española, como agrupación de colonias en el Oeste de África, quedando englobados dentro de ellas los territorios de Ifni, Cabo Juby, Sahara y Río de Oro.
“Entre el elenco de activos humanos personificado en el Alto Comisario, con sus luces y sombras, hay que destacar la idiosincrasia de la Alta Comisaría de España en Marruecos, como máximo órgano de la administración, cuya existencia corrió a cargo desde 1913 a 1956”
A resultas de todo ello, hubo un total de veinticuatro Altos Comisarios en las más de cuatro décadas que el Protectorado anduvo en su transitar, siendo en su inmensa mayoría militares, aunque a tales efectos pasaron algunos civiles. Si bien, durante el Golpe de Estado del 6/VII/1936 que desembocó en la Guerra Civil, el Coronel Eduardo Sáenz de Buruaga y Polanco (1893-1964) se hizo cargo por unos días, pero de ningún modo se consideró oficial. Hasta tres meses más tarde no se cubrió el puesto, cuando los sublevados designaron al General Luis Orgaz Yoldi.
El último Alto Comisario de este repertorio recayó en la persona del Teniente General Rafael García Valiño, que cesó en sus funciones el 8/VIII/1956 tras la Independencia de Marruecos y el desvanecimiento del Protectorado español.
En consecuencia, tal y como ha quedado expuesto en esta disertación, el Protectorado español sobre Marruecos tuvo un carácter inminentemente militarizado. Algo nada insólito por la trascendencia de la administración militar desde el siglo XVIII. Conjuntamente, hasta 1927, se estuvo sumido en una guerra irregular pero incesante, en la que las milicias contrajeron al unísono tanto el espíritu de cuerpo como la experiencia guerrera del bereber insurrecto. Cuestión que José Ortega y Gasset (1883-1955) refirió con las siguientes palabras textuales: “Marruecos hizo del alma dispersa de nuestro Ejército un puño cerrado, moralmente dispuesto para el ataque”.
Y entre el elenco de activos humanos personificado en el Alto Comisario, con sus luces y sombras, hay que destacar la idiosincrasia de la Alta Comisaría de España en Marruecos, como máximo órgano de la administración, cuya existencia corrió a cargo desde 1913 a 1956, respectivamente, siendo el Alto Comisario la máxima responsabilidad y configuraba por excelencia la autoridad española del Protectorado. Y con el indicio de llevar a término los compromisos alcanzados en el convenio, los gobiernos españoles hubieron de ponerse manos a la obra mediante un entramado político-administrativo con dos caracteres o fenómenos distintos, que abrazara una imperecedera administración marroquí (Majzén Jalifiano) y otra española (Alta Comisaría), que ayudara y mediara a los agentes marroquíes.
Como ya se ha planteado, la acción española estaba conducida por un Alto Comisario servido por varias delegaciones facultadas para plasmar las políticas sectoriales. Por su parte, la administración marroquí se armaba en torno a un Jalifa que presidía y gestionaba por medio de dahíres y, a su vez, quedaba secundado por el Majzén central, asentado por el gran visiriato y diversos ministerios jalifianos.
La tarea de ensanchar la consumación política al conjunto de la zona española, empujó a las autoridades coloniales a constituir una articulación territorial. Es sabido, que toda organización político-territorial pretende entablar la buena sintonía interna de la propia administración para conseguir un control directo y eficiente de la urbe indígena, hacer más vigorosa la política pública y proporcionar el aprovechamiento de los recursos. Así, la parcelación política del territorio no se trata meramente de una acción técnico neutral, sino de un principio político que se cumple valorando unos criterios exclusivos. Y para quiénes así lo concibieron, éstos fueron la preservación del orden interno y el talente determinante del Alto Comisario.
Pero, de lo que no cabe duda, que al implementarse el Protectorado, el armazón territorial de la administración sultaniana era escasamente primitivo e igualmente, espaciosas demarcaciones quedaban al margen del Majzén. Amén, que en todo momento las autoridades españolas respaldaron que el maremágnum territorial desenvolvía la tradicional majzeniana, porque su formación se mediatizó por las propias estrecheces de la política colonial.
No hay que dejar en el tintero que el Convenio de 1912 introdujo que los actos de las autoridades marroquíes serían verificados por el Alto Comisario y sus apoderados. Para confrontar su papel, la administración previno que las actuaciones del Jalifa fueran intercedidas directamente por el Alto Comisario.
Queda claro, que entre deslices y tactos, frustraciones aciagas y algunos éxitos, e incluso, intereses forjados y hechos de heroicidad difíciles de explicar, estas campañas arrastraron consigo el renacimiento de la moral bélica entre el apogeo del imperialismo y el corolario de cabilas satélites, con el rastro indiscutible del Alto Comisario como piedra angular de la política colonial española. Y es que, en este inhóspito suelo bajo el ardiente sol africano, se redimió la experiencia de una guerra sangrienta y onerosa, batiéndose en sucesivas oleadas ante un adversario temible y orgulloso.
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