A pesar de la proximidad con esta ingente y antigua plataforma continental maciza y compacta, hendida por voluminosos ríos y parca en penínsulas y habiendo sido el mayor Imperio del mundo moderno, los vínculos de España con los territorios africanos ha sido reducido, en similitud con la de otras metrópolis europeas. Y es que para comprender este supuesto vacío, irremisiblemente hay que ensamblar la conquista, el descubrimiento y la colonización de América en los ocasos del siglo XV, aupando a España en la cabecera de este Imperio de Ultramar de dimensiones terrestres jamás rebasadas.
Lo cierto es que mientras esto trascendía, los contrapesos de poder en el Viejo Continente habría su senda a otros actores que merodeaban con recelo por sus intereses. Desde entonces, en la palestra internacional dos coyunturas dispusieron los engranajes entre los Estados. Por un lado, este fenómeno inquietó a España de modo directo y tuvo que ver con el incremento de países que ambicionaban ser potencias hegemónicas y emergentes, como los Estados Unidos de América. Y por otro, se concentró en la incrustación de un nuevo orden mundial en torno al continente africano y del que España a primera vista quedó relegada.
Así, en este contexto inconsistente las debilidades de España en el concierto global, daban pruebas evidentes de colapso y extenuación, obstinada en conservar sus enclaves coloniales y en las que las agitaciones independentistas hacían resonancia a más no poder. Cuando las armadas americanas acometieron Filipinas y Cuba en las batallas navales de Cavite (I/V/1898) y Santiago de Cuba (3/VII/1898), respectivamente, el Imperio de Ultramar se descompuso.
Poco más tarde, se abatieron Puerto Rico y la Isla de Guam y las últimas fortificaciones se vendieron al II Imperio Alemán, como los archipiélagos de las Islas Carolinas, Palao y Marianas (12/II/1899). Y en el horizonte de lo que habría de venir, se cernía una crisis en toda regla que eclipsó a la omnipresente nación española y fustigó el cuestionamiento de sus visos políticos, sociales y culturales, hasta llevarla a la decadencia. Con ello, afloraron el regeneracionismo y un grupo de literatos sensibilizados y críticos con su patria que fueron designados por la Historia como la ‘Generación del 98’.
Conviene matizar que esta tendencia ideológica pretendía enderezar el declive que envuelve a España, diversificando la aludida ‘Generación del 98’ con la que se suele involucrar. Si bien, ambas predisposiciones reflejan el mismo sentir desalentado y consternado sobre España, los regeneracionistas lo causan de manera menos intrínseca. Mientras que el elenco de escritores, ensayistas y poetas profundamente afectados, lo hacen en forma más personal, artística y retórica a través de la literatura.
Dicho esto, en tanto a España no le quedaba otra que hacerse atrás en el escenario internacional tras el cataclismo de 1898, las potencias europeas avanzaban en su ímpetu expansionista y determinaban sus acomodos alrededor de África y Asia. Amén, que el continente africano había estado postergado y únicamente el Norte, por su aproximación impertérrita con las aguas del Mediterráneo, había formado parte del memorándum europeo desde tiempos antiquísimos.
En otras palabras: España se hallaba en una situación quebradiza con relación a sus vecinos, pero aun así, consiguió un área de influencia en el Norte de África y Guinea Ecuatorial, debido entre otros motivos, a su legado de antaño como identidad imperial, más la inmediación histórica y física con estos lugares específicos, pero fundamentalmente, por los intereses de las naciones pujantes que bregaban por conquistar una estabilización en la adquisición de otros territorios. Obviamente, me refiero a Francia y Gran Bretaña.
En principio, para la capital de España la adjudicación viable de diversas regiones de África no se contempló como un componente primordial de su política internacional, debido a que los intereses de la metrópoli continuaban inalterables en las demarcaciones de Ultramar. Por ende, no se enfocaría más lejos de la conservación y protección de las plazas que atesoraba en el Norte.
Más adelante, cuando el Imperio Español acabó por tacharse de las latitudes como el ‘invencible’, los anhelos de la Monarquía y la clase política se encomendaron en África y sería cuando se inmortalizaron los acercamientos poseídos en el pasado con estas tierras, al objeto de habilitar una posible puerta de admisión. Pero las circunscripciones se procuraron en virtud del influjo que cada nación se había emplazado en África desde las postrimerías del siglo XVIII y a lo largo del XIX. Y adentrarse en esta competición, por momentos en liza, representaba someterse a condiciones peyorativas de reparto y a la interposición despectiva de otros actores.
"Lo que de lance en lance habría de desencadenarse como una panacea inalcanzable en la que España
tocaría fondo, mucho se ha escrito"
Con los ojos puestos en las plazas españolas situadas en los dominios del Sultanato de Marruecos, se ocasionaba una erosión permanente. Tal es así, que en la segunda mitad del siglo XIX, las harcas rifeñas acometían incesantemente las posiciones y reductos bajo soberanía hispana, desafiando incluso a la autoridad del Sultán. Madrid requería una réplica inapelable de los representantes marroquíes para castigar a las huestes nativas, pero habitualmente eran desatendidas. Sin embargo, aunque los insurgentes no disponían de entidad suficiente como para asaltar las ciudades de Ceuta y Melilla, sí que producían agitaciones en sus periferias, al igual que coartaba el desplazamiento y los frentes militares. El caso es que la decisión por blindar Ceuta por parte de la dirección liberal de Leopoldo O´Donnell (1809-1867), avivó la antipatía del Sultán y dio paso a una disyuntiva que los rotativos españoles calificaron como la ‘Guerra de África’. Evidentemente, esta iniciativa estuvo alentada por las diplomacias de París y Londres, atraídas en sostener el control de la región y que las perturbaciones no acabaran propagándose por sus zonas de dominio.
Este respaldo preliminar que se consideró como una ventaja figurada, acabó en coartada para que el gobierno de O´Donnell no culminase la ocupación del área bajo la atribución española, porque esta amplitud hubiera confrontado con las atracciones de Francia, al igual que quedaría en amenaza para la contención de Gran Bretaña en el Estrecho de Gibraltar. Pese a todo, en aquellos esfuerzos infructuosos se hicieron notorias algunas de las deficiencias del Ejército y que a posteriori, saldrían a relucir en los sucesos aciagos del Desastre de Annual (22-VII-1921/9-VIII-1921), tales como la calamitosa organización de las operaciones de avance, el insuficiente adiestramiento de las Tropas y las circunstancias desfavorables a las operaciones tácticas.
Conjuntamente, como en lo sobrevenido después de Annual y el Asedio de Monte Arruit (8-9/VIII/1921), la sociedad española se instaló en una suerte de nacionalismo cegado que no permitía desvestir las escaseces embarazosas de sus Fuerzas Armadas y los despropósitos realizados a fin de enmendar la plana. Añadido a esto, el Ejército había contribuido en la política nacional y la Institución Castrense también se consagró en menesteres de policía para atemperar el efecto dominó de las protestas sociales, propiciando una hechura perjudicial hacia éstas.
Posteriormente, las intervenciones se vieron seriamente comprometidas por las arremetidas de los rebeldes rifeños a las defensas en plena construcción de la plaza de Ceuta. Lo que indujo que O´Donnell expusiera un ultimátum al recién propuesto Sultán de Marruecos, Mohamed IV (1803-1873), al igual que imbuía a las Cortes Españolas de intensificar las hostilidades. Finalmente, el beneplácito de las operaciones militares quedaron avaladas por unanimidad y seducido por los periódicos nacionales, el conflicto se sublimó a las más altas esferas de exaltación. Verdaderamente y a criterio de no pocos, aquella inmersión de puro nacionalismo era inevitable para una nación que había visto catapultadas sus posesiones en América y que vislumbraba que se iba encasillando progresivamente en la camarilla de las potencias de segundo orden.
Muy pronto se iniciaron los combates con el aislamiento de los puertos marroquíes de Tánger, Tetuán y Larache. El primer golpe de mano sucedió en Castillejos y el 4/II/1860 se invadía Tetuán, consolidando con ello la defensa de Ceuta y Melilla. La acotación de aquel éxito táctico se materializó en la Batalla de Wad-Ras (23/III/1860), apremiando al Sultán de Marruecos a una paz sin ambages que permitió varios beneficios al gobierno español. Para comenzar, la soberanía de Ceuta y Melilla quedaron aseguradas y sus concernientes zonas de influencia prolongadas. Asimismo, exprimiendo la legitimidad histórica por tradición de España en la región desde su descubrimiento y conquista en 1476, se gratificó a España con una suma considerable y la asignación del territorio de Sidi Ifni.
Apaciguado el territorio y convenido con Marruecos un statu quo, el siguiente entresijo belicoso apuntó a la Guerra de Margallo o Primera Guerra del Rif (9-XI-1893/25-IV-1894), por tratarse de un combate, no con el Sultanato, sino con la horda de turbantes rifeños. Materia que se reprodujo en la Guerra del Rif (8-VI-1911/8-VII-1827), también llamada Segunda Guerra de Marruecos. Estos episodios agravantes redundaron en el engarce de España con su Protectorado, ya que hubo de enfrentarse no ya sólo contra las presiones propias del tejemaneje que provenían del Sultanato, sino principalmente, con las subversiones de una combatividad envalentonada como la de los rifeños, que consideraban aquello una intromisión en su hábitat natural.
Inexcusablemente, esta casta siempre beligerante y agresiva por parte de las tribus cabileñas, fue lo que azuzó al Sultán a requerir la cooperación de Francia y España, como de admitir el patrón del Protectorado. Así, el Tratado de Was-Ras (26/IV/1860) no había sino trastornado la coexistencia en torno a las guarniciones de Ceuta y Melilla, debido a una ampliación geográfica de sus términos, en disconformidad con los diseños naturales de coexistencia de las tribus autóctonas del Rif. Con lo cual, las colisiones crecían en reproches por la cimentación de defensas militares que a juicio de éstos, englobaban recintos sagrados para el islam.
El entorno se intrincó todavía más cuando las refriegas se exacerbaron y los contingentes rifeños conquistaron posiciones hasta agazaparse alrededor de Melilla. Ante ello, las Tropas Coloniales Españolas fueron sostenidas prestamente por unidades de artillería y la movilización de otras compañías. Ni que decir tiene, que la superioridad tecnológica de España acabó siendo un agravante en este laberinto, ya que justamente el fuego de artillería batió una mezquita y tradujo la insurrección en el Sultanato como un llamamiento a la ‘guerra santa’.
Las turbas se aparejaron acrecentando los tintes de la contienda y haciéndose con algunas defensas de los aledaños de Melilla, como es el caso de Rostro Gordo y Cabrerizas. Aquellas súbitas vicisitudes impuso al General Juan García-Margallo y García (1839-1893), a contrarrestar el avance del enemigo con más de mil efectivos y el puntal de la artillería, pero su valentía quedó neutralizada tras permanecer atrapado en el Fuerte de Cabrerizas Altas, donde más tarde caería mortalmente.
El percance provocó un desorden con la consecuente desbandada de las Tropas, que evidencia claras similitudes a lo ocurrido en Annual y cuyo único contraste se halla en la contigüidad de la plaza de soberanía. Este matiz es esencial en el soporte que la artillería pudo cuajar, algo inverosímil en un marco geomorfológico como el Rif, quebrado e infranqueable y supeditado a repentinas severidades atmosféricas. El degüello de las Fuerzas Españolas y una nefasta planificación, fueron igualmente inseparables a las páginas de sangre y fuego que quedarían grabadas en el imaginario colectivo.
Nuevamente, los intereses de las potencias relevantes imperaron en el devenir de España en África. Londres, procuraba afinar su poderío sobre el Estrecho de Gibraltar y le rentaba que la voz cantante no estuviera en Francia. Y París, que aún no se exhibía como un aliado, daba por hecho el encaje de España para sofocar a las masas de incitadores del Sultanato. Aquel levantamiento rifeño destapó que existían graves inconvenientes de resistencia y que en un futuro próximo España tendría que encararlo.
Desde la realización de la Conferencia de Berlín (15-XI-1884/26-II-1885), se emprendió un ascenso vertiginoso de los países militantes por hacerse con el control de sectores cotizados de proyección y Marruecos tomó una envergadura estructural en el plantel del Imperio Colonial Español. Otros protagonistas en este tándem enardecido como Francia y Alemania y sus disensiones, continuamente orquestada por Gran Bretaña, fue lo que confirió a España el Protectorado en Marruecos.
Tras los Acuerdos de Berlín, Francia obtuvo el derecho sobre una imponente superficie centralizada sobre el desierto del Sáhara. Comenzando por el control de Argelia, ocupada en 1830 y el Protectorado de Túnez, perfilado en 1881, se imbuyó hacia el interior enlazando el Golfo de Guinea y el Congo francés.
Indiscutiblemente, el cruce de impresiones a nivel internacional en tierras germanas, ratificó la estampa franca y robusteció la supremacía de París en el continente africano. Y Alemania, además de lucir su carta de cortesía al ser el estado anfitrión de la reunión, se colocó como la tercera potencia con una disposición representativa en África. A pesar de maniobrar a su antojo las franjas costeras de Namibia y Tanzania y un borde estrecho en Camerún, el Reich perseguía mayor trasluz en extensiones de trascendente valía estratégica. Y no era para menos, porque desde esta asignación, midió al milímetro sus intereses en Marruecos como enganche e ingreso al continente y acortamiento de las aguas del Mar Mediterráneo al Océano Atlántico.
Y cómo no, Gran Bretaña, pese a los órdagos que iba ganando con Francia en los preludios del siglo XX, no podía consentir que esta nación acaparara un territorio de dominación tan vasto y sin entorpecimiento alguno en una demarcación de calibre estratégico. Luego, el método de amortiguar su posicionamiento en torno a la puerta del Mediterráneo, gravitaba en conformar el establecimiento de un vecino asequible como España y lo fundamental, seguía ostentando el control del Estrecho gracias a su posición en Gibraltar.
"Tal vez, era demasiado tarde cuando España se percató que lo que en aquellos inhóspitos parajes africanos comenzaba a forjarse, era el estereotipo del curtido combatiente rifeño que empuñaba su movilidad superlativa"
Y como no podía ser de otra manera, la zona de influencia por proximidad y raigambre atañía a España, que había quedado desplazada a potencia de segundo orden. Su concurso en la capital alemana hay que marcarlo de imperativo, porque copaba por aguantar sus intereses históricos en la comarca.
Era clarividente que el alud de residuos del Imperio Colonial Español, por momentos vivaces, sugestionaron a los subsiguientes gabinetes del ejecutivo de que el destino colonial se divisaba en África. Y más todavía, cuando los actores forcejeaban por imponer sus reglas de juego, comprometiendo a Madrid a llevar la iniciativa o quedar al margen de la confabulación internacional. Toda vez, que la presencia francesa en los desembolsos marroquíes, más las pretensiones británicas en que París no regulara una zona de control vital y la vista de lince de Berlín puesta en Tánger con el empeño de desequilibrar la región, se convirtieron en el caldo de cultivo para confluir en la primera crisis marroquí.
En el fondo de la cuestión, Alemania anhelaba disponer de más autoridad y por ello espoleaba al Sultán de Marruecos a pronunciarse de cara a las intrusiones francas, fuertemente asentadas por razones de la vecindad con Argelia. Para ello, la cancillería alemana propuso abogar por un presunto enfrentamiento contra París y divulgó la visita del Kaiser Guillermo II (1859-1941) a Tánger, algo que originó malestar en los medios de comunicación anglo-franceses. Pese a ello, la incertidumbre se intensificó con este incidente, aunque la diplomacia no deseaba más que imponer la ceremonia de una conferencia y obtener algunos privilegios en la zona. Con todo, el Ministro de Asuntos Exteriores franco, Théophile Delcassé (1852-1923), se reveló antes las imposiciones germanas, tanto que por esta obstinación su ejecutivo veía una posibilidad inútil de convertirse en un conflicto. Es así, como Alemania pujaba por una conferencia a velocidad crucero, mientras que franceses y británicos se reforzaban admitiendo que habría otra guerra, pero la cesantía de Delcassé y la recalada de Maurice Rouvier (1842-1911), viró el paisaje y Francia dio luz verde a reencontrarse en fechas inmediatas.
Definitivamente, el encuentro se produjo en la ciudad de Algeciras con España como anfitriona e intermediaria, aunque con un apoyo determinativo a los alicientes de París. El 7/IV/1906 se rubricaba el Acta de Algeciras en el que Alemania era excluida de cualquier pertenencia en Marruecos, a pesar de sus actividades comerciales y el enorme débito que el Sultán mantenía con sus sociedades bancarias.
El aval británico fue imprescindible para que Francia se desplegase en el territorio bajo el paraguas de Protectorado, pero se satisfizo, probablemente, para preservar los intereses de Londres e imposibilitar que un único estado desempeñara su influencia de manera tajante. El futuro Protectorado se ramificó en dos, uno al Norte y otro al Sur, siendo la parte septentrional de dominio hispano. En verdad, la rivalidad quedaba en punto suspensivo y Alemania no se dilató en demasía para insistir sobre sus derechos en Marruecos, porque su poder aumentaba gradualmente, colocando a Berlín en una situación que le enfilaba a reclamar mayor peso en la balanza de Europa.
Entretanto, en un somero espacio de tiempo y valiéndose de otra sublevación contra el Sultán marroquí, las metrópolis europeas activaron a sus integrantes: Francia y España hubieron de esforzarse en la defensa del Sultanato, porque no ha de soslayarse que ya actuaban como partes contratantes del Protectorado y entre sus principales cometidos figuraba el deber de asistencia militar.
Simultáneamente, Alemania trasladó al puerto de Agadir el cañonero SMS Panther, uno de los seis buques de la Clase Itis de la Kaiserliche Marine, con la evasiva de fijar sus intereses operativos y mirar por su población en la zona. Pero este acto ladino como se juzgó, no fue bien acogido por la Entente Cordiale (8/IV/1904). La inquietud general iba in crescendo y las cancillerías trabajaban por dejar atadas la posición de sus respectivos países. La tentativa germana exploraba apremiar otras negociaciones, que más bien suscitar un choque armado por el control de Marruecos y así lo declararía la proposición de Berlín para tratar una salida.
Con tino, Alemania acabó cediendo a sus intereses en el Sultanato, pero a cambio de una compensación, porque este ajuste comportaría el reconocimiento de la preponderancia de Francia y España en Marruecos, a cambio de la adquisición del Norte del Congo francés y su incorporación a las colonias germanas en lo que se conoció como Neukamerun, parte de un territorio de África Central cedido por Francia en 1911.
Asimismo, la resolución de la segunda crisis marroquí parecía allanarse en el camino con el Tratado de Fez (30/III/1912), por la que el Sultán Abd al-Hafid (1875-1937) transfirió la soberanía de su país a Francia, además de corroborar el fraccionamiento del Protectorado en dos zonas de influencia. Como era de esperar, la mayor en conjunto y naturaleza quedaba en manos francas, mientras que España prendía su condición en dos franjas: la primera, al Sur, en los enclaves de Cabo Juby, falto de recursos y que pasó a formar parte administradora del Sáhara; y la segunda, en el Norte, en las regiones de Yebala y el Rif, preámbulo del bereber insurrecto y pionero en las luchas anticoloniales y, que a la postre, empujaría a las guerras de 1894 y 1909, y antesala de la complejidad encarnizada de España y las Fuerzas Tribales Rifeñas entre 1912 y 1927, con el protagonismo del máximo exponente del nacionalismo rifeño y líder supremo magrebí, el legendario dirigente Abd el-Krim (1883-1963), artífice de la República del Rif y hacedor carismático del movimiento anticolonial.
No cabe duda, que la política internacional jugó su baza en el desarrollo de los trágicos trances que más tarde habrían de venir en el avispero marroquí. Tanto es así, que a una circunscripción peculiarmente enmarañada por su relieve y la existencia de hordas muy combativas, habría de añadirse la porosidad de sus lindes que agilizaban el compás de artimañas por medio de los parajes francos. Queda claro, que en parte, el Protectorado Norte era el producto de los forzamientos británicos. En tanto, los franceses, aguardaban extraer el mayor jugo potencial del descalabro hispano, por lo que apenas denotaron interés en su control limítrofe, llegando a dañar arduamente las operaciones de las Tropas Coloniales Españolas.
Por último, lo que de lance en lance habría de desencadenarse como una panacea inalcanzable en la que España tocaría fondo, mucho se ha escrito. Pero, por encima de todo, se acentuó la violencia desmedida y desenvuelta por la tenacidad indígena del corolario de cabilas satélites ante una fuerza superior en tamaño, hasta cargar nutrido fuego contra un enemigo emboscado a corta distancia, diezmándolo y causándole cuantiosas bajas y practicando con refinamiento como modus operandi, la ‘guerra de guerrillas’.
Y lo peor de todo, en cuanto a lo que con exiguas palabras podría describirse en una tierra baldía: aquella agresividad enfervorizada en la que no existió en ningún momento la observancia por las reglas de oro de la guerra. O acaso, los tratados implícitos dentro de la generosidad entre los contendientes. Hasta el punto, de no concederse a la milicia derrotada o rendida, la clemencia que merecía. De ahí, que se perpetraran atropellos inenarrables: desde el acoso o cacería a ser masacrados y perseguidos hasta la extenuación y la muerte. O lo que es igual: sin el más mínimo derecho a la humanidad que el ganador ha de rendir al malogrado o sometido, ya que en vez de hallar algún resquicio de compasión, o bien se les fusilaba, o eran abrasados, lisiados o atravesados. Y en ocasiones, no sucumbiendo en el campo de batalla, sino ejecutados.
He aquí, ni el más minúsculo comedimiento al no respeto de los principios con el vencido, que enfunda una guerra ante un guerrillero levantisco e insurgente que se excedía en acometividad y furia: el rifeño, acérrimo defensor de su territorio. Y donde el Ejército Colonial Hispano se topó ante un espectro cuantitativo de tribus que dilataban sus antagonismos ancestrales, pero que supieron disfrazar una falsa sumisión al poder militar. Tal vez, era demasiado tarde cuando España se percató que lo que en aquellos inhóspitos parajes africanos comenzaba a forjarse, era el estereotipo del curtido combatiente rifeño que empuñaba su movilidad superlativa.
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