Categorías: Opinión

Identidad, un valor educativo

Todos somos respecto a los demás, todos necesitamos ser admitidos como somos, con nuestra forma de ser, de sentir, de pensar, de actuar. Hablamos de identidad, de respeto a nuestra persona.
La identidad es el soporte sobre el que se sostiene el individuo, es lo que hace que la persona se reconozca a sí misma, que no se considere un número, es la base en la que se asienta la autoestima.
La medida de su importancia viene dada por el empeño de despersonalización que llevan a cabo, no sólo desde los medios publicitarios más agresivos y degradantes, sino también desde las posturas más dictatoriales, fundamentalistas y totalitarias. Su afición a prohibir y descalificar sin fundamento, con imposición de obligado cumplimiento incluido, es una de las características que delatan y dejan al descubierto tales comportamientos.
Una persona sin identidad o con una identidad difusa y manipulada, es vulnerable en todos los sentidos, y una presa muy fácil de atrapar para quien lo intente. Por eso triunfa: las drogas, las sectas, los fundamentalismos ideológicos: políticos o religiosos, la violencia en sus tan variadas facetas,  las bandas, el bandidaje urbano, la falta de respeto y negación de la otra persona, los grupos antisistema, el desprecio a la vida ajena, y un largo etc, sin olvidar la demagogia.
Todo esto tiene relación muy directa con la realidad de una identidad trastocada.
La identidad se construye a partir de la propia persona, trazando lazos de comunicación con su entorno natural: sus padres y familia en general; sus vecinos, localidad, provincia, país y el mundo.
Estos lazos se establecen desde la pertenencia a una familia, una vecindad, un país, una civilización y, como colofón, el mundo. La identidad es una necesidad natural, inherente a la persona; sin ella, la persona queda desestructurada, fuera de sitio, sin lugar donde asentarse y sin punto de referencia.
Si ponemos un poco de atención a cómo estamos educando, no es difícil caer en la cuenta que, por las razones que sean, consciente o inconscientemente, el sentido de identidad de nuestra sociedad está en un proceso de deterioro que es necesario corregir. Se está abocando a la infancia y juventud  hacia lo inmediato, hacia el día de hoy, hacia el disfrute físico y a la desconexión de los lazos que le unen a su país y a su entorno más cercano, ya sean éstos familiares, educativos, de amistad... Lo que está ocurriendo no pinta bien. Los lazos afectivos y lícitos intereses comunes son los que conexionan el devenir de una sociedad. Ya es hora de preguntarse por qué vamos en dirección contraria.
El término identidad nada tiene que ver con la identitariedad o posición identitaria.
La identidad es el reconocimiento de sí mismo en convivencia con los demás, es lo que hace posible la aceptación mutua, dentro de los rasgos diferenciales que todos tenemos. Si caemos en la cuenta de que somos únicos respecto a los demás, de que somos irrepetibles, estamos aceptando que los demás también son únicos e irrepetibles. A partir de ahí, se deduce el respeto a sí mismo y a los demás, la convivencia, la solidaridad, la dignidad de ser persona, la valoración del otro, etc, etc.
La educación tiene la ineludible obligación de cuidar esa necesidad básica, que no sólo es algo que afecte a su relación con los demás, sino que afecta a su estructura intelectual y sentimental. Una persona sin una identidad bien definida es una persona insegura e inestable, que necesita encontrar algo que le compense de esa falta. La persona busca identificarse con lo que encuentra más a mano, pudiendo derivar, desde su cobijo en las drogas, a su entrada en bandas, sectas, otras organizaciones poco afectivas, o el uso de signos externos (símbolos, tatuajes) que lo identifiquen con algo o alguien conocido. En definitiva, si nuestra infancia y juventud no encuentra un ámbito en el que se sientan  inmersos, lo buscarán, muchas veces, con desenlaces no deseados.

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