El 17 de noviembre de 1997, el año del V Centenario, amaneció soleado y con una buena temperatura. Melilla se despertó como siempre y cada uno fue a sus quehaceres diarios. Nada hacía presagiar la tragedia que asolaría a la ciudad alrededor del mediodía, cuando reventó el depósito de agua de Cabrerizas y millones de litros de agua saltaron en caída libre desde la parte alta del barrio para desembocar en el puerto comercial. El agua entró en el que había sido el cauce natural del río antes de convertirse en las calles del centro melillense.
A su paso todo fue desolación, máxime en el caso de la familia Santiago, que perdió a varios de sus miembros: una mujer embarazada y sus hijos de corta edad fallecían en lo que entonces eran los primeros pisos de Averroes, en el primer tramo de la caída del agua, donde más fuerza llevaba el torrente. En total, perdieron la vida once personas.
Al principio, nadie sabía qué estaba ocurriendo. Solo se veía el agua discurrir llevándose todo lo que encontraba por delante y arrasando muchos comercios, que permanecían abiertos en ese momento. Decenas de coches flotaban y chocaban entre sí. La imagen era dantesca.
Poco a poco se fue averiguando más y se supo que ese agua que corría hacia el puerto era el resultado del estallido de los depósitos, que se encontraban llenos en período de prueba y que, dadas las circunstancias, no habían aguantado la presión del estanque en sus muros. Lo peor estaba por venir porque hasta horas después no se supo de los fallecidos ni de la casi treintena de heridos que el terrible accidente había ocasionado entre los melillenses.
Los damnificados de la urbanización Averroes se contaban por decenas. Muchos de ellos se quedaron sin nada, sin casa y sin sus enseres; lo habían perdido todo. Fueron alojados de urgencia en el Centro Asistencial, donde cientos de ciudadanos llevaron ropa y toda clase de artículos, incluso de bebés, para ayudarles a superar los primeros días del trauma de estar sin nada. Melilla mostraba su cara más solidaria en aquella desgracia.
Y también hubo apoyo institucional. Inmediatamente se desplazaron a la ciudad los entonces duques de Palma, Cristina de Borbón e Iñaki Urdangarín, cuya presencia sirvió de consuelo a las muchas personas que resultaron afectadas por aquella riada. Ellos presidieron las honras fúnebres poco después, celebradas de forma ecuménica en el ahora Pabellón de Deportes Javier Imbroda.
El tiempo ha pasado. Ha transcurrido ya un cuarto de siglo desde entonces y aquel maldito depósito aún sigue en pie. Hace unos meses, el consejero de Medio Ambiente, Hassan Mohatar, aseguró que el Ministerio de Defensa había dado permiso para su demolición y en ello se está. Esperemos que antes de que acabe este año, el recuerdo físico de lo que sucedió sea solo una cosa del pasado y se sustituya por ese parque, que traiga el sentir de un futuro mejor para todos.
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