No son tiempos de bonanza, más bien podría decirse todo lo contrario y ante un año plagado de sucesos, no se divisa un horizonte en el que se esclarezcan los términos de un nuevo orden mundial establecido en reglas más estables y previsibles. Los antagonismos multipolares prosiguen deparando sobresaltos insospechados y suscitando crisis como las de Ucrania o la Franja de Gaza.
Ciertamente, existen conflictos bélicos que no cambian nada, a diferencia de otros que lo echan todo a perder. Las dos Guerras Mundiales del siglo XX (1914-1918/1939-1945) son un ejemplo de alteraciones tan acentuadas como catastróficas. Si bien, la incursión de Ucrania (22/II/2022) por parte de la Federación de Rusia, aglutina todo el potencial realizable de ser una de esas conflagraciones que imprimen un antes y un después en el devenir de los acontecimientos. Si algunos llegaron a presuponer que la implosión del comunismo soviético conjeturaría la última etapa de esta parte de la Historia eclipsada, la Historia, valga la redundancia, está de regreso como un desquite encolerizado y embravecido.
En cambio, la invasión israelí de la Franja Gaza (27/X/2023), además del segundo frente abierto de la guerra de Ucrania, conforman las piezas de este puzle indeterminado para corroborar el envite crispado de instaurar un nuevo orden mundial. Además, el colapso entre autocracias en ascenso de las que habría que matizar la instantánea fulminante que cada vez son más impecables y armonizadas, en contraste con las democracias, en bajada y con la singularidad de ser más anómalas y atomizadas que en ningún otro tiempo, comienza a forjar un paisaje colmado de desconcierto.
Luego, las potencias revisionistas encabezadas por Rusia, la República Popular China y la República Islámica de Irán, junto con otros actores no estatales como la organización política y paramilitar palestina que se declara yihadista, nacionalista e islamista, Hamás, están prestas a tomar los riesgos necesarios sin temor a que las derivaciones de sus operaciones resulten funestas. En estos planes geopolíticos multipolares, la disuasión se disipa y la violencia se desvalora con la convicción de que la recompensa de su acometividad rebasa con creces los costos.
En otras palabras: en un universo azarosamente erosionado, la apología de la seguridad nacional o regional, prevalecen por encima de otras encomiendas multilaterales como el progreso global.
Con estos antecedentes preliminares, en medio de una progresiva fisura geopolítica, un acervo no menor de líderes políticos por medio de movimientos punzantes, se han erigido en propagandistas de un revisionismo que abandera la fluctuación internacional. Se trata de personas disruptivas que se valen del enorme vacío dejado por la diplomacia multilateral y del reinante desierto estratégico, para aplicar sus puntos de vistas nacionalistas.
Ahora bien, comparten una tesis en la que no concurre un orden internacional dado. Entonces en ese artificio hobbesiano es viable quebrantar lo acordado, tanteando aquellos compromisos que contemplan una dificultad añadida para la tarea de su posicionamiento indeciso de la soberanía. La circunferencia de los revisionistas prolifera, englobando regímenes supuestamente democráticos y directamente totalitarios. Fijémonos sucintamente en Xi Jinping (1953-70 años) o Vladímir Putin (1952-71 años), ambos no respetan los pactos ni los límites fronterizos; o Ucrania, amputada en una guerra de desgaste; o Hong Kong, que ha visto frustradas las libertades y derechos. Sin duda, en Moscú y Pekín el revisionismo nutre y aviva el nacionalismo puro y duro que reemplaza los valores democráticos e infunde las políticas exteriores.
Pero no menos dañino es el revisionismo de Jefes de Estado que han sido designados democráticamente, pero que con sus pericias y procedimientos fuera de tono integran un multiplicador no menor de desestabilización. Me refiero concisamente a quiénes estuvieron o continúan estando al frente de su país, como Donald Trump (1946-77 años), Recep Erdoğan (1954-70 años) o Boris Johnson (1964-59 años).
El ‘trumpismo’ es la condensación consumada, porque forma parte de un revisionismo que devasta el orden mundial que los Estados Unidos cimentó y a su vez muestra, junto con Erdoğan, el plantel de una ofensiva cultural con influjo internacional. El ataque cultural americano ha ‘racializado’ la campaña electoral. Y es que, la base trumpista, desconfía de las contradicciones de la demografía y comprende que esta es su última posibilidad. Trump sacude los recelos de una sociedad donde el 44% percibe que las relaciones interraciales son positivas.
Es tan cultural esta tendencia de la división de voto que únicamente así se interpreta la cruzada por las estatuas y monumentos, o se descifra el discurso del exmandatario estadounidense donde aseveró literalmente, que ”el caos es el resultado de décadas de adoctrinamiento de la izquierda en nuestras escuelas”, llegando a dar su palabra de que introduciría una Comisión Nacional para retratar “la verdadera historia”. La política exterior de Trump no es aislacionista, en verdad detesta el multilateralismo y es revisionista porque omite los compromisos con sus aliados, como los europeos. O séase, examina, coacciona y desbarata. Ese es su modus operandi.
Johnson, en su momento otro populista de derecha, removió el revisionismo como pocos en Europa. También le siguieron otras naciones como Polonia, donde se establecieron zonas liberadas con el rehúso de la tolerancia sexual; o Hungría, en la que el gobierno hace mención a la ‘Gran Hungría’ que se acabó con el desplome del Imperio Austro Húngaro y donde la administración de Víktor Orbán (1963-60 años) concede pasaportes a las minorías de connacionales que viven en los países que la acomodaron.
"Lo aquí sintetizado, forma parte del reacomodo en curso del orden mundial en sus distintas aristas, cuyo derrotero y alcance todavía no es perceptible"
Volviendo otra vez a Johnson, cuando por aquel entonces se encontraba a escasos meses de la disociación con la Unión Europea (UE), desechaba los Acuerdos rubricados con Bruselas. Resueltamente la figura del primer ministro británico no pretendía un soft Brexit, porque alimentó que “un no Acuerdo sería un buen resultado”. Y añadió al pie de la letra: “Es legal cualquier norma que suponga el incumplimiento de un Tratado Internacional, porque la soberanía está por encima”. O lo que es lo mismo: soberanismo a más no poder.
Definitivamente, el populismo de Erdoğan salió a flote. La aspiración turca reside en repeler y explorar los Tratados de Sèvres (10/VIII/1920) y Lausana (24/VII/1923), que comportaron la descomposición del Imperio Otomano. Erdoğan, asediado por una nefasta economía y el descalabro electoral que dejó Estambul a merced de sus opositores, sea como sea, busca expandirse.
Como sabido, Turquía ocupa zonas en la República Árabe Siria, se aproxima a la República Libanesa, está emplazado en la mitad del espacio territorial del Estado de Libia y delibera la soberanía de la República Helénica sobre algunas Islas valiosas en yacimientos gasíferos contiguas con sus aguas. En verdad, el espejismo de la ‘Gran Turquía’ es el de ser una superpotencia terrestre y marítima que maneje a su antojo el Mediterráneo Oriental, proyectándose desde el departamento que ella despliega en la República de Chipre. De esta forma, desmenuza el pasado y se encara con Europa, a quien desafía con liberar a los inmigrantes emplazados en su territorio como resultado de la guerra civil siria. Una imposición demográfica que inmoviliza a la Unión, ya que hasta la República Federal de Alemania se ve envuelta, porque allí permanece una importante minoría turca. Con lo cual, Erdoğan ha denotado el revisionismo turco en términos inapelables: “Turquía es lo suficientemente fuerte, económica, política y militarmente, como para destruir los mapas y documentos inmorales”. Una aportación considerable al ideal de política exterior revisionista que siembran no pocos estados.
Dicho esto, las víctimas del revisionismo habitualmente son los actores que hilvanaron una táctica sustentada en metodologías estáticas para garantizar sus intereses. Éstas corresponden a los países de Europa continental, aglutinados en la UE, más la amplia mayoría de los Estados del Sudeste Asiático y la Asociación de Naciones de Asia Sudoriental (ASEAN).
Conjuntamente, es dificultoso perfilar quién saldría mejor favorecido de este escenario. Así como es factible que la generación de observadores activos de la política internacional ni siquiera puedan distinguirlo personalmente. Como del mismo modo, es presumible que el revisionismo sea el contenido principal del proceso histórico en el terreno de las conexiones internacionales.
No obstante, el estudio de las relaciones internacionales reconoce tres tipologías de actuación de los estados en relación con el orden internacional imperante. Primero, potencias con estatus permanente o statu quo; segundo, potencias revisionistas y, tercero, potencias revolucionarias. De hecho, es más fácil puntualizar estos modelos recurriendo al ejemplo del entorno que acompañó al preludio de la Segunda Guerra Mundial.
En aquel momento definido, las potencias del statu quo eran las principales ganadoras, Gran Bretaña y Francia y, a su vez, se encontraban satisfechas con el orden presente. El estilo revisionista era el representativo de Estados Unidos que igualmente incumbía a los dominantes, pero este último ambicionaba adjudicarse más a costa de los europeos.
Otro caso distinto plasma a Japón y Alemania, que acabaron tomando un porte subversivo de cara al orden internacional, ya que enteramente aguardaban echarlo abajo y levantar otro que compensara sus intereses y capacidades. En tanto, resulta complejo encajar a la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) en algunos de estos rangos, pero su actitud hay que considerarla más bien revisionista, que enfocada al desgaste total.
En este momento es ilusorio localizar un estado que se marque como premisa prioritaria el derrumbe del orden mundial aflorado tras la Segunda Guerra Mundial. Digamos que ninguna de las potencias destacadas se siente escaldada en lo que atañe a sus intereses y valores básicos, ya que este conflicto bélico llevó a una realidad en la que ninguno de los actores de peso quedó al margen de la toma de decisiones principales.
Además, los que fueron revolucionarios vieron malogradas su soberanía como correctivo. Es decir, se solventó de raíz la cuestión de su abatimiento. Al igual que los esclavos del mundo antiguo no podían requerir el respeto de sus derechos, porque legítimamente se desenvolvían como instrumentos de trabajo y mano de obra barata.
Por lo tanto, tanto Alemania como Japón no pueden enojarse de que sus intereses queden supeditados a las deferencias estratégicas de otro actor. Después de 1945, no eran estados absolutamente soberanos y se les superponen reglas distintas. Mismamente, el hecho de que algunas potencias dispongan de armas nucleares, hace completamente baldío cualquier tentativa de emprender un ataque resolutivo contra el orden que normalmente respaldan. Incluso si un país como la República de la India desvariara y determinase combatir contra quienes dominan el mundo moderno, a duras penas aguantaría durante un tiempo comparativamente extenso.
Por lo demás, las potencias nucleares hegemónicas, así como actores regionales medios, no están plenamente satisfechos con el orden efectivo; trabajan por modificarlo y son revisionistas. Desde la configuración norteamericana, el orden internacional actual no es lo adecuadamente propicio, porque los criterios formales no evidencian su poder militar y económico. El debate sobre la necesidad de componer un ‘orden mundial basado en normas’, parece el más acreditado. En este caso, el revisionismo radica en la repulsa de la Carta de la Organización de Naciones Unidas (ONU) y otros textos universales como andamiaje jurídico para los nexos entre los estados y la resolución de situaciones cuestionadas.
Para ser más preciso en lo fundamentado, precedentemente, Estados Unidos seduciendo con sus lógicas a algunos de los aliados, ya había pretendido supeditar a reconocimiento la suerte de reglas y normas vigentes. Para ello hay que remitirse a dos hechos explícitos: primero, el bombardeo de la antigua Yugoslavia (24-III-1999/10-VI-1999); y, segundo, la invasión de la República de Iraq (20-III-2003/1-V-2003). La suma de interposiciones militares materializadas tuvieron la peculiaridad de hacer caso omiso a las decisiones de la ONU, o en contra de la Asamblea General de la misma.
No menos incuestionable es el revisionismo de potencias como Rusia o el gigante asiático, ya que éstas se ensanchan a aquellos carices del orden internacional actualizado que están mejor perfilados para servir a los intereses propios de Estados Unidos y sus aliados occidentales: el sistema de la ONU, las formaciones financieras y económicas y las reglas del juego admitidas en la esfera de la seguridad mundial y regional.
Evidentemente, Rusia se atina en un peldaño más jugoso que su aliado chino, ya que para ella no se trata en sí de una materia de falta de control sobre parte de su espacio geográfico. Aunque Moscú se encuentra visiblemente insatisfecho con el orden mundial real, quiere retocarlo y encauzarlo en un sentido en el que sus intereses de seguridad y desarrollo estarían mejor asegurados.
"Si algunos llegaron a presuponer que la implosión del comunismo soviético conjeturaría la última etapa de esta parte de la Historia eclipsada, la Historia, valga la redundancia, está de regreso como un desquite encolerizado y embravecido"
Comúnmente, el entresijo del alcance del Sur Global en los ejes mundiales es de carácter revisionista, ya que gravita en sondear y remendar las reglas del juego en favor de los intereses de un grupo determinado de países, que anteriormente no disponían de los recursos internos y externos para proponer tal asunto.
Argumentando expresamente al político norteamericano de procedencia judeoalemán que tuvo gran preponderancia sobre la política, Henry Alfred Kissinger (1923-2023), puede señalarse que el revisionismo en el mundo moderno no es de naturaleza sustantiva, sino procedimental.
No se trata de que una potencia estime oportuno lograr algunos cambios fijados a su favor, sino que ante todo suspira por transformaciones de principio. El conocimiento histórico acumulado ratifica que los revisionistas siempre escapan ganadores a sus demandas, mientras que los rebeldes reciben laurales póstumos y las potencias permanentes perduran, pero ven frustrados sus propósitos.
Distingamos seguidamente algunas muestras concisas a modo de evidencias.
Primero, la Guerra de los Treinta Años (23-V-1618/24-X-1648) en Europa Central fue vencida por Francia y Suecia que no deseaban derribar a sus contrincantes, sino acortar su dominación; segundo, los protestantes alemanes resultaron ser la parte más dañada y el Imperio de los Habsburgo y España, que sostuvieron su estatus anterior, resistieron, aunque quedaron abatidos.
Tercero, la Francia agitadora de Napoleón Bonaparte (1769-1821) se consagró para que resultara una nueva adaptación del orden mundial; cuarto, Alemania y Japón cayeron para aplanar el acceso del poder de Estados Unidos y la Unión Soviética. En base a lo anterior, la URSS se vio inmersa en aguas turbulentas de desaparición después de que comenzara a escarbar el estatus permanente que había conquistado en la Segunda Guerra Mundial. Y quinto, los reformistas chinos de los sesenta analizaron la herencia revolucionaria de Mao Zedong (1893-1976) y acabaron arrollando.
Ahora, los mayores obstáculos en los sumarios mundiales lo advierten las entidades de estados que dispusieron su estrategia sobre la conservación del orden existente: en Occidente le concierne a la UE y en Oriente, el bloque económico de la ASEAN. En ambos procesos, el principio de la alineación de estos grupos y su lógica, no consienten una postura revisionista recia hacia el orden internacional, encaramando a impulsos de defender un statu quo que nadie precisa. Amén, que lo que hoy causa mayor desvelo es el destino y la visión de estas asociaciones, así como de los estados que han confiado en su desenvoltura nacional.
Sin embargo, no existen razones para especular que los cambios que se están originando vayan a ser inminentes y calamitosos: el revisionismo, por sus peculiaridades, no envuelve tendencias repentinas. Se advierte lo precavidos y circunspectos que se exhiben tanto Estados Unidos como Rusia ante la eventualidad de un avance de sus controversias en Europa del Este. Paralelamente, Estados Unidos y China desenvuelven un comedimiento minucioso y remedian superficialmente sus discordias sin enfilarlas a un choque directo.
El hecho de que miles de vidas humanas pueda ser el elevado coste del revisionismo es una desdicha inenarrable. Y en unas circunstancias en las que un conflicto es insostenible y disparatado, las objeciones entre numerosos actores conducidas a inspeccionar el orden internacional son significativas y sería considerablemente espinoso salvar estas muertes.
Finalmente, aunque no son pocos los que resaltan una ordenación entre superpotencias, fuerzas medias y estados pequeños y en la senda opuesta, los revisionistas, patrón este último que he tratado de desgranar en estas líneas, son identificados como potencias descontentas que maquinan debilitar las reglas de juego, pues ostentan una máxima predatoria a modo de una acción de hacer presa sus intenciones. Más bien, son personificados como actores imprudentes e impulsivos que suspiran por un ascenso incisivo y asumen actitudes resbaladizas e insurrectas.
En consecuencia, lo aquí sintetizado, forma parte del reacomodo en curso del orden mundial en sus distintas aristas, cuyo derrotero y alcance todavía no es perceptible. De ahí, que algunos analistas se interpelen si la era americana ha terminado y diserten sobre una aldea global sin potencia líder, evalúen el contexto reinante de desbarajuste común y vean la viabilidad de una incierta gran guerra. Al contrario, otros reflexionan que por algunas década más, si no es la totalidad del siglo actual, Estados Unidos continuará paladeando, aunque en decreciente, su condición de potencia omnipresente.
Pero una cuestión sí que es innegable, el orden liberal que durante la coyuntura unipolar disciplinó discretamente Estados Unidos a partir de 1992 en la mayor parte del Viejo Continente, se halla en stand by. En todo caso, la evolución de transición del orden mundial y regional que se emprendió allá por la década de los noventa, no parece haber concluido aún y en los tiempos que discurren resultaría temerario extraer algunas supuestas hipótesis.
De cualquier modo, en el presente siglo no se ha registrado siquiera un conato lo bastantemente poderoso como para contrapesar la supremacía de Estados Unidos. Pese a todo, otros elementos favorecieron la verticalidad afín de su liderazgo internacional: unos de signo económico, como el colapso del sistema financiero; otros, de índole doméstico, como la progresión rampante del nacionalismo y las corrientes antiglobalización y el despecho electoral, fusionado a las fisuras en las élites políticas.
Aunque no se confirma una sacudida de contrarresto internacional contra el hegemón, los anteriores ingredientes aminoraron el apoyo interno de la administración norteamericana. A la par, comenzaron a aparecer coacciones para que decreciese el alto precio de su activismo y se apartarse de sus compromisos. En una palabra: para que canalizase su soltura en un rumbo aislacionista.
Llegados a este punto, la órbita de los revisionistas a modo de líderes disruptivos con enfoques contraproducentes, se irradia por doquier, envolviendo a regímenes y protagonistas con la falacia de ser democráticos y totalitarios.
En definitiva, en conjunción con el apogeo de actores revisionistas que ansían la mutación del orden internacional reforzado tras la finalización de la Guerra Fría (1947-1991), ha predispuesto el regreso a la rivalidad de grandes potencias. El tablero contemporáneo se extracta por la brega impertérrita entre aquellos países que buscan salvaguardar el statu quo y coligados por lo general bajo el término de Occidente, y aquellos otros de rastro revisionistas que acorralan su alteración.
Sea como fuere, junto a tales potencias revisionistas, otros actores operan sagazmente tratando de agrandar su poder relativo, mediante el usufructo y astenia de los sistemas democráticos y las economías abiertas. Esta carrera de fondo sistémica se desenmascara como una de las señas determinantes del siglo XXI y, obviamente, prescribirá el orden internacional futuro.
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