En plena asignación colonial Marruecos era un enclave estratégico que tanto Francia, como Reino Unido y Alemania, ambicionaban por el control que este territorio facilitaba sobre las aguas del Estrecho. Si bien, la Crisis de Tánger en 1905 detonó cuando Francia pretendió desplegar su influjo sobre Marruecos ante el rechazo del Imperio alemán. Como es sabido, para resolverlo se celebró la Conferencia de Algeciras (7/IV/1906) por la que a la postre Marruecos se convertía en un Protectorado francés.
No obstante, la parte Norte debía ser dada a otro estado neutral para que Francia no se hiciera con las riendas del Estrecho. España, que ya poseía territorios en la zona, adoptó el menester de disponer un Protectorado en este emplazamiento. Asimismo, se escindió Tánger, que quedó como ciudad libre e independiente de Marruecos.
Y es que, desde el punto de vista europeo entreveía abrir o cerrar una entrada hacia el Mediterráneo, cuyo peso estratégico había aumentado con el Canal de Suez. En tanto, que en ese contexto la actuación de Francia desató una amalgama de tensiones. Con sus luces y sombras y ante la sospecha amenazadora de ver extraviados los enclaves norteafricanos, más el escenario incierto que se cernía en el Estrecho y la seguridad de Baleares y Canarias, la respuesta española fue la de un Protectorado en el extremo septentrional del Imperio marroquí. Pero, si hubiera que destacar un punto de inflexión en el devenir de Marruecos, este sería la colonización que iba a producirse. Para entender su alcance, interesa tomar en consideración qué identificaba a la formación social marroquí antes de la irrupción de los europeos en sus tierras.
Inicialmente hay que comenzar desgranando que en la sociedad precolonial el principal elemento productor era la tierra, o lo que es igual, la agricultura de subsistencia proporcionaba la inmensa mayoría de la producción social. Apenas existía espacio para la elaboración de mercancías ni para el tráfico de dinero, más allá de las urbes. Con lo cual, el armazón de la propiedad de la tierra puede mostrar de modo genérico la organización de clases.
Mismamente, al concurrir una sociedad precapitalista, ser propietario no significaba tener la capacidad de acondicionar holgadamente el patrimonio. Luego, estaría refiriéndome a una propiedad preeminente, lo que entraña que la tierra y otros bienes inmuebles en numerosas ocasiones no podían comprarse ni venderse.
Dicho esto, existían terrenos conservados por sujetos, al igual que aquellos otros gestionados por el sultanato que se cedían en términos de usufructo, tanto a colectivos como a personas próximas a los intereses de la administración. Por otra parte, cada ciertos años los grupos campesinos y tribales se distribuían la tierra en lotes familiares. Sin inmiscuir, que la tierra también estaba en posesión de órdenes religiosas. De este modo, puede hablarse de comunidades campesinas, notables beneficiarios del favor real, propietarios individuales y órdenes.
En resumen, se trataba de una colectividad acomodada por numerosos grupos, cada cual con sus tradiciones, hábitos y fórmulas jurídicas. Claro, que la hegemonía política del sultanato estribaba en la capacidad de mediar entre cada uno de los estratos antes indicados. Ni que decir tiene, que este trazado experimentaría un deterioro significativo durante el siglo XIX. Y a raíz de aquí, Marruecos se abre a la comercialización europea y el sultanato se ve inmerso en varias guerras frente a Francia y España, gracias a lo cual Occidente aplica sustanciales prerrogativas comerciales y un estatus jurídico exclusivo para los europeos. Así, desde los puertos al interior, la economía mercantil gana terreno como consecuencia de la inyección del capital extranjero.
En otras palabras: la propiedad usufructuaria se va desentrañando cada vez más en razón de la posesión, o séase, de la explotación y disfrute a la propiedad privada en sentido riguroso, más la importación de géneros europeos quiebra al artesanado marroquí, que a su vez, encabeza diversas revueltas como las sucedidas en Fez. En paralelo, el conjunto poblacional se agrupa en los centros costeros. Buen ejemplo de ello es Casablanca, que en pocas décadas transita cuantitativamente en su número de habitantes.
"El empuje colonial vislumbró una resistencia implacable, la de los rifeños, amos y acreedores de la iniciativa combatiente, sobre todo, en las partes más impenetrables que resistieron en pie de guerra en elevaciones y cerros"
Llegados hasta aquí, las diversas perturbaciones y desajustes sufridos por la sociedad precolonial minaron visiblemente la autoridad del Estado, incompetente y negado a encarar los muchos cambios. Amén, que los poderes europeos comprometieron su indisposición financiera, hasta el punto, de que para el año 1910, el gobierno pendía prácticamente de préstamos de bancos europeos para financiarse. Y en el empaque militar, Francia y España materializaron una expansión belicosa en toda regla en los años posteriores al Protectorado.
Dada la extenuación perceptible del sultanato, llama poderosamente la atención que la colonización de Marruecos quedara muchísimo más rezagada en el tiempo que la de otros estados contiguos; con escasa diferencia de un siglo más tarde que en el caso concreto de Argelia (1830). El motivo principal, algo que no ha cambiado a lo largo de la historia, es que Marruecos ocupa una lugar estratégico relevante entre el Océano Atlántico y el Mar Mediterráneo y cómo no, este país era pretendido por varias potencias imperialistas.
Hay que tener presente que en Marruecos existían importantes activos británicos, junto al efecto dominó movido por la proyección colonialista francesa, más la acometividad alemana y los alicientes españoles en el Norte. La gravitación de las réplicas interimperialistas entorpecía la supremacía de unos y otros. Definitivamente, como ya se ha expuesto, se optó por repartir el país entre Francia y España, junto con el visto bueno francés del dominio británico sobre Egipto y la cesión de Camerún a Alemania.
Así, se rubrica el Tratado de Fez (30/III/1912) por el que Marruecos resulta un Protectorado dirigido por Francia y con una zona de influencia española en el Norte. Lo que a posteriori acontece ha sido pormenorizado por muchos analistas: desde 1912 hasta 1956, Marruecos ve dilapidada su independencia y pasa a operar bajo un Protectorado en el que el Sultán y su gobierno, serán peleles a meced del colonialismo franco que maneja con finura la autoridad religiosa del Sultán para favorecer la propia.
No quedando aquí la cuestión, el Tratado trae consigo la aceptación francesa para ultimar sesiones internacionales, adjudicarse préstamos para la financiación del sultanato y emanar los decretos oportunos, que a la hora de la verdad quedaban consignados por el apoderado francés, aunque se divulgaban con el refrendo del Sultán. A cambio, la autoridad colonial se implicó de lleno en conservar y defender la posición respetable del Sultán, así como de la aristocracia terrateniente que había prevalecido tradicionalmente en su andadura. De hecho, la mediación hispanofrancesa ya había impedido la destitución del monarca en el levantamiento desencadenado en 1911.
Desde este momento, los latifundistas notaron el aumento desmedido de sus arcas gracias a su cooperación con los intereses europeos, a los que surtieron amplias redes clientelares guiadas por caciques cuya atribución derivaba del mantenimiento del colonialismo.
No ha de soslayarse, que en el andamiaje del Protectorado, las metrópolis y las clases preponderantes estaban aunadas por un fin concreto: el saqueamiento y la explotación del pueblo marroquí. Además, desde hacía décadas la aristocracia y la burguesía nativa dependían de Europa. Después del Tratado de Fez, esta sujeción se va definiendo y fortaleciendo y Francia ultima la ocupación de la región. Con este Tratado, la República Francesa se había comprometido a preservar el trono afianzando el gobierno frente a los tumultos del interior. Ciertamente, terminó siendo una evasiva para ostentar la colonización como una infundada pacificación del territorio.
Aunque la pacificación, valga la redundancia, se alegó en base a la disconformidad existente entre las extensiones árabes bajo potestad del sultanato y el interior amazigh, donde apenas llegaba la influencia real.
Entretanto, disponiendo las ciudades como centros neurálgicos, el ejército extendió los límites fronterizos interiores con una composición de metodologías duras y blandas. A su progresión le acompañó la mejora de la producción agrícola y las obras de carreteras y vías férreas, fundamentalmente, en las franjas de minería de fosfato.
Simultáneamente el empuje colonial afianzó un corredor al Sur del Rif que enlazara el litoral atlántico con Argelia y robusteció el trayecto que conectaba Fez y Marrakech. Una coyuntura que ahora viabilizaba un mejor control sobre la cartografía. Pero más allá de éstos, se vislumbró una resistencia implacable, la de los rifeños, amos y acreedores de la iniciativa combatiente, sobre todo, en las partes más impenetrables que resistieron en pie de guerra en elevaciones y cerros. Pero, para entonces, los sectores de interés económico eran explotados, conduciendo a Marruecos a ser el mayor exportador de fosfato.
Obviamente, la colonización afectó ampliamente al campo. Los franceses cuadruplicaron el espacio cultivable con métodos innovadores y auspiciaron la centralización de la propiedad terrateniente, aniquilando la agricultura de subsistencia anterior. Esto presumió el despecho de las objeciones de clase: cada vez se diversificaban con mayor realce un foco de propietarios frente a una aglomeración de desposeídos. El campesino se vio desgajado de su actividad tradicional, forzado a emigrar a las urbes o ganarse la vida como asalariado.
Y como no, las campañas militares limpiaron el terreno para la colonización agrícola. Como dato revelador, en 1932, los colonos europeos contaban con más de 210.000 hectáreas de tierra, más otras 485.000 valoradas en manos de los no inscritos. La mayor parte se la apropiaron los terratenientes nativos y los extranjeros.
Pese a todo, en los extremos de este sumario de acumulación igualmente prospera una clase autóctona de campesinos propietarios, a modo de una pequeña y mediana burguesía rural marroquí que llega a operar con casi 100.000 integrantes.
Hay que hacer un inciso en la sociedad rifeña precolonial, siendo básicamente rural como la comunidad marroquí. Adquiría lo esencial de la agricultura y ganadería y sus herramientas eran primitivas. La explotación agrícola por sí misma, iba a ser insuficiente para sostener su densidad poblacional, es por ello por lo que debía valerse de medios como la artesanía, la pesca, la emigración o la piratería en sus diversas formas.
También hay que subrayar el fuste de los zocos por su protagonismo económico, al igual que de encuentro y donde se alcanzaban decisiones cruciales. La ganadería se relacionaba de modo más representativo en las tribus de carácter trashumante. Por ende, la disposición sociopolítica era enrevesada y la familia instituía el soporte de organización, continuada por el clan, la fracción, la cabila y la confederación.
En base a lo anterior, no son pocos los notables, comerciantes y campesinos que se enriquecen a costa de la desposesión de la mayoría. Esta ordenación se modulará políticamente por su proximidad a la tradición y la susceptibilidad imperante hacia la tendencia occidental.
Ello se descifra en la apatía hacia los nacionalistas urbanos y la inclinación por el sultanato. Hechos, que junto a la dependencia de los franceses revelan el inmovilismo preliminar. En verdad, los terratenientes no eran un grupo homogéneo, por lo que la dominación francesa sobre el agro se armó mediante el entendimiento entre diversas clases y la asistencia de los caciques locales.
De cualquier modo, en las urbes que aumentaron exponencialmente, la gestión colonial se sostenía en el caciquismo. Los lugareños de los barrios bajos y los suburbios donde se acumulaban la mano de obra barata, dependían en gran parte para subsistir del amparo de las redes clientelares.
De la misma manera, en las metrópolis aparecieron capas medias que se aprovechaban en menor envergadura del rendimiento de las masas. Llámense pequeños y medianos empresarios, abogados, funcionarios, periodistas, especuladores y comerciantes, mafiosos y caciques.
Para ser más preciso en lo fundamentado, los mayoristas de Fez exhibieron gran capacidad de adaptabilidad, logrando frotarse las manos con imponentes patrimonios, gracias a su contribución solapada con los colonos.
Aunque pueda determinarse el engarce entre Marruecos y Francia como uno de sometimiento o de gancho político y económico, no es lo bastante como para rotular al caso con el nexo entre ambos Estados. Quedarse simplemente en este cariz, imposibilita contemplar con nitidez que el colonialismo no es un dominio externo e inconexo.
"Esta andadura beligerante caló hondo en el imaginario colectivo de la población autóctona, con arduas penurias y estrecheces y en un período de cambios impetuosos e incoherencias flagrantes"
En Marruecos, como en tantos otros territorios del planeta, la colonización rehace y consolida el predominio de las élites consagradas, desplegándose una paradoja entre quienes salen favorecidos del statu quo y otros afectados negativamente. En tanto, la burguesía terrateniente residía de manera rimbombante por sus elevadas rentas, extrayendo provecho exorbitante del proceso de proletarización subsistido dificultosamente por la población. Tanto en el campo como en la ciudad, el engranaje del Protectorado se centra en la alianza entre las metrópolis y las clases influyentes de Marruecos.
En este entramado de alianza entre las metrópolis francesas y las clases dominantes marroquíes, es preciso incidir sucintamente en la figura del Mariscal Louis Hubert Gonzalve Lyautey (1854-1934) , Residente General de Francia en Marruecos y personaje histórico que no requiere presentación alguna. Como tal, se convirtió en el máximo exponente del colonialismo ilustrado francés y en la encarnación del modus operandi de expansión indirecto, por medio de la escrupulosa superposición de planes de persuasión política y acción militar.
Su ímpeto en el Protectorado fueron incontrastables en los treces años en que cumplió la Residencia General de Rabat, como en ser modelo para la expansión pacífica de los imperios europeos en el universo árabe. Dada su disposición en la cúspide de la dirección colonial francesa, incluso ejerciendo brevemente la ocupación de ministro de Guerra en 1917, sus consideraciones sobre la legitimidad de la representación española en Marruecos resultaron fundamentales.
Y como no podía ser de otra manera, el Protectorado francés trajo consigo amplias variaciones administrativas al curso existente bajo el Imperio Jerifiano. Primero, conjeturó el desenvolvimiento sobre la totalidad del territorio de la autoridad política y administrativa del poder central; y segundo, para institucionalizar convenientemente la autoridad, el Protectorado hubo de acogerse a procedimientos burócratas modernos que estuvieran a la altura de las circunstancias, al objeto de implementar los nuevos requerimientos sociales y económicos.
Aun así, uno de los fundamentos principales del Protectorado se asentaba en conservar los organismos locales arraigados y los cuadros específicos de la Administración. Este principio se apoyaba en la noción de que es más sencillo controlar por la intermediación de una cantidad definida de jefes locales, que afianzar la Administración directa. Asimismo, se sustentaba en el interés de incorporar los marroquíes a la vida administrativa, bien para instruir a las poblaciones dependientes a resolver por ellas mismas sus propias cuestiones, y por otro, sortear que cayesen en una postura crítica por encontrarse distanciadas de toda responsabilidad de poder.
A este tenor, el Protectorado ha sido descrito jurídicamente por diversos historiadores, como un sistema que disponía a las autoridades autóctonas la práctica de las competencias de derecho público en manos del Estado protector. Y entre las dos predisposiciones de la colonización, la asimilación o autonomía, ésta última se valoró como la más pertinente para el régimen jurídico del Protectorado francés.
Pero a pesar de lo señalado en el párrafo anterior y en el entorno que subyace, los agentes franceses se vieron comprometidos a priorizar la Administración directa junto con el control. La lógica que sugieren varios analistas para fundamentar el hecho de la Administración directa por el ala francesa, es que ésta no resulta de la adversa aplicación, sino de la necesidad. Recuérdese al respecto, que uno de los propósitos del Protectorado era aplacar y amortiguar cuantos reproches y condenas se daban en Marruecos.
O mejor dicho, someter todo el territorio y esto no se consiguió hasta 1934.
En cuanto a los marroquíes, estaban faltos de formación para encargarse mínimamente de una Administración como la demandada. Y como punta de lanza, el nacionalismo extremista se aprestaba a defender la no cooperación con los franceses.
En síntesis, el Protectorado entrevió una fisura entre Administración y sociedad, porque las entidades nacionales y una minoría selecta social fueron relegadas desde 1912. En contraposición, los entes establecidos por el Protectorado estaban impresos por su aspecto francés en una doble vertiente: tanto por su naturaleza, como por quiénes las dirigían. Ahora bien, hay que distinguir que en los últimos años del Protectorado, se procuró tender la estampa de los diversos sectores de la población marroquí y avivar entre ellos la importancia de la vida pública.
Esta visión de signo político como preámbulo a una vía democrática, estuvo inicialmente descartado del peldaño gubernamental y evidentemente del legislativo. La coartada que ofrecían los franceses gravitaba en que la democracia era más bien un principio irreconciliable con el principio teocrático en el que se apoyaba la autoridad del Sultán. Así, el perfil político únicamente era admitido para la Administración.
Finalmente, años más tarde del Protectorado, de las antiguas potencias coloniales europeas en África, la República Francesa es la única que elogia que su reputación internacional en este continente es inseparable de su proyección y talante.
El producto perspicaz de esta convicción es el acogimiento de una política africana cimentada en divergencias opacas y las redes clientelares a favor de sus beneficios, en contra del progreso de los estados africanos y de su falta de previsión para enfrentar los cuantiosos envites de la globalización.
En cambio, desde que el Reino de Marruecos obtuviese su independencia allá por el año 1956, no ha cejado en su empeño de expandir sus límites fronterizos, fundamentalmente, a costa de las circunscripciones coloniales que España poseía en la región, convirtiéndose en la excolonia africana que territorialmente más ha avanzado y con unas políticas expansionistas más vigorosas.
Curiosamente, tras la descolonización, Francia consiguió fomentar las relaciones con sus antiguas colonias de África, -aunque no así con Marruecos, con fricciones dispersas-, mediante convenios de cooperación económicos, culturales y militares. Fruto de éstos y a la constancia de sus fuerzas armadas, se enarboló como el paladín de los nuevos Estados en el marco de la Guerra Fría (1947-1991). Aun así, para el cumplimiento de esta política no solía contar con el apoyo de sus socios occidentales.
Sin embargo, las reprobaciones cosechadas, particularmente tras el genocidio de Ruanda (7-IV-1994/15-VII-1994), apremiaron a los dirigentes franceses a activar los instrumentos incipientes de política exterior y seguridad europea para relegitimar su inercia en África. Esta europeización de la política africana de Francia reportó al ejercicio de misiones de la Unión Europea (UE), aunque ello no encajó para quitar autonomía a los intereses franceses en África y tachar las discrepancias habidas con los países europeos.
En consecuencia, la figura administrativa del Protectorado, sin más, era un artificio para desenvolver toda una empresa de conquista por parte de Francia y como no, de España en Marruecos. Pero, de igual forma, era incuestionable que la firma del Tratado de Fez arrastraría a España una carga bastante gravosa que se pagaría con un alto coste de vidas humanas.
Y en perspectiva, esta andadura beligerante caló hondo en el imaginario colectivo de la población autóctona, con arduas penurias y estrecheces y en un período de cambios impetuosos e incoherencias flagrantes: era clarividente la enorme desigualdad dominante y el influjo en la superioridad de algunos grupos sociales, étnicos, económicos y culturales, sobre el resto, que no trataba de justificarse en igualitarismos.
Y en el baúl de los recuerdos, Francia sugiere, pero en el fondo formula y al final acaba decidiendo lo que más le interesa: la discutida polémica de delimitación fronteriza en lo que atañe a las posesiones españolas del Sur de Marruecos y el contencioso territorial franco-español en la zona.
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