Opinión

Fidel Pagés, la fuente de inspiración militar para tiempos de guerra

Al discurrir por personas que han brillado con luz propia, pero cuyo resplandor se ha desvanecido al quedar su memoria apenas como una sombra fugaz de lo que debía haber sido, cierto es que en la corte de médicos, tal vez, por el fallecimiento prematuro y exigua transmisión de su obra entre sus contemporáneos, haya favorecido decisivamente a esta omisión, a pesar que su evocación se conserva viva, pero no es precisamente la de un cirujano excepcional al que se nombre con letras de oro en el imaginario colectivo.

Sirva esta introducción de homenaje y dedicatoria a todo un talento con traza militar, que cambió para siempre el horizonte de la cirugía y la anestesia; foco de la ciencia médica que las generaciones recientes desconocen, aunque décadas de exclusión o abandono, configuren una rémora difícil de superar.

Obviamente, me refiero a don Fidel Pagés Miravé (1886-1923), médico oscense, figura insigne y semblanza de un experto de su época, polivalente, atrevido e inquieto por el campo de la medicina que abriría brecha en circunstancias precisas de la Historia de España, dejándose la piel para mejorar la atención sanitaria y dedicarse en cuerpo y alma a la investigación y divulgación científica, que irremediablemente le reportaron a entornos concretos como el ‘Desastre del Barranco del Lobo’, en el marco de la ‘Guerra del Rif’, 1909; o en las entrañas de la ‘Primera Guerra Mundial’ o ‘Gran Guerra’, 1917; o en los preludios del ‘Desastre de Annual’, 1921; para finalmente, suscitar el nacimiento de una técnica revolucionaria y pionera, que desembocaría en la anestesia epidural, obra magistral de su talento inagotable.

Ciñéndome en el protagonista de esta narración, actualmente no existe una biografía o análisis descriptivo pormenorizado y exhaustivo sobre sus dotes acreedores. No obstante, como preliminarmente se ha indicado, dos de sus inconvenientes principales subyacen, primero, en su muerte precoz, que a todas luces le imposibilitó concluir una de las mejores carreras dentro del ámbito de la cirugía de principios del siglo XX.

Y, segundo, porque a pesar de presentar su obra con remarcado carácter ascendente, recaería en el desliz de la falta de difusión no meramente atribuible a su persona, sino en mayor medida, a una no solapada desestimación que en aquellos trechos, evidenciaba la medicina alemana y francesa hacia la española. Incuestionablemente, este antagonismo empantanó que abundantísimas investigaciones y reconocimientos cristalizados en España, no surcaran más allá de nuestros límites fronterizos.

Por otro lado, sabedor que este relato necesitaría de un recorrido muchísimo más amplio del que me otorga el texto, para desgranar la impronta de una obra científica inacabada y por desenvolver, las primeras fuentes bibliográficas que traen una significación de las actividades profesionales de Pagés, corresponden al Archivo General Militar de Segovia, mediante su Hoja de Servicio, en las que se refieren las vicisitudes de su afinidad castrense y los hechos de su acontecer, en correlación a los progresos avanzados. Paralelamente, otro manantial de sumo interés recae en el Expediente Académico Universitario junto al de Bachiller, atesorados en la Facultad de Medicina de Zaragoza.

“Sirva lo que aquí se escribe, en homenaje y dedicatoria a todo un talento con traza militar, que cambió para siempre el horizonte de la cirugía y la anestesia, aunque décadas de exclusión o abandono, configuren una rémora difícil de superar”

Dándose por iniciado este recorrido apasionante, su obra científica está subordinada y unida a los destinos y localidades con los que se relaciona en su intenso itinerario profesional. Asimismo, uno de los puntos fuertes de su temperamento como médico, lo consagra a la Sanidad Militar. Fundamentación que me lleva a acentuar una síntesis de su autobiografía, sin ser lo suficientemente detallada como merece, para entrar de lleno en los méritos que lo engrandecen en su faceta más humana.

Así, sus primeros estudios los realiza en el Instituto de Huesca donde accede en 1896, hasta obtener el ‘Grado de Bachiller’. Momento de su juventud que coincide con tiempos agitados para España, marcados irremediablemente por la preservación de los últimos reductos coloniales del antiguo Imperio Español como Cuba, Filipinas, Marruecos, etc. Ese mismo año comienza la carrera de Medicina en la Universidad de Zaragoza.

Posteriormente, después de siete años de aprendizaje, el 12/VI/1908 consigue el título de Medicina con un expediente impecable, documentado con once matrículas de honor, doce sobresalientes y cuatro notables. Intervalo en el que intercala un curso de lengua alemana en la Escuela de Comercio Zaragozana. También y mediante oposición, logra el Premio Extraordinario de la Licenciatura de Medicina expedido por el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes.

Al concluir su formación universitaria tan brillantemente, muy pronto afronta las oposiciones al Cuerpo de Sanidad Militar en el que ingresa el 30/IX/1908; cumpliendo con el Solemne Juramento de fidelidad y promesa a la Bandera, ante el Regimiento de Asturias Número 31. Seguidamente, es destinado al Hospital Militar de Carabanchel con el grado de Médico Segundo, tras superar los conocimientos en la Academia Especial de Sanidad, en los que formaliza las disciplinas del doctorado en las Facultades de Medicina, Farmacia y Ciencias de la Universidad Central de Madrid.

De inmediato, Pagés, no tarda en encontrarse ante el primero de sus bastiones: la ‘Guerra del Rif’ (8-VI-1911/27-V-1927) o ‘Segunda Guerra de Marruecos’. En julio de 1909 llega a Melilla y se topa con una de las efemérides más sombrías del dietario bélico de España: el ‘Desastre del Barranco del Lobo’ (27/VII/1909). En este entramado observa con estupor los heridos por cientos, dilucidando la labor de la atención médico-militar en el Norte de África. Tal es la repercusión que le incita, que en pocos meses organiza una compañía de ambulancias de montaña, con el propósito de situarse en la primera línea del frente y con ello, atender a los heridos y evacuarlos.

En otras palabras, un choque empedernido se desencadenó unas horas antes a escasos kilómetros de Melilla: las cabilas bereberes habían acorralado a las tropas de leva poco adiestradas y nulamente motivadas y sin protección artillera, quedaron a merced del fuego de los rifeños que disparaban desde las montañas. La operación se había verificado con poca destreza. A pocas horas de desembarcar en tierra africana, Pagés, se encontraría en un quirófano combatiendo al filo de lo imposible. El escenario en el que se bate es aterrador: más de cien muertos y cerca de seiscientos heridos.

Viéndose sobrepasado ante las cifras de mutilados y lesionados que, por doquier, invadían la enfermería, hasta el punto, que estando contra las cuerdas entre tanta desolación, optó por ingeniárselas con otros métodos al objeto de salvar el mayor número de vidas.

En los meses sucesivos, mientras la guerra brama y no cesa en su violencia, Pagés es consecuente del estado patético de los escalones médicos. En múltiples encrucijadas los heridos agonizan extenuados hasta que alguien se compadezca de ellos y los reubique a retaguardia, o llegan hasta allí por sus propios medios, si es que se puede denominar esta situación a alguien que se arrastra durante kilómetros a ciegas.

Indiscutiblemente, las bajas se incrementan de manera demoledora y la moral de los soldados está a los mínimos. De hecho, ya nadie está por labor de ser destinado a África, que se ha ganado los tintes de una fatídica reputación ante la hecatombe de la muerte. Pagés, como buen patriota, siente la necesidad de hacer algo al respecto.

Entre tanto, los acometimientos se desarrollan distantes al asentamiento asistencial y, es por ello, que con tenacidad, crea una unidad móvil preparada para desenvolverse en la línea de batalla. Su equipo de cirugía que parecía un ingenio descabellado, ahora logra rescatar a un número importante de heridos que, de uno u otro modo, a su suerte hubieran perecido dramáticamente sin remedio, ante las dificultades de ser desplazados y socorridos.

Sin embargo, el panorama sanitario mejora sustancialmente y el ratio de resistencia se dispara. Pagés es recompensado y, por vez primera, se interesa por un sistema de anestesia que, en aquel momento, ni tan siquiera merodeaba en la mente de los más perspicaces.

Justamente, aquí se fragua la leyenda de Pagés, cuando numerosos soldados relatan en su vuelta a casa, cómo un grupo providencial de cirujanos surgían entre las deflagraciones y fuegos cruzados, para ser rescatados milagrosamente.


Agotada para ser madurada y, si acaso, curtirla con la experiencia vivida en el Rif, se entrega a la investigación y consiguiente publicación de varios artículos científicos. Prueba de ello, lo corrobora el Congreso de Medicina de Budapest celebrado en 1910 y que conjetura el punto de inflexión en su trayectoria por la investigación; teniendo lo allí expuesto el visto bueno de sus colegas.

Tanto es así, que Su Majestad la Reina María Cristina de Austria (1858-1929), no debiéndose confundir con María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, le convierte en uno de sus médicos particulares.

Si bien, una nueva guerra franqueará el camino de Pagés.

En esta ocasión, le abordará la ‘Primera Guerra Mundial’ (28-VII-1914/2/XI/1918), llevándole hasta los campos de prisioneros en Austria, donde a destajo contribuye en amputaciones acompañando a médicos austriacos y alemanes, como miembro de una Comisión Internacional adscrita a la Cruz Roja. Es preciso incidir, que tanto en el Norte de África como en Europa Central, desempeña su cometido con escasez de recursos y en mitad de deplorables condiciones de higiene, allende a los límites de su entereza que se agrava por la incidencia de la improvisación: pintándose de sangre lo inmaculado de su bata, plantando cara a la muerte y rondándole en su raciocinio una interpelación: la viabilidad de una anestesia que suprimiera, o al menos disminuyese, el tormento de sus pacientes.

Años más tarde, la notoriedad de su profesión y la donación inconmensurable por esta causa, le otorgaría la réplica: la epidural. El descubrimiento no habría fructificado sin la usanza y maestría acumulada sobre el terreno hostil de la guerra, con coyunturas de enormes tribulaciones como las relatadas en este pasaje.

Además, inmerso en su responsabilidad con el Estado Mayor, recibe una nota en la implementación del Plan de reorganización del Ejército, haciéndose consignar sus virtudes de comprensión y elevado compromiso en el desempeño de sus deberes.

Una vez retorna a la capital del Reino en 1919, será uno de los momentos más destacados de su singladura, al instituir junto al doctor Ramírez de la Mata la ‘Revista Española de Cirugía’, siendo a la par, fundadores, directores, colaboradores y críticos. Y, como no podía ser de otra manera, en 1921, publica un artículo científico sobre el método de la ‘Anestesia metamérica y sus efectos’.

Con esta aplicación, Pagés, compila los resultados de más de cuarenta y tres operaciones practicadas con éxito, continuando esta técnica y administrando un anestésico local sintético que se concibió quince años antes. Simultáneamente, realiza una publicación en la ‘Revista de Sanidad Militar’ sobre la misma cuestión.

Pero, una vez más y de forma inesperada, la guerra se entrecruza en la instantánea de Pagés. En el albor en que a los ojos del mundo pretendía hacer ostensible el refrendo de la epidural, allá, en el Norte de África, el Ejército se tambaleaba con el ‘Desastre de Annual’ (22-VI-1921/9/VIII/1921). Aquello era inenarrable: el fallecimiento del General Manuel Fernández Silvestre (1871-1921) junto a los miles de soldados, producto de la insurrección de los rifeños alentados por Abd el-Krim (1882-1963), calaba hondamente en el abatimiento de España. Por esta fecha, se designa Alto Comisario de España en Marruecos y General Jefe del Ejército de Operaciones a don Dámaso Berenguer Fusté (1873-1953). Mismamente, éste, nombra Jefe de Sanidad del Territorio al Coronel Médico don Francisco Triviño Valdivia (1861-1934).

Conjuntamente, a través de una Orden de Plaza con fecha 11/IX/1929, se constituyen dieciocho Equipos de Cirugía acomodados por un cirujano Jefe, ayudante, anestesista médico o practicante y dos enfermeros o sanitarios.

Conforme los acontecimientos se precipitan, el encarnizamiento y la mordacidad de los combates agrandan cuantiosamente el dígito de bajas y decesos, por lo que una de las primeras medidas es el acondicionamiento de los establecimientos militares como los hospitales.

El calamitoso suceso de Annual imprimió la remesa de tropas a Melilla, por entonces, sitiada por los sublevados. Entre las ayudas enviadas resultaron figuras tan insignes de la cirugía como Nogueras, Bastos o don Mariano Gómez Ulla (1877-1945), nombrado Director de los Servicios de Cirugía y, como no, el médico Pagés, destinado el 5/IX/1921 como cirujano Jefe de Equipo del Hospital Docker.

En este lance coyuntural, Pagés está más curtido, decidiéndose con intervenciones que hasta los cirujanos más reconocidos de la época contemplaban inoperables, como contusiones abdominales o ‘drenajes transcerebrales’, como él mismo calificaría en uno de sus documentos.

De las palabras a los hechos: resultó chocante que la descriptiva reunida en los puestos quirúrgicos avanzados, estaban por encima de las que se elaboraron en el Hospital Docker, hipotéticamente, mejor abastecido y acondicionado con un 70% frente al 52%.

De suponer, que este contraste incumbiese al dinamismo con que se operaba a los heridos evacuados a los puestos avanzados, a diferencia de las horas eternizadas, si las mismas se realizaban en el Hospital. Sin inmiscuirse, como literalmente expuso Pagés: “… soy un convencido que con buena voluntad y personal auxiliar entrenado, puede llevarse la asepsia a todas partes y no otra cosa hace falta para laparotomizar a un herido de guerra”. Confirmándose, la conducta abstencionista de no pocos cirujanos, ante el recelo de encarar una estadística con exceso de mortalidad.

En el fondo de la argumentación, Pagés, procuraba evadirse de estas inclinaciones y por ello indicó: “Hemos operado casos desesperados, en los que por anticipado podía hacerse el pronóstico fatal; pero, era necesario buscar la pequeña posibilidad de curación con el bisturí en la mano y con la mente alejada de los resultados estadísticos”.

Curiosamente, valorando el papel decisivo que ha entrañado la anestesia epidural para la medicina en los siglos XX y XXI, su expansión quedó comparativamente desapercibida en España, y menos aún, fuera de ella, porque la revista se editaba únicamente en castellano.

Lo cierto es, que habiendo ascendido a Comandante médico en 1922 y tras años atajando el umbral de la muerte salvando vidas, Pagés, solicitó unas meritorias vacaciones que acabaron con su infortunado y temprano adiós definitivo: tras unos días de descanso en Guipúzcoa y de vuelta a Madrid cuando marchaba con su familia, inesperadamente, su efervescencia y entusiasmo dejaron de centellear.

Hay que remontarse a la mañana del 21/IX/1923, muy próximo a la localidad burgalesa de Quintanapalla, con el fatal desenlace de su automóvil accidentado gravemente. Pagés, moriría en el acto, mientras que su cónyuge e hijos, sufrieron heridas de consideración. La noticia corrió como la pólvora y entre una muchedumbre y gran resonancia en los medios de comunicación, sus honras fúnebres se tupieron de amargura. Gradualmente, su estela se extinguió hasta quedar postergada.

Singularmente, algunos de los médicos que batallaron codo a codo junto a él, prosiguieron usando con pasión la praxis de la anestesia epidural, que de manera vehemente se sesgó y desplomó en la apatía. Hubo de transcurrir poco más o menos, una década, o séase, 1932, cuando el médico italiano don Achilles Mario Dogliotti (1897-1966), se apropió el derecho de atribuirse el descubrimiento, llevándose la gloria al publicar en la prestigiosa revista científica ‘American Journal of Surgery’, los hallazgos pertenecientes a Pagés.

Por fin, hubo de dar su brazo a torcer en su obstinación y sentir cargo de conciencia, porque en 1935, don Alberto Gutiérrez, Jefe del Servicio de Cirugía de Mujeres del Hospital de Buenos Aires, sería quién alzó la voz alto y claro para sustentar la autoría de Pagés, en los que Dogliotti confesó que el cirujano español era el verdadero padre de la anestesia epidural.

Llegados hasta aquí, no cabe duda, que la amnesia a modo de desmemoria hace honrosas distinciones, por ello, en el año 1926, el Ministerio de la Guerra, Departamento Gubernamental vigente entre los años 1851 y 1939, respectivamente, determinó modificar el nombre del ‘Hospital Docker’ de Melilla por este otro: ‘Hospital Capitán Médico Fidel Pagés’, en deferencia a su persona. Sin soslayarse, la placa presente en el quirófano de este centro que perduraba para no enmudecer lo que allí se promovió: “Aquí operó Pagés, sirviendo a la Patria enalteció la ciencia”.

Por último, en 2012, se ultimaría el cierre de dicho ‘Hospital’ y con él se apagaría el alma de Pagés. Luego, cabría preguntarse: con el paso de los años y el acoso a la memoria histórica, ¿sobrevivirá esta placa, emblema de una aportación de tal calibre, o será presa de la ingratitud con el descuido?

En consecuencia, Pagés, fuente de inspiración para tiempos frenéticos de conflictos bélicos, emprendería una batalla valerosa y esforzada por un sistema de anestesia inconcebible. Tras operar miles de ocasiones, no estaba dispuesto a ver padecer más, sin necesidad, a hombres y mujeres en las mesas de quirófanos; para ello, se adentró en una variedad de destrezas traumatológicas y quirúrgicas.

Con todo, en los años veinte, Pagés, cooperó decididamente en la innovación de la cirugía en España y se integró activamente en la restauración del Sistema Militar de Salud Española.

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