Entre los días 30 de noviembre y 12 de diciembre de 2023, respectivamente, se ha celebrado en Dubái la Vigésimo Octava Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC), más conocida como COP28. Sin duda, ha sido una reunión de alto nivel escabrosa, como todas sus antecesoras, fundamentalmente, a partir de 2019 con la incidencia de la crisis epidemiológica del coronavirus, además de la invasión rusa de Ucrania, el conflicto bélico desatado entre Israel y Hamás y sus resonancias internacionales.
Recuérdese que la última reunión del clima efectuada en Sharm el-Sheij, dejó malas sensaciones. Si bien, es innegable que estableció un engranaje para que los estados desarrollados equiparen a los más vulnerables por los perjuicios que les origina el cambio climático, pero no se determinaron las referencias de su financiación. Tampoco se prosperó en el compromiso de los países ricos de contribuir con 100.000 millones de dólares anuales para sufragar la acción climática de los más necesitados.
Igualmente, la COP27 se cerró con el deseado pacto de una estrategia específica para dejar los combustibles fósiles que sea posible alcanzar el principal objetivo del Acuerdo de París. Es decir, conservar el aumento de la temperatura global en torno a los 1,5 ºC respecto a los niveles preindustriales. Y es que el Consejo Europeo precisó un punto de vista diplomático común para influir en la COP28, en favor de una evolución global encaminada hacia sistemas energéticos libres de combustibles fósiles antes de 2050, no sólo por principios climáticos, sino también por la volatilidad económica y la fragilidad geopolítica.
No obstante, el acuerdo del Consejo demanda dejar de capitalizar el carbón de manera inmediata y no apoya la misma dureza con el petróleo y el gas. El entresijo de alcanzar este compromiso ya quedó palpable en la COP27 de Sharm el-Sheij. El Acuerdo de París considera que cada cinco años se materialice un estudio de cómo prospera su ejecución. En la COP28 se expusieron las conclusiones del primero de estos balances emprendido en la COP26 de Glasgow, y en una reunión los agentes de la Comisión Europea solicitaron que este recuento no quede en agua de borrajas con un escueto análisis, sino que se aproveche de base para constituir sendas reales que disminuyan las emisiones, optimicen la adaptación y fortalezca la financiación climática.
En 2009, los países desarrollados se obligaron a facilitar 100.000 millones de dólares anuales para la inversión climática a partir de 2020. Hoy, ese empeño está lejos de consumarse, porque un Informe de Oxfam Intermón opina que el valor real de la financiación no pasó de los 24.500 millones. Y entretanto, la Unión Europea (UE) comparecía a la COP28 con la aspiración de conseguir compromisos firmes, sobre todo, de los estados del G7 o Grupo de los Siete, para que la meta de los 100.000 millones se plasmase en 2023. Conjuntamente, la UE ha dado algunos pasos para apremiar la financiación sostenible, como la conformidad de la taxonomía verde que sistematiza qué es y qué no es, una inversión sostenible. En Dubái, los Veintisiete iban con la aspiración de reavivar el Fondo Verde, un componente financiero admitido en la COP26 para trabajar a fondo en la adaptabilidad al cambio climático en los países en desarrollo.
Con estas connotaciones preliminares, si la cadencia de acrecentamiento en estas cumbres climáticas puede ser algo apesadumbrada, a día de hoy, por antonomasia, continúa siendo el foro fundamental para el ejercicio político climático que se demanda. Quizás, para aproximarse al éxito, la COP28 pedía que la ciudadanía y el movimiento climático influyese en los gobiernos y otros actores indispensables en las negociaciones, para que acatasen las soluciones climáticas.
Inicialmente, habría que empezar exponiendo que la COP28 no ha resultado ser el éxito esperado, pero tampoco una decepción, porque despeja otro planteamiento para aminorar las emisiones de gases de efecto invernadero, incurriendo taxativamente en la responsabilidad de los combustibles fósiles como son el petróleo, el gas y el carbón que producen la crisis climática.
Es sabido que definitivamente no se ha conseguido un objetivo de excluirlos paulatinamente, pero el acuerdo se centraliza en desempeñar una transición distanciada de ellos “de manera justa, ordenada y equitativa, para lograr la neutralidad climática en 2050”.
Al mismo tiempo, no se han alcanzado pactos vinculantes jurídicamente para los estados, lo cual sería una culminación verdaderamente deseosa y necesaria. Pero se mejora en otros frentes como rebajar en principio las emisiones mundiales diversas del dióxido de carbono, particularmente, las emisiones de metano para 2030.
Asimismo, se apunta manifiestamente por “triplicar la capacidad mundial de energía renovable y duplicar la tasa media anual mundial de mejoras de la eficiencia energética para 2030, además de “acelerar la reducción de las emisiones del transporte por carretera”, aunque sin establecer un propósito determinado. Del mismo modo, interesa subrayar la exclusión escalonada de “las subvenciones ineficientes a los combustibles fósiles” lo antes posible.
“La COP28 no ha resultado ser el éxito esperado, pero tampoco una decepción, porque despeja otro planteamiento para aminorar las emisiones de gases de efecto invernadero, incurriendo taxativamente en la responsabilidad de los combustibles fósiles”
En contraste, la exploración científica es más destacada y concluyente. No vamos en el sentido esperado: los métodos presentes que mantienen los países transferirían a un calentamiento entre 2,1 y 2,8 ºC, obviamente, por encima de la aspiración del Acuerdo de París de no extremar los 2 ºC y aspirar a los 1,5 ºC. Y entretanto, los científicos denuncian que el cambio se precipita y cada vez son mayores las derivaciones y alcances de la crisis climática: se agrandan los incidentes meteorológicos y los fenómenos extremos que están perjudicando al planeta.
Por lo demás, el año recientemente finalizado ha sido el más caluroso a nivel global desde que existen registros. Y los últimos nueve años han sido los más cálidos jamás reconocidos. Y en la misma tesitura, la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera ya franquea las 420 partes por millón frente a las 280 partes por millón de la época pre industrial y remotamente del valor seguro estimado que se emplaza en las 350 partes por millón. Y del acuerdo con el Balance Global ofrecido en Dubái, las emisiones de gas de efecto invernadero continúan creciendo.
De los nueve límites planetarios instituidos por la ciencia, se nos advierte del peligro de sobre pasamiento de seis de ellos: cambio climático, biodiversidad, contaminación química, cambio de uso del suelo, ciclo del nitrógeno y fósforo y el consumo de agua dulce. Pero también, los científicos hacen resaltar en que nos hallamos ante “puntos de no retorno” o “puntos de inflexión climáticos”, tales como el desvanecimiento de la capa de hielo de la Antártida y Groenlandia, la hecatombe de los corales, la indisposición de la circulación del Atlántico Norte y la fundición apresurada del Permafrost. O séase, cinco puntos climáticos de no retorno que están en la línea roja y ocasionan profundas inestabilidades con “efectos en cascada” que pueden redundar en ser calamitosos para la totalidad del sistema terrestre.
Sin inmiscuir, que inexcusablemente hay que tantear las interrelaciones entre la salud global y el cambio climático: este último es uno de los mayores desafíos para la salud de la humanidad. Es primordial acoger la visión de la salud en las cumbres mundiales del clima, como de hecho se ha subrayado en la COP28. El calentamiento global no sólo repercute en la salud del planeta, sino especialmente en la salud de los seres humanos. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS) es esencial impulsar la significación de “una sola salud”, refiriéndome a la humana, ambiental y animal, y percatarse de los estragos por el calentamiento global y los efectos coligados. Hoy, se sondean del orden de 490.000 muertes al año, principalmente por las olas de calor que es la anomalía meteorológica más mortífera relacionada al cambio climático.
Amén, que esta evidencia incurre en la contaminación atmosférica que origina más de siete millones de muertes prematuras al año por padecimientos cardiovasculares y otras enfermedades neurológicas, a la vez que desencadena un incremento de trastornos infecciosos como el cólera y el dengue. Mismamente, la crisis climática pone en jaque los sistemas alimentarios mundiales con una notable emergencia para la seguridad alimentaria.
Una alusión exclusiva merece la cuestión de las subvenciones a los combustibles fósiles. En la COP28 se ha abarcado el descarte sucesivo de “las subvenciones ineficientes a los combustibles fósiles”, aunque de manera indefinida, a menos que valgan para lidiar la pobreza energética o conceder la transición justa. Pese a ello, estas prestaciones han seguido creciendo desde el Acuerdo de París en 2015.
Otro tema elemental forma parte de la financiación y justicia climática para los más desamparados. Para desenvolver su resiliencia a los efectos de la crisis climática, las sociedades más frágiles precisan de apoyo financiero. Los estados desarrollados se obligaron en la COP15 de Copenhague en 2009 a activar nada más y nada menos, que 100.000 millones de dólares para 2020, haciendo hincapié en el ejercicio climático de amortiguamiento en los países en desarrollo.
Este propósito no ha sido logrado, mientras que el financiamiento para el ajuste es una exigencia añadida que pretende mayor asignación ante la apuesta adaptativa. A este tenor, se requiere una potente llamada de financiamiento privado que ahora conjetura cerca del 16 % del total y que posee un enorme potencial para obtener las miras climáticas y ambientales.
Como primicia financiera en la COP28 se ha conseguido establecer el “Fondo de Pérdidas y Daños”. Si bien, con demasiados ofrecimientos iniciales de financiación por parte de las naciones desarrolladas, pero sólo por una cuantía de 655 millones de dólares, a todas luces escaso para recompensar a los países vulnerables ante las cantidades de las catástrofes de la crisis climática.
A resultas de todo ello, el turno de la operación se extingue y no hay capacidad ni voluntad para contraer la contingencia de la acción. El período de 1990 se caracterizó por ser una década prácticamente desaprovechada, a pesar de haberse apodado como la “década ecológica”. Sin ir más lejos, en la Cumbre de Río 1992 se dio un paso sustancial en la intervención ambiental global, cuando se abordaron cuatro importantes convenios sobre el clima, la biodiversidad, la desertificación y una declaración de bosques.
Por aquel entonces, se aclararon que las “responsabilidades son comunes pero diferenciadas” entre los estados, tal y como se defendió en el principio número 15. A partir de este Convenio de Cambio Climático de 1992, en 1997 se propulsó el denominado Protocolo de Kioto, aunque por varias coyunturas pudo entrar en vigor en 2005. En él se introdujeron objetivos que ciertamente nos resultan exiguos y poco ambiciosos desde la posición reinante.
Hay que caer en la cuenta de que el Protocolo de Kioto punteaba una caída media de las emisiones en los estados desarrollados del 5%, en proporción con los niveles de 1990 para el quinquenio 2008-2012. Actualmente, puede constatarse los enormes esfuerzos para alcanzar el cero neto de emisiones en 2050.
Podría decirse, que se sostiene una falta de visual sistémica y holística. Realmente debemos referirnos a Cambio Global, circunscribiendo su expresión más definida como es el cambio climático, pero englobando la merma de la biodiversidad, las variaciones de uso del suelo, la contaminación y los residuos.
Hay que evaluar las fuerzas motrices de ese cambio global que están causadas por el crecimiento del conjunto poblacional, la progresión económica y la amplificación tecnológica. Y las crisis existentes están interrelacionadas y nos señalan objetivamente el paso de una “crisis global de sostenibilidad” del patrón dominante.
“La COP28 pedía que la ciudadanía y el movimiento climático influyese en los gobiernos y otros actores indispensables en las negociaciones, para que acatasen las soluciones climáticas”
En base a lo anterior, es preciso trazar planes específicos para enfrentar el Cambio Global. Aunque el cambio climático sea el hecho más manifiesto, debería intensificarse y reforzarse todavía más la perspectiva del Sistema Tierra para llevar consigo la protección del capital natural, los ecosistemas terrestres y marítimos, acelerando la meta de preservar el 30% para 2030 y, sobre todo, reconocer a las interrelaciones entre los sucesos climáticos y los procesos naturales. De ahí, que sería apreciable presentar las COP’s juntamente sobre clima, biodiversidad, desertificación, usos del suelo y contaminación.
Queda claro, que bajo este raciocinio podría admitirse una “gobernanza ambiental global” que esté en condiciones de ejercer una dirección responsable de los “bienes comunes globales”, como son la alta mar, la atmósfera, la Antártida y el espacio ultraterrestre y de los “bienes públicos globales”, donde la paz, la salud y la sostenibilidad del planeta conforman la punta de lanza.
No más lejos del sistema de Naciones Unidas, es imprescindible restablecer y generalizar el predominante “multilateralismo de élite”, como el que protagonizan los grupos del G7 o del G20 o Grupo de los Veinte, que aglutina el 90% del PIB mundial, el 80% del comercio global sobre la base de un “enfoque policéntrico”.
En este momento se están causando profundos cambios en el Sistema Tierra y si no se inspeccionan los estándares de gobernanza en cada uno de sus niveles, las alteraciones ambientales eclipsarán la capacidad de atemperación de nuestras sociedades y sistemas económicos.
Por eso, igualmente se requiere de otra gobernanza multinivel y multiactor para concretar otras estrategias y formas de concebir e implementar las políticas a nivel nacional y subnacional. Ello entrevé asumir un rumbo sistémico en lugar de una dirección de “silos” y departamentos estancos.
Hoy en día, las disposiciones convencionales han sido de prototipo paliativo y correctivo. Pero son inexcusables los remedios preventivos en origen. Con lo cual, los procedimientos y la reglamentación directa han quedado en agua de borrajas. A la par, han sido exiguos las modalidades de precios y los mecanismos económicos e instrumentos de mercado dispuestos para la internalización de externalidades por medio de la fiscalidad ecológica.
A pesar de los pequeños progresos habidos, se constata aún un desproporcionado “optimismo técnico económico”, como una excesiva confianza en los desenlaces tecnológicos y en los hallazgos económicos del mercado.
Valorando la incidencia de la COP28, con la referencia de avivar las energías renovables, se muestra como menos productivo el reforzamiento de las tecnologías de energía nuclear, la producción de hidrógeno con bajas emisiones de carbono y, sobre todo, los recursos de “geoingeniería” para la captación de almacenamiento de carbono que deja seguir empleando energías fósiles, y que particularmente se argumenta para la industria pesada donde es más dificultoso rebajar las emisiones.
Llegados a este punto de la disertación, nos hallamos ante una conflicto de un modelo económico capitalista e inducido por un motor fósil, siendo la ocasión de suscitar una transición socioecológica ante una indiscutible eventualidad planetaria.
Es preciso encaminarse a los orígenes y aplicar la emergencia para la acción y acometer las fuentes, que no es otra que la insostenibilidad de las maneras de producción, consumo, distribución dentro de un tipo de desarrollo y modos de vida acentuados por el capitalismo neoliberal. Se pretenden recursos reales, pero sólo serán viables con otro capitalismo y economía.
Hasta el Foro Económico Mundial, también llamado Foro de Davos, eje ideológico del capitalismo, ya se viene dialogando de un “reseteo del capitalismo” o de un “capitalismo socialmente responsable”. Y ciertamente allí, a través de sus datos sobre los peligros integrales, se desenmascara que las fatalidades ambientales son de primer orden para la compensación del sistema. Desde una posición económica-financiera, los retos ambientales y climáticos están entre los principales desafíos de la humanidad, debidos a la enorme capacidad de destrucción de los advenimientos climáticos extremos, el estrés hídrico, el ascenso del nivel del mar o las sequías.
Hay que percatarse que la economía forma parte de un subsistema económico del ecosistema global. Las disposiciones de la termodinámica y de la naturaleza están por encima de los dictámenes del mercado y la lógica económica del crecimiento. Es perentorio proporcionar otra panorámica a la evolución asentada en el bienestar sostenible y en la resiliencia transformadora, donde la notoriedad económica y política han de estimarse más allá del PIB y el crecimiento material.
En consecuencia, las negociaciones sobre el clima han llegado en las postrimerías de 2023, en el que han continuado agravándose las emisiones globales con la aprobación de proyectos para que persistan agigantándose la producción de combustibles fósiles. Lo que significa marchar en el sentido antagónico al progreso. Dichas reglas de juego son aún más ambiguas porque las soluciones son más factibles que en otro tiempo y están dispuestas para disminuir casi a la mitad las emisiones, si los gobiernos están por la labor de ofrecerles una oportunidad real.
Esta es la oportunidad ideal en el que las administraciones deben trabajar para que los combustibles fósiles queden en el baúl de los recuerdos en la COP28, impidiendo los peores augurios del cambio climático y permanecer en la divisoria de calentamiento del Acuerdo de París de 1,5 ºC. Eso representa un serio compromiso para finiquitar cualquier otra expansión de petróleo, carbón y gas, así como un pacto para la supresión resuelta, justa e integra de los combustibles fósiles.
En otras palabras: los gobiernos deben desenvolverse en este momento, especialmente, los mayores emisores del planeta, siendo los estados ricos los que históricamente más han contaminado.
La COP28 determina el punto de inflexión en el cumplimiento de la primera Evaluación Global (GST), igualmente distinguida como la revisión del Acuerdo de París, al objeto de valorar cómo prospera la réplica de los países ante la crisis climática y cómo restablecer el curso aportado.
Los resultados de la Evaluación deben contener aspectos de referencia perceptibles para la disminución de emisiones en 2035, además de la renuncia de los combustibles fósiles, la protección y rehabilitación de la naturaleza y el desarrollo de resiliencia y adaptabilidad. Este procedimiento está llamado a subsanar el interés que visiblemente se hace extensivo en el amortiguamiento de la reducción de las emisiones, la adaptación y la financiación.
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