No hay mejor antídoto frente al tremendo impacto de lo que sucede a otras escalas que el devenir de los acontecimientos que forman parte de lo que nos rodea e incardina nuestra vida cotidiana. Y no es que no importe lo que suceda más allá de las fronteras del entorno propio, sino que esas emociones fuertes, de lo acontece en el mundo o en el país, tienen el efecto de lo momentáneo y enmarcado en el seguimiento de los espacios informativos, la inmediatez de las redes sociales por su portabilidad, en su secuencia, o en las tertulias de barra. Duele, pero suele ser así, la vida sigue y cada cual intenta vivirla lo mejor que pueda.
La gravedad de los hechos, cuando ejecutan un enfrentamiento entre dos bandos, crean o acentúan dos estados de opinión y abunda en el enfrentamiento, tantas veces interesado. Se regurgitan litigios o cuitas a veces adormecidas pero siempre vivas y que en tal o cual suceso o circunstancia cruel, se acrecientan, la división se ahonda.
Se consumen imágenes y sonidos, a menudo sesgados y en ocasiones falsos; opiniones y análisis con frecuencia de dudosa erudición y con certeza oportunistas. Mientras mucha gente murió, sufrió, muere o sigue sufriendo en un mundo al que el terrorismo quiere condicionar con sus normas y sumir en el caos bajo su negocio de la muerte. Hay tendencias políticas, sabedoras que son momentos para el proselitismo, que aprovechan para adoctrinar aún más a sus propios y posibles a costa de la terrible desgracia ajena y los tiranos, por lo general, para rendir culto a su persona.
Y entre todo ello hay mucha buena intención, ante el profundo y sincero pesar y real desasosiego y tristeza, de pensar que tal derrota de la condición humana, también institucional, tiene que servir para algo, para un comienzo. Se prodigan las convocatorias y llamamientos a la paz, la concordia, la justicia o la convivencia y que en el caso de algunas de ellas no son más que de exaltación y alabanza para sí mismos de algún o algunos convocantes o llamadores. Poco o nada creyeron en esos valores durante largo tiempo y mucho en el alejamiento y la partición (que les propició el alcance y mantenimiento de propósitos de poder) o son fruto de la búsqueda de la ventaja por el contexto que se vive.
Las emociones fuertes tienen la tendencia a que, cuando abundan y persisten, crean una cierta “tolerancia”, sobre todo cuando están basadas en hechos de lejanía; se derrocha en esta veloz forma de vivir actual, sin querer o a veces queriendo por intereses espurios, una cierta costumbre que combate con la vida cotidiana y cercana de cada cual.
Esa vida que hace preguntarse, por ejemplo, a que ha sido debido que el aceite de oliva se codee con el oro o que las naranjas tuteen a las trufas. Ciertos alimentos de primera necesidad pasaron a pertenecer al Club del Gourmet, sobre todo extrañamente cuando son de abundancia y referencia en el entorno que nos tocó vivir, aún no ha habido una explicación razonable.
Al horror no es posible acostumbrase, un mínimo de valores humanos lo impide; la insensibilidad no se adueña porque a quien más o a quien menos lo que sucede le quiebra el alma y le zarandea a el espíritu ante la tragedia humana o, en menor medida, el zafarrancho institucional de unos y otros. Pero va quedando, a fuerza de la persistencia de la tensión informativa, en momentos puntuales cebados de emociones que resurgen cuando nos exponemos al haz informativo (o desinformativo) y, por ende, a nuestra propia expresión ante ello.
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