Opinión

El embrión del futuro nacionalismo marroquí a la sombra del bereber insurrecto

Con los ojos puestos en Marruecos, la que por entonces era y sigue siendo la doble llave de paso entre las aguas mediterráneas y atlánticas y entre el África Subsahariana y la Europa mediterránea, desde mediados del siglo XVIII la dinastía alauí se afianzó en la autoridad estableciendo un imperio de predisposición unificadora sobre la región norteafricana. Y no era para menos, porque para gobernar aquella cartografía hubo de disponer toda una organización de territorios y baluartes con una milicia permanente y el contacto de diversas tribus diseminadas, pretendiendo engranarlas a los centros neurálgicos religiosos o ciudades de influencia.

Dicha manifestación es ostensible al reconocer la complejidad de la articulación territorial marroquí, porque en aquel período se ramificaba en dos bloques de enorme importancia. Obviamente, me refiero a los sectores supeditados propiamente a la autoridad del sultán y al poder central y como no, a los círculos que no reconocían como tal esta autoridad, únicamente una concepción espiritual con el precedente de producirse numerosos disturbios locales, hasta poner en jaque el proceder del sultán y amortiguar sus tentativas de dominio.

Luego, el relato historiográfico de Marruecos se escribe punteado por la incansable rivalidad entre los dirigentes de las tribus para la consecución de mayores atribuciones sociales y políticas. Fijémonos en los preámbulos del siglo XIX, cuando el laberinto entre el majzén jalifiano y las cofradías religiosas adquiere más fuerza al aflorar nuevas pugnas entre los grupos sedentarios, como los nómadas bereberes septentrionales que acaban irrumpiendo en sus territorios al objeto de buscar pastos.

Al hilo de lo anterior y tomando como ejemplo al monarca Mulay Sliman, este será incompetente para contraer la tarea de intermediario, induciendo a una agitación entre las cofradías y llegando a invadir la ciudad de Fez hasta ser forzado a renunciar en su sobrino Abderrahman Ben Hicham, quien a su vez, reclamando la paz, otorga la libertad a las cofradías, aunque asentará los principios para la intromisión de las mismas en la esfera política.

Con estas connotaciones preliminares, durante los primeros decenios del siglo XIX, en apariencia el Viejo Continente no demostraba demasiada atracción sobre Marruecos, situación que desenmascaraba el incuestionable desequilibrio político del Imperio Jerifiano. A excepción de España, que tras el Tratado de paz y comercio firmado el 28/V/1767 aparentaba obtener algunos privilegios. Si bien, el resto de estados tan solo concertaron materias estratégicas puntuales. Llámese el caso de la competencia anglo-hispana-francesa en el Estrecho de Gibraltar, las guerras napoleónicas, etc.

Lo cierto es, que tras la recalada al poder de Abderrahman, el país parecía introducirse en una etapa de relativo apaciguamiento político que tendería a la apertura al exterior, pero conservando el control sobre el comercio e imposibilitando el impulso de la colonia de extranjeros. De este modo, se lograba que el majzén fuese el único favorecido de las rentas del comercio y el conductor de las operaciones de intercambio.

Es así, como los comerciantes europeos vieron atenuados sus intereses, emprendiendo una presión sobre sus respectivas administraciones para que se implantasen pactos propicios, incluyendo la ocupación de las islas Chafarinas el 6/I/1848 considerada terra nullius. Sin embargo, el majzén se valió de los antagonismos interimperialistas para inocular un juego de equilibrio y no desistir a las imposiciones exteriores. Ello se puso en escena hábilmente hasta 1853, momento en que se ocasionó el alineamiento político franco-español con los intereses del Reino Unido, llevándose a la rúbrica diversos tratados conjuntos.

Primero, Gran Bretaña, por el que se instaura la libertad comercial en la zona y segundo, a modo de contrapeso con relación a la proyección de Londres con España y Francia tras la conflagración. Tratados que terminaron desenvolviendo parte del mercado marroquí de cara al exterior.

Como es sabido, entre 1859 y 1860, respectivamente, se desarrollaría la Primera Guerra hispano-marroquí imprimida por fundamentos externos e internos de la política española, insistiendo que voltearía la disposición sobre aquella topografía en función de una extensa campaña de penetración desde Ceuta. Coyuntura que llevaría a la ocupación de Tetuán, más la confirmación de beneficios territoriales en el Rif, una compensación de guerra y la presencia diplomática y misionera hispana en la capital Fez.

Un año más tarde, como derivación de las condiciones de la firma de paz, se suscribiría el nuevo Tratado de Comercio entre España y Marruecos, regulando la estampa española al otro lado del Estrecho. Toda vez, que a este Tratado le acompañó otro con Francia en 1863, términos que en su combinación terminarían cercando la soberanía marroquí sobre su territorio, más aún cuando se amplificaron las autorizaciones a explotaciones agrarias y de subsuelo.

“Aunque en este conflicto no aparecía supuestamente enredada la integridad de la nación como el honor patrio, ambas cuestiones estaban en la balanza de fuerzas concéntricas y el entresijo marroquí se había convertido en una dificultad enquistada y de peliaguda solución en la gobernabilidad de España”

Pero, al objeto de solucionar el inconveniente que conjeturaba la protección en los lazos euro-marroquíes, se emplazó a la Conferencia Internacional de Madrid en 1880. Los efectos de esta reunión no fueron otros que la prolongación de la protección, al encomendar los propósitos marroquíes en manos de las potencias europeas.

En otras palabras: el statu quo de Marruecos presumía el colofón empírico de su autonomía interna y externa, con la implicación de sostener la unidad dentro de un incontestable pacto de elites locales y exteriores. Tras estas fechas, comienza a constatarse la aparición de españoles en Marruecos, representando poco más o menos el 90% de europeos, pero con reducidos frutos económicos al resultar la mayoría de los emigrantes de las capas populares menos preparadas.

Esta afluencia inclinará la balanza en la inestabilidad irreversible del sistema político marroquí. O lo que es lo mismo: las concesiones que el sultán materializaba a los foráneos indujeron a la antítesis local tanto de ulemas como representantes religiosos, comerciantes, jeques y caídes.

Paulatinamente se producirían una cadena de desaprobaciones, aunque aún sin el soporte de organización. Estas protestas podrían encuadrarse como el principio de lo que estaría por detonar en cuanto al futuro nacionalismo marroquí contemporáneo, allí donde justamente se enmarca la intervención española en los comienzos del siglo XX y la consecuente crisis humanitaria de los acometimientos.

A partir de 1894, con el fallecimiento del monarca Muley Hasan y la enrevesada llegada de Muley Abdelaziz, se agrieta otro período de incidencia exterior, imponiendo al trono marroquí a resignarse ante los requerimientos franceses de ver aumentadas las ventajas económicas en los puertos. Tales hechos agravaron el deslustre de la Casa Real y la negativa de los grupos incitadores al poder central.

En paralelo, las preeminencias que París estaba logrando en Marruecos y la desconfianza ante los impulsos militares desde Argelia, con la evasiva de la protección de los límites fronterizos, indujeron a reproches por parte de políticos africanistas, llegándose a proponer que el más mínimo de los indicios de ataque a la independencia de Marruecos, sería valga la redundancia, un ataque a nuestra nación.

Es por ello, que España incide en los asentamientos desde las plazas de Ceuta y Melilla, al igual que construye carreteras y aborda la explotación de las minas del Rif. Este aprovechamiento del subsuelo marroquí se convertirá en la chispa que encienda el conflicto, porque ante las rigurosas metodologías de expropiación, suministro y trabajo minero, la urbe vernácula acabará enfureciéndose tras una profunda conflictividad. Más aún, con la tradición rifeña de autonomía a flor de piel y el pronunciamiento punzante ante cualquier ímpetu centralizador.

Subsiguientemente, la determinación de la población nativa a los intereses españoles confluiría en el Desastre del Barranco del Lobo (27/VII/1909) y la génesis de la Semana Trágica (26-VI-1909/2-VIII-1909). La política de statu quo admitida por las potencias europeas de conservar la unidad del Imperio Jerifiano y las posesiones del sultán, definitivamente quedaron trastornadas por Francia que adoptó sobre el Norte de África un protagonismo opresor en lo político y económico. Y todavía más, tras el Tratado del Entente Cordiale anglo-francés de 1904 sustentado en la autonomía británica y francesa en Egipto y Marruecos. A este tenor se originaron las llamadas crisis internacionales en el Norte de África, cuando hizo acto de presencia en la escena política una nueva potencia: el Imperio alemán.

Escuetamente hay que reseñar el escollo desatado en 1905, con el empuje de una política imperialista germana que arrastró al Kayser Guillermo II a comparecer en Tánger, desaprobando la incursión pacífica de Francia. El encuentro entre Alemania y Rusia en la que el zar actuó de mediador, no llevó a ningún acuerdo prometedor. De ahí, la trascendencia de la Conferencia de Algeciras (16-I-1906/7-IV-1906) no ya sólo para España, sino incluso para el devenir de la paz mundial.

Aunque es preciso resaltar que en dicha Conferencia se clausuró la política de statu quo en la región, al incorporarse cambios políticos sobre la soberanía del sultán y el andamiaje del majzén, obteniendo las potencias mejores mediciones económicas, así como el pulso del ejército franco-español tanto en los márgenes fronterizos como en los puertos, con la finalidad de proteger las posesiones extranjeras. Sin soslayar que las fricciones persistían.

Seis años más tarde se da pie a la segunda crisis, con otra apelación de Alemania sobre las tierras africanas. Amén, que esta colisión colonial terminaría solventándose con la concesión internacional de espaciosos territorios para Berlín en África central, en la que contra todo pronóstico Francia cedería Camerún.

De esta manera, Marruecos acabó erigiéndose en un claro retrato de las más ensañadas luchas europeas por la supremacía económica y estratégica global, preconizando en parte lo que habría de resultar a partir de 1914 con la Gran Guerra o Primera Guerra Mundial. Y entretanto, el sultán Muley Hafid, sucesor del testigo dejado por Abdelaziz, no pudo atajar la praxis colonial de Marruecos entablada en Algeciras y encastrada a la crisis con el Imperio alemán, lo que culminaría con la imposición de Francia del Tratado de Protectorado de 30/III/1912 y la renuncia en su hermano Muley Yusef.

Es desde este mismo momento y bajo la inspección discreta de Francia, cuando se reserva la supuesta reputación del sultán, tomando las riendas la potencia protectora de cada una de las reformas administrativas, judiciales, económicas, financieras y militares, que el gobierno franco estimase oportuno encajar. Evidentemente, este escenario auparía a Francia en ser abogada de “Su Majestad Jerifiana” contra toda amenaza externa o interna, pero asimismo, en la gran potencia encaramada y preponderante sobre la gestión de las riquezas de este territorio.

Por su parte, el Protectorado español de Marruecos vio luz verde en 1912, incrustando su zona en la región del Rif, con una configuración institucional similar a la francesa. Pero era instintivo que se continuaba con el encasillado socio-histórico del Marruecos ancestral, porque el Rif conservaba rasgos inconfundibles e iban a ser la antesala del avispero marroquí.

Además, los gobiernos españoles barajarán a esta zona de influencia jalifiana, procediendo el Alto Comisario del Protectorado un amplio molde de atribuciones institucionales, económicas y sobre todo, militares. Debiendo de referir como primer Alto Comisario al Teniente General Felipe Alfau, al que le acompañaron oficiales de enorme peso en la vida política interior, como los Generales Sanjurjo o Berenguer, hasta la entrada de la Segunda República (14-IV-1931/1-IV-1939) y paréntesis en que el sino del Protectorado quedaría a merced de comisarios civiles.

Realmente, las Fuerzas Coloniales de España en Marruecos desconocían casi todo, por no decir todo, acerca de este territorio peculiar, porque una cuestión incumbía la conexión comercial o la actuación en áreas específicas de aquella zona, fundamentalmente, tras la repartición terrestre de la Conferencia de Algeciras, y otra totalmente diferente, la adjudicación del control geográfico de un Protectorado cuajado de anomalías. De hecho, se desconocía la superficie exacta de la zona subordinada a su tutela.

Es más, se excluía la cifra de autóctonos que debían atender, aunque eran sabedores que se trataba de una urbe esencialmente campesina, con dos enclaves de trascendencia: llámese Tetuán, de unos veinte mil habitantes y, por otro, Larache, con apenas diez mil.

Igualmente, no se sabía con precisión las riquezas reales o potenciales que escondía la comarca. Como tampoco constaba la implementación de una red de comunicaciones que allanara la inclusión en el territorio y su consecuente control. A lo que hay que añadir, que los recursos agrícolas, ganaderos y pesqueros apenas solapaban las estrecheces habidas entre la población, por lo que era inevitable incluir géneros variados para preservar la subsistencia.

En cuanto a la parcelación socio-institucional aplicada desde 1912, cabe subrayarse dos organizaciones. Primero, en la cúspide local del esqueleto político indígena se hallaba el jalifa, ayudado por el majzén. A la par, las ciudades estaban guiadas por los bajás, mientras que los caídes hacían lo propio en el recinto rural. Y segundo, el armazón colonial se movía en torno a la figura del Alto Comisario, a su vez auxiliado por delegaciones como los Servicios Indígenas, Fomento y Hacienda, entre algunos.

En este trazado el dibujo de los interventores e interlocutores coloniales ante los notables locales adquiría un grado importante, pues se convertían en la mejor pasarela institucional entre el tándem autóctono y colonial, aunque la voz cantante de esta última dominaba sobre la autoridad indígena.

Por ende, la financiación de este mecanismo administrativo corría a cargo de la potencia colonizadora, en este caso España, lo que significaba un incesante y costoso esfuerzo para la Hacienda Pública.

Podría decirse que la colonización de Marruecos respondió a un patrón directo, desplegado sin colaboración política de la población nativa con una labor descomedida de los colonos que contendieron, junto con los militares, por la dirección de los fines públicos, transformándose en una rama social recia que empantanaría cualquier rectificación formulada por la metrópoli en la política totalitaria que se ejecutaba ante los colonizados.

“Abarrán iba a ser la primera pieza del puzle en ser abordada por una fuerza descomunal de cabileños, presumiendo una eminente victoria psicológica que dejó su rastro en el Rif, a la que le siguieron el resto de fragmentos para dar cuerpo a un cuadro teñido de sangre como Annual, Buhafora, Cheif, Izzumar, Da el-Quebdani, Monte Arruit, Zeluán…”

Llegados a este punto, el Protectorado español en Marruecos se identificó desde su arranque por la consistencia de los marroquíes a tolerar la dominación hispano en la zona, lo que se descifró en violentos e impetuosos duelos que causaron una hemorragia de civiles y militares autóctonos y coloniales muertos.

Desde 1912 y al objeto de contener la resistencia cabileña, las técnicas adoptadas se hicieron cada vez más virulentas, abarcando el afianzamiento de cuerpos especiales. Conjuntamente, en España el rehúso a la expansión colonial y a cualesquiera de los hábitos de represión dispuestos eran notorios en sectores apreciables de la población, incluyéndose a una parte sustancial del Ejército. Ambas muestras de disconformidad, la innegable en la colonia y la proveniente de la península, trascendieron directamente en la vida pública y la sociedad española hasta el preludio del Desembarco de Alhucemas (8/IX/1925).

Este territorio era una franja de tensiones inmutables donde se eternizaban diversos focos de resistencia en función de la oposición exhibida por las cabilas rifeñas. Hay que recordar que en 1911, con anterioridad a instituirse el Protectorado, España ya había invadido algunas ciudades con la ayuda de El Raisuni, señor de Yebala, que controlaba con mano dura las tribus de la comarca occidental.

No obstante, El Raisuni, al no ser nombrado jalifa del Protectorado, terminaría protagonizando imponentes operaciones de rebeldía y agitación hasta 1919 que se expandieron a toda la región: esto se encastraría con la negativa acompasada a la presencia colonial y vislumbrarse que las principales acciones contra los españoles a manos de las cabilas satélites se concentrarían en la circunscripción oriental y central del Rif.

Desde 1912 a 1920, con mayor o menor acentuación, el movimiento de resistencia permaneció abierto a pesar de la celeridad de las tropas españolas, resultando distintos cabecillas locales que forjaban la idiosincrasia de las harcas, cuya instantánea de guerra irregular y asimétrica en una tierra baldía pronto se convertiría en un callejón sin salida contra la ocupación.

Por su parte, los españoles se sumaron a distintas estrategias, al margen de la represión militar vista, con la premisa de propagar la discordia y el desplante entre la punta de lanza de las turbas rifeñas.

En los estrenos de 1920 fue designado Comandante General de Melilla, el General de División Silvestre, quién promovió una reactivación de las operaciones militares en el Rif central. Sus aspiraciones se basaron en conquistar posiciones próximas para lograr comprimir por aislamiento al resto de insurrectos que todavía aguantaban en Beni Saíd y que se negaban a someterse.

En cambio, Berenguer, Alto Comisario del Protectorado, no advertía la eventualidad del avance sugerido por Silvestre, porque entendía que primero era ineludible zanjar el asunto de la región de Yebala, antes de reiniciar las acciones previstas en la región oriental de Beni Saíd. Cómo es conocido, desatendiendo las instrucciones dadas por el Alto Comisario, el Comandante Militar de Melilla no cesó en su avance, ganando la sumisión de esta última área.

Si bien, para salvaguardar los territorios de las irrupciones de la horda de turbantes, se emplearon diversas posiciones de protección, entre ellas, la de Annual en 1921, dónde se fijaron blocaos, a modo de sistema defensivo con posiciones precarias, mal provisionadas y escasamente fortificadas y guarnecidas con parapetos de escasa altura, abarcando un vasto territorio cada vez más distante de la retaguardia.

El atrevimiento de la toma de Beni Saíd y del resto de áreas colindantes hay que achacárselo más bien al desfallecimiento de la población por motivos de la atroz hambruna que sufría, que propiamente a la intervención en combate. A pesar del engañoso e ilusorio sometimiento cabileño, en el Rif central los invulnerables aumentaban y vigorizaban sus esfuerzos para contrarrestar la ofensiva militar de España, llegando incluso a lanzarse a la desesperada contra los agentes oficiales españoles, entre quienes produjeron importantes pérdidas.

Alcanzado el fatídico año 1921, se constituyó una Confederación Tribal para asistir a los grupos más abrumados, pero el cautiverio de la hambruna que arrasaba el Rif reprimió que se reforzara como oposición firme. La obstinación a la ocupación era espinosa de controlar, ya que jefes o notales que expresaban ser amigos de España, iban a serlo imaginariamente, porque sin recatos recibían dinero y simultáneamente contribuían en acciones contrarias para jugar a dos bandas.

Abarrán (30-V-1921/1-VI-1921) iba a ser la primera pieza del puzle en ser abordada por una fuerza descomunal de cabileños, presumiendo una eminente victoria psicológica que dejó su rastro en el Rif. Del mismo modo, la huida de la harca aliada que agilizó la conquista, confirmaba a todas luces la fragilidad del procedimiento de ocupación utilizado por los españoles. Más tarde, habrían de comparecer a la sombra del movimiento anticolonial con Abd el-Krim aupado como líder carismático, el resto de fragmentos para dar cuerpo a un cuadro teñido de sangre como Annual (22-VII-1921/9-VIII-1921), Buhafora, Cheif, Izzumar, Da el-Quebdani, Monte Arruit, Zeluán, etc.

A fin de cuentas, estas serían algunas de las instantáneas más atroces e inhumanas de una milicia sobredimensionada en los puestos dirigentes, con una oficialidad alicaída y una participación estigmatizada entre las clases militares, que ayudaban a engrandecer las Juntas de Defensa, disconformes con la prodigalidad de ascensos, condecoraciones y prebendas que agraciaban a los africanistas, donde el cumplimiento de la más mínima campaña sobre el terreno rebelde, suponía colosales riesgos difíciles de valorar e inverosímiles de presagiar.

Con lo cual, aunque en este conflicto no aparecía supuestamente enredada la integridad de la nación como el honor patrio, ambas cuestiones estaban en la balanza de fuerzas concéntricas y el entresijo marroquí se había convertido en una dificultad enquistada y de peliaguda solución en la gobernabilidad de España, en una de cuyas respuestas residía en que las operaciones militares comportaban un elevado coste humano y económico, desparramaban un reguero de odios y resentimientos y dejaban tras de sí tierras ganadas ficticiamente, pero no dominadas, porque el colonialismo español en África estaba abocado a la frustración.

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