Que no se crean los guardadores de las esencias de la ciudad amada, los valedores permanentes de la verdad en exclusiva, en la falsa creencia que solo les pertenece a ellos, que voy a hacer una sañuda diatriba a lo que es signo, santo y seña, de esta tierra en la que nací; la luz.
Tengo que hacer una precisión previa, aunque esta advertencia ya la he sacado al viento en muchas ocasiones; los de Cádiz, los del dulce rincón del Guadalete del que provengo, nacemos donde nos da la gana, aunque por allí lo afirmamos de forma más contundente y hasta grosera.
Cuarenta años largos viviendo bajo la claridad matizada, alegre, levemente nostálgica por las tardes, de mi ciudad amada, me da títulos sobrados para decir que aquí he nacido porque aquí mi amor nació.
Queden tranquilos pues los que salvan el futuro de este rincón sureño, portón y salida de la patria, en triviales conversaciones con copas de balón de por medio, que de mi boca no ha de salir reproche ninguno a esta tierra adorada, aunque este sea el marbete del artículo.
La luz, solo luz de Melilla, envuelve la vida toda de la ciudad, las esquinas modernistas de su caserío, el reverberar del sol en el alto mediodía en las horas vesperales del Corpus, la luz especial, fugitiva, nacarada y hasta escarlata de los días de Semana Santa, la luz dorada que rebota en las almenas del Pueblo el día de la Misa Mayor por la Patrona, la luz que alumbra las tardes de noviembre con el escalofrío presentido de los días de la alegría forzada......
Todo esto, toda esta claridad esplendente, todos estos versos que la luz de la ciudad engarza como grecas barrocas en su propia alma, consolida una lealtad de amistad con la ciudad queridísima.
La amistad al fin y al cabo no es otra cosa que lealtad hasta morderse la lengua.
Entonces... ¿dónde está el reproche después de tanto elogio? ¿De dónde proviene la reticencia ante la luz, que es tanto como decir, dudas ante el alma de la ciudad?
Ninguna, lo dije antes, salvo una; la luz de la ciudad amada solo deja ver los rincones perdidos e inalcanzables para los profanos, y en cambio los deja ver nítidos y claros a los limpios y sencillos de corazón e intenciones. Por mucho que se empeñen los sabios oficiales y los intelectuales orgánicos, que en esta ciudad constituyen verdadera pandemia, la luz cenital les ciega los ojos y el espíritu.
Son incapaces de ver la belleza en puridad.
Ese es mi reproche; que la luz bellísima, dorada, alba, sencilla y grandiosa a la vez, solo sea patrimonio de unos pocos. Pero casi me alegro; que el Señor se manifieste en su poder y belleza a los limpios de corazón y ciegue, a lo mejor sin querer, a los que todo lo fían a trepar por el árbol podrido por el que suben los ‘agradaores’.
A todo esto, escuchad: cada vez falta menos para el Domingo de Ramos. Sí, porque hoy domingo, en que nuestra Pascua, Cristo ha resucitado, nos ponemos otra vez en marcha, despiertos y en nueva paz, para el verdadero día del gozo.
El cansancio queda derrotado por la nueva vida, tan distinta y alejada de esa ‘vida nueva’, garabato conceptual en el que tantos pierden el recto trazo de la firma de la verdad.
La perennidad de los días vividos no la arrumban ni la indolencia, ni la novelaría, ni mucho menos la frivolidad.
La Resurrección lo nimba todo de júbilo más que de gozo, de alegría restallante en los adoquines del alma. En un día como este, ¿quién no se alegrará? En este día se alegró toda la humanidad de Cristo, que vimos humillado el Martes Santo, y se alegró la madre de Cristo, Soledad enlutada del Viernes Santo, y se alegraron los discípulos de Cristo, hechos cofrades de Melilla, y el palio blanquísimo de la Virgen del Rocío es desde el alba impaciente de hoy, testigo glorioso de la Resurrección.
Alegría nueva que habita ya en nosotros. Ojalá nos acompañe siempre camino del verdadero día del gozo.
Por lo demás, que hoy tampoco le falte agua al elefante.
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