Define el Diccionario de la Real Academia Española la política, entre otras cosas, como la “actividad de quienes rigen o aspiran a regir los asuntos públicos” y deberíamos interpretar, subsecuentemente, los asuntos públicos, como los que afectan al conjunto de la sociedad, o lo que es lo mismo, al interés general de la ciudadanía. Es por ello difícil de entender la obsesión de un gobernante por imponer su modo de entender la realidad social, el suyo y el de los suyos, al conjunto de la sociedad. Más difícil todavía es entender la obsesión por ocupar el poder a cualquier precio, incluso al del sacrificio del interés general.
La política, al menos en una sociedad democrática como la nuestra, debería interpretarse como un servicio público al conjunto de la ciudadanía, en lugar de como una oportunidad para dar satisfacción a las apetencias personales de un individuo o de un grupo de individuos. Una de las tareas esenciales de un “regidor de los asuntos públicos” debería ser el interpretar, de la manera más consolidada posible, cuál es el interés general al que debe orientar sus esfuerzos y sus actuaciones en el desempeño de sus responsabilidades.
Produce una cierta sorpresa, una gran dificultad para comprenderlo y hasta un cierto punto de molestia e indignación, ver intentar a un dirigente político decirles a los ciudadanos, a aquellos al servicio de cuyo interés general trabaja o debería de trabajar, cuáles son sus intereses reales, los de los ciudadanos, porque, al parecer, para este dirigente político, éstos no saben, realmente, lo que quieren. Afortunadamente cuentan con él para poder explicarles que lo que ellos realmente quieren es aparentemente lo contrario a lo que, inicialmente, ellos han creído querer.
En esa situación nos encontramos en la actualidad. Bueno, en realidad, nos encontramos en esa situación desde la llegada al gobierno del presidente José Luis Rodríguez Zapatero, que “descubrió” que lo que realmente querían los españoles es que el Gobierno actuase en beneficio de los intereses sólo de sus votantes, los votantes de izquierda. Fue el presidente Zapatero el que diseñó y promovió el establecimiento del famoso “cordón sanitario” al Partido Popular. Es decir, a la aproximadamente media España que no se sentía inclinada a votar su modelo de proyecto político para el conjunto de la nación.
Con el presidente Sánchez, el modelo no ha hecho otra cosa más que radicalizarse, especialmente desde la constitución del gobierno de la XIV Legislatura en su coalición con Unidas Podemos. A partir de ahí, comenzamos a asimilar que el Gobierno de España no “regía los asuntos públicos” en beneficio del conjunto de la ciudadanía española, el pueblo español, titular de la soberanía nacional de esta nación, sino en beneficio del sector de España autodenominado “progresista, ecologista, feminista e izquierdista” porque los demás no sabíamos, exactamente, lo que “nos convenía”.
Pero, como tal como establece una de las innumerables Leyes de Murphy, “toda situación, por mala que sea, es susceptible de empeorar”, nos encontramos en plena implementación de esta ley y estamos, por obra y gracia del presidente en funciones, que trata de obtener el respaldo para su investidura, tratando de entender que lo que realmente “nos conviene” es desarticular el Estado de Derecho en el que habíamos creído durante los últimos 45 años. El interés general está siendo sustituido por el de unos pocos.
Para ello, el gobierno en funciones, sin la menor voz de discrepancia o de falta de sintonía, se encuentra convenciéndonos a todos de que lo que hicimos “todos” hace seis años para defender nuestro Estado de Derecho fue un error y que debemos de asumirlo. Nada importa que “todos” sostuviéramos, hace menos de tres meses la tesis contraria, que aquello fue lo correcto y que ponerlo en cuestión mediante la concesión de una teórica ley de amnistía en beneficio de los que entonces delinquieron no sólo era inadecuado sino, incluso, contrario a la Constitución. Pues bien, ahora todo eso ha cambiado y el aspirante a la investidura tiene más interés en convencernos a la mayoría de los españoles de “nuestro error” que en hacer lo propio con los que hasta hace tres meses estaban en el lado incorrecto. Y todo por que necesita 7 de sus votos para ser investido.
Todo parece indicar, además, que esto no es más que el comienzo de la reconversión de nuestro Estado de Derecho hasta hacerlo irreconocible. Parece que después de la amnistía, o como quieran llamarla, vendrá el referéndum de autodeterminación, o como quieran llamarlo y un pacto de revisión fiscal favorable a los intereses de una autonomía en particular, o como quieran llamarlo. Claro que ya habían empezado en la pasada legislatura a allanar el camino mediante la eliminación del delito de sedición del Código Penal y la reducción de las penas por el de malversación.
El hecho de que los que no hemos cambiado de opinión, los que creemos que entonces hicimos lo que teníamos que hacer, porque los independentistas no nos dejaron otra opción, nos sintamos cada vez más “mayoritariamente arrinconados por minorías”, no parece despertar ninguna necesidad de reflexión por parte de nuestros gobernantes. Ellos, erre que erre, inasequibles al desaliento. A pesar de que su postura actual sea diametralmente la opuesta a la que sostenían hasta el propio día de las últimas elecciones generales del 23 de julio y a pesar de que la mayor parte del pueblo español se manifieste en contra de esta involución, lo único que realmente importa es que el presidente Sánchez sea investido, al precio que sea.
No sería malo, a pesar de todo, que se concediesen a ellos mismos la oportunidad de reflexionar sobre la medida en la que esta deriva ajena a los intereses generales del conjunto de los españoles, perjudica al servicio de aquello para lo que ocupan el puesto que ocupan, que no es otra cosa que los “asuntos públicos”, o lo que es lo mismo el interés general de la sociedad, o sea el verdadero objeto de la política.
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