La vida, por si misma, es una sinfín de espacios y una pluralidad de latidos. La uniformidad es la propia muerte, que nos deja sin palabras y sin búsqueda. Ciertamente, cada cual somos únicos, pero al mismo tiempo requerimos de un profundo espíritu de comunión, que es en realidad lo que nos hace crecer, para poder alcanzar la ansiada meta de lo armónico. Por desgracia, las tres cuartas partes de los mayores conflictos tienen una dimensión pedagógica. Superar las divisiones entre las culturas, y sus variados cultos semánticos, es una necesidad para poder lograr una estabilidad vinculante y un desarrollo justo. Desde luego, tenemos que oírnos, escucharnos más y entendernos con abecedarios de corazón y no de mercado. El tronco está en el amor, donde se enraízan todos los pensamientos; hasta el extremo que, únicamente en el amar, florecen los lenguajes.
Esta cohesión requiere de todos los cuidados y de todas las mentes humanas; puesto que así es, como restableceremos la concordia y el sentido de pertenencia. Por eso, tan importante como movernos es reencontrarnos, con el espíritu fecundo del abrazo permanente y de la entrega constante. No olvidemos que el 89% de los conflictos actuales en el planeta se producen en países con escaso diálogo intercultural; de ahí lo vital que es reforzar las conexiones y el brío cooperante. Planificar nuestra vida, según nuestros esquemas, seguridades y gustos es la mayor de las torpezas. Lo que verdaderamente nos realiza como seres pensantes, es el permanente espíritu generoso, la novedad que nos participan nuestros propios semejantes, para abrirnos a los suyos y no encerrarnos. Al fin y al cabo, el futuro pertenece a quienes cimentan en la belleza de sus sueños, la hacienda de sus latidos ofrecidos.
Indudablemente, la mayor desgracia es que al niño ya no se le deja ser niño, ni al joven abrazar anhelos, ni a los que caminan por el atardecer de sus vidas, reconquistar la ilusión de sentirse vivos. La humanidad es el conjunto, no el privilegio de algunos atrincherados en sus estructuras caducas, que han perdido la capacidad de respuesta. Quizás, tengamos antes que sentirnos familia, para no caer en la imposición de nada. La diversidad nunca provoca conflicto, más bien es una invocación a la apertura, a vivir la novedad superando todo exclusivismo. Es cierto, que nadie tiene la verdad absoluta. Dejemos que cada cual pueda expresarse. Ojalá el sector cultural y creativo, que aún no ocupa el lugar que merece en las políticas públicas y de cooperación internacional, se activase mucho más, al menos para proteger nuestra infinidad de corrientes, sobre todo aquellos grandes pulsos de bien.
En todo caso, quien vive sin oír ni compartir, no puede decir que vive. Realmente, uno existe en la exploración de hallarse consigo junto a los demás, tras prestar atención y luego meditar. En absoluto olvidemos, que todos aprendemos de todos. La diversidad ilustrativa es una fuerza anímica, no sólo en lo que respecta a nuestro interior, sino como medio a considerar para reducir nuestras propias miserias humanas. Combatir la polarización y los estereotipos para mejorar el entendimiento y la cooperación entre los ciudadanos, puede que sea nuestra gran asignatura pendiente, en una sociedad verdaderamente endiosada como jamás. Precisamente, nuestra continuidad como linaje, va a depender de ese espíritu sistémico que tiene que universalizarse, con vínculos fraternos, sin obviar la propia singularidad de cada cual.
El camino de la conciliación es largo, peliagudo también, pero es ancla de garantía para todos los pueblos. A las muchas señales de amenaza, y a medida que nuestra comunidad global debe reexaminar nuestra relación, tanto entre sí como con el mundo natural, una cosa es cierta: a pesar de todos nuestros avances, continuamos dependiendo por completo, ya no sólo de nuestros semejantes, también de los ecosistemas saludables y vibrantes. En consecuencia, todo ello pasa por respetar, proteger y reparar nuestra comunión heterogénea, así como nuestra riqueza biológica plural. La propuesta de caminar unidos, hermanados todos, debe hacernos despertar de la pasividad. No es tiempo para la indiferencia. La consanguineidad mística nos enlaza con el mejor tono, al timbre de la bondad. Por otra parte, nos pertenece la vida; y, la savia misma, es pertenencia de esperanza. Que nadie nos la sustraiga, pues.
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