Es fácil que desde una actitud superficial se diga que el profesorado debe prepararse más, que no está suficientemente preparado y que esa es la causa de los malos resultados que la enseñanza cosecha, de acuerdo con las estimaciones que se realizan a nivel europeo. Se trata de una apreciación incorrecta, que no tiene en cuenta la complejidad que conlleva la educación en sí misma y que obviado desconoce la dinámica inherente a la misma.
No se puede hablar de formación del profesorado si antes no se plantea con claridad qué objetivos se persiguen con la educación a impartir, y qué clase de ciudadanos vamos a formar. No es algo baladí, es de crucial importancia porque, dependiendo de cómo y con qué filosofía se eduque, los resultados serán unos u otros. Actualmente, la formación del profesorado adolece de vacíos que afectan específicamente a sus cometidos, desde el punto de vista educativo.
Se supone que el resultado de un proceso educativo debe desembocar en la consecución de personas con capacidad para enfrentarse a los problemas que la vida conlleva, de actuar con cierta independencia personal, de sentir autoestima y respeto a los demás, de tener criterio propio, de ser responsable de sus actos, de ser solidario y responsable, saber exigir sus derechos y cumplir con sus obligaciones, y todo aquello que suponga valores sociales y personales en beneficio de todos.
Éste es el nudo crucial del sistema educativo y, precisamente aquí está el verdadero problema.
Nadie puede conseguir educandos trabajadores, responsables y respetuosos, cuando al profesorado que tiene ese cometido se le quita la autoridad y se le ningunea. ¿Cómo alguien que esté en su sano juicio y que tenga, o diga tener, nociones de educación puede pretender, por ejemplo, que inculquen a los alumnos autoestima si ese profesorado, en demasiadas ocasiones, se siente desautorizado por el propio sistema educativo y también, a veces, por los padres?
¿Qué formación se está impartiendo al profesorado? Una formación fundamentalmente burocrática y despersonalizada, en la que el profesorado no es considerado como profesional de la educación sino como mero administrativo, como un número dentro del engranaje del sistema. La consecuencia no puede ser más nefasta para la educación, es la desesperanza y la desmoralización de un número no desdeñable de profesionales. Lo que ocurre, con bastante normalidad, en una visita de inspección a cualquier aula educativa, es la diligencia con que dicha inspección requiere en el cumplimiento de cualquier tarea administrativa: número de alumnos, horas impartidas de clase, complementación de documentos de control burocrático, cumplimiento de las normas y obligaciones del profesorado y poco más.
No importa que ese profesional visitado tenga una actuación sobresaliente dentro de sus cometidos educativos, no importa si ha obtenido buenos resultados con sus alumnos; tampoco se le pregunta si ha tenido problemas en el desempeño de su trabajo, si hay deficiencias de medios o si tiene algún proyecto que merezca ser apoyado; nadie pregunta por la marcha de la clase, de sus logros o deficiencias. Salvo excepciones, el sistema se preocupa mucho más de cubrir los flancos administrativos que de la calidad y evolución de la educación.
La labor del profesorado es, ante todo, educativa. Su misión es abrir caminos a sus alumnos. No se puede hablar de preparación del profesorado sin respetar una profesión tan determinante para el futuro de una sociedad. No se puede hablar de preparación del profesorado sin marcar objetivos pedagógicos, didácticos y educativos y sin dar a la labor educativa la importancia y consideración que debe tener.
Una sociedad que no ama la educación y que no respeta a quien la imparte, actúa contra sí misma.
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