Enrique Ojeda (Melilla, 1953) es uno de tantos que salió de la ciudad autónoma el siglo pasado para buscarse la vida fuera. Desde Cádiz, donde reside desde 1972, se dedica a hablar de su localidad natal: “Yo quiero que todo el mundo conozca Melilla y me dedico a darla a conocer”. Su ilusión es crear, junto con Luciano Nogal, la Casa de Melilla en esa ciudad.
Pero vayamos por partes. Enrique nació en la calle Zamora, en el barrio del Real. De sus abuelos, uno era de Almería y el otro, de Badajoz: “Llegaron a Melilla a principios del siglo XX, cuando el ensanche. Creían que iban a buscar Eldorado con las minas del Rif”. Su abuelo paterno tenía unos negocios de transporte de mercancías, sobre todo leña y carbón, para venderlos a los militares en subasta pública en el Protectorado. Cuando Marruecos se independizó, en 1956, su abuelo falleció y su padre se llevó el transporte a Tetuán. Enrique tenía tres años entonces y permaneció allí dos años, tras los cuales volvió a Melilla.
Su padre compró en 1959 un taxi. Como eran cinco hermanos, tenía que trabajar 14 horas al día.
Del Real se cambiaron a la calle Castelar, una de las que tenía más vida en aquellos tiempos, y todo el tiempo estaba en la calle. Las casas, recuerda, no reunían las condiciones necesarias. Eso sí, había mucha relación entre barrios y la convivencia entre cristianos, musulmanes y hebreos era “estupenda”.
Estudió en el colegio que pertenecía a la iglesia del Sagrado Corazón, que, aunque era religioso, era también público y abarcaba el barrio del Carmen y Ataque Seco. Recuerda que, con seis o siete años, tenía que aprenderse el catecismo y ayudar en misa. Era una enseñanza “severa”, recuerda. Aprendió a leer rápido.
Su gran pasión, compartida con su hermano mayor, era el fútbol. A él lo llamaban Susi y a Enrique, Susi chico. Su hermano, aunque era buen futbolista y jugó en equipos de Melilla en infantiles y juveniles, tuvo “la mala suerte” de que le detectaron esquizofrenia cuando tenía 20 años. Para la familia, fue “una desgracia grande”, sobre todo porque en aquellos tiempos en Melilla “la cobertura sanitaria era muy deficiente” y sólo tenía conocimiento de un psiquiatra que impartía cursos de cuidador psiquiátrico en el Hospital de la Cruz Roja. Tampoco el tratamiento era cubierto por la Seguridad Social.
En el ámbito sanitario, Enrique recuerda La Casa del Socorro, muy conocida por ser el lugar de primeros auxilios y vacunación, y al “pediatra de gente humilde” Miguel Gómez. Según cuenta, “el mejor médico eran las farmacias de barrio, verdaderos laboratorios donde se preparaban todo tipo de compuestos naturales para curar”.
Enrique también jugó en el equipo del barrio. Con siete u ocho años, como no había clases los jueves por la tarde, echaban partidos contra otros barrios. Él pertenecía al barrio del Carmen y jugaban contra Ataque Seco o Monte María Cristina. Incluso organizaban campeonatos y entregaban copas.
Con 12 años se marchó a vivir a la calle Álvaro de Bazán, en el Industrial. Su padre seguía de taxista y, como no podía dejar de trabajar, muchas veces Enrique le llevaba la cena por la noche. Después se cambiaron a otro edificio en el mismo barrio. Allí tuvo su primera televisión, en blanco y negro, aunque el primer partido que vio fue en un bar, Casa Antonio, en el Poblado. Se trató, ni más ni menos, que de la final de la Eurocopa de 1964 en España, que precisamente ganó la Selección a la Unión Soviética por 2-1 con el famoso con de Marcelino.
De todas formas, cuenta que, por aquellos tiempos, había en Melilla problemas con los repetidores y las transmisiones eran pocas y no llegaba bien la señal. Las calles, eso sí, estaban repletas de tiendas de ultramarinos, lecherías, panaderías, bares y lo que él llama “diteros” o “vendedores ambulantes por créditos”. La picaresca, añade, estaba muy presente.
Como en el colegio le decían que no valía para estudiar, con 12 años se apuntó a una escuela de maestría industrial. Antiguamente estaba mal vista la opción de la FP, porque la gente decía que sólo iba allí la gente que no valía para el instituto. Allí encontró su lugar, hasta el punto de que terminó siendo un ejemplo de superación para la clase. Acudió ayudado por una beca para comprarse unos libros que sus padres no podían costearle. De allí salió como maestro industrial.
Al mismo tiempo, continuó con sus actividades deportivas. Fue campeón infantil de Melilla con el Club Deportivo Jordana, del que era capitán, y fueron a Córdoba a jugar la fase de ascenso. Al pasar a juveniles, fichó por “el mejor equipo que había en Melilla”, el CD Real, con el que también salió campeón. También jugaba partidos en la playa y una de sus grandes ilusiones era que llegaran los domingos, porque hacían competiciones.
Sin embargo, él “aspiraba” a algo más que quedarse en Melilla como funcionario o militar. Tras haber hecho la FP, su mejor salida fue hacer arquitectura técnica, peritaje industrial y náutica. Escogió la sección de máquinas y, en 1972, se fue a estudiar a Cádiz con una beca. Describe la ciudad como “muy parecida a Melilla” por tamaño, número de habitantes y su proximidad al mar y destaca que nunca le preguntaron de dónde procedía. “Una sociedad acogedora”, dice.
Eligió “una de las profesiones más duras que existen”, como es la de marino mercante, gracias a su “afán de superación y de salir de Melilla” y por demostrar que podía hacerlo. “Casi todos eran gallegos y tenía que demostrar que no me había equivocado”, cuenta.
Tras unos años como jefe de máquinas, en 1984 se casó y en 1985 entró en el operativo de vigilancia aduanera persiguiendo el contrabando y el narcotráfico. Pasó por Ibiza, Alicante, Huelva, Algeciras y vuelta a Cádiz.
En cualquier caso, vuelve a Melilla todos los años –y más desde que se jubiló, hace siete u ocho años, porque antes tenía aquí a sus padres y hermanos. Sus raíces permanecen en la ciudad, especialmente “en las calles y en el cementerio”, donde tiene a algunos de sus seres más queridos. Además, con un amigo que también es de Melilla y vive en Cádiz van a algunos desplazamientos de la UD Melilla. Tienen carné de socio de los dos equipos.
Cuando viene a la ciudad autónoma, la nota muy cambiada, “en unas cosas para bien y en otras, para mal”. Echa en falta la vida que daban a la ciudad los militares, el servicio militar obligatorio y las juras de bandera. Además, recuerda que la vida se hacía en las calles, la gente estaba en las puertas y se pasaban los veranos entre melones y sandías contando chistes.
En ese momento fue “feliz”. “El denominador común es que la vida se hacía en la calle y no necesitábamos coches ni nada. Mucha suela de zapatos, que mi madre me tenía que cambiar cada dos por tres”, asevera.
Pero, en general, cree que “la ciudad ha evolucionado a mejor”, sobre todo en cuestión de vivienda, es “más moderna” y dispone de “mejores infraestructuras”.
Antes, asegura, era “imposible” encontrar una vivienda en condiciones para una familia numerosa, porque todas las casas eran muy antiguas y no había apenas industria de la construcción. “Melilla vivía entonces en torno a los militares y a los funcionarios y la población civil estaba un poco marginada”, comenta.
Con todo, Enrique afirma con orgullo que ha tenido una vida “de menos a más”. “De una familia humilde a situarme en la vida”, dice, antes de concluir con una máxima: “Tres cosas tiene Melilla que no las tiene Madrid: el levante, el poniente y el Telegrama del Rif”.
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