Las dificultades nos acorralan, hasta el extremo que toda la humanidad está siendo puesta a prueba, con un aluvión de amenazas y dejadeces que nos suelen sacrificar con la más tremenda de las desolaciones, afectando de manera desproporcionada a los ascendientes, exacerbando así su vulnerabilidad. Precisamente, el vínculo social y humanitario está ahí, en esa relación de los cuidados que todos requerimos más pronto que tarde, y que no debemos abandonar, si en verdad queremos salvaguardar el espíritu conciliador y no dejar a nadie desatendido. No olvidemos jamás que estamos obligados a crecer unidos, a practicar el abrazo continuo y a cultivar el espíritu fraterno, para poder divisar la luz que se expande, a pesar de las sombras que nos lanzamos los unos sobre los otros. Personalmente, reconozco que sufro cuando veo una ciudadanía pasiva, indiferente, incapaz de pararse y detenerse para dirigir una mirada, una caricia hacia esos antecesores que esperan una sonrisa de nosotros, una palabra de aliento y consuelo. Ellos son la memoria de la humanidad. Los ancianos, por su estado vivencial, pueden mostrarnos el arco existencial y ayudarnos a reparar nuestras mezquindades de juventud.
La población mundial envejece, pero la frialdad es tan acusada, que hoy tenemos necesidad de hogar; y, así, poder compartir el común tesoro de la vida, de soñar juntos restableciendo vínculos y estableciendo la cercanía como valor. Ojalá aprendamos a rectificar. No importa la duración, lo que nos interesa es concienciarnos de que todos, absolutamente todos, somos necesarios e imprescindibles, como agentes que contribuyen al desarrollo. Cada amanecer es necesario ponerse en camino y, mayormente, salir de uno mismo para emprender algo nuevo. Tenemos que darnos vida y la forma de injertarla, es ofreciéndola; poniéndonos en disposición de escucha, mirando a nuestro alrededor. Con demasiada frecuencia, nuestros propios descendientes nos aparcan lejos de sus hábitats con la amarga compañera de la soledad impuesta, fruto envenenado de la confrontación que nunca nos va a reconducir a buen puerto, ya que lo que requerimos es un consorcio para todos los períodos y todos en activo. Y esto, por el bien colectivo, de ellos y de nosotros, también de nuestros hijos. Con razón, se dice y se comenta, que la vejez es un tiempo proyectado hacia el cumplimiento del ser y lo que nos circunda.
Por si fuera poco, la penuria del aislamiento, se prevé además que el número de casos de maltrato a personas mayores aumente habida cuenta del rápido envejecimiento de la población en muchos países y de la posibilidad de que sus necesidades no puedan cuidarse plenamente por falta de recursos. Una población que juega al descarte o que es incapaz de proteger a sus abuelos para que vivan sin temor a ser agredidos, expoliados o desatendidos, debe reconsiderar su propia vocación de familia, lo que supone que en todos ha de permanecer vivo un básico sentimiento de pertenencia. Seguramente, entonces, no necesitemos tantos planes de asistencia, y si proyectos de existencia conjunta. Es cierto que el planeta vive un tiempo de dura prueba, que estas grandes crisis pueden volvernos insensibles a nuestra casa común, pero en nosotros está el cambio, y más en los que han alcanzado la cátedra viviente, llamados a ser artífices de la revolución de la ternura. Tenemos que enternecernos para eternizarnos como caminantes, mediante un ocaso saludable, lo que nos exige fomentar y mantener la capacidad funcional, que no es otra que tener los atributos que permiten a todas las personas ser y hacer lo que para ellas es transcendental.
Esta atmósfera de realización, y no de incomunicación, es lo que realmente nos genera el bienestar en la madurez. En consecuencia, toda la sociedad debe apresurarse en entender y en atender a sus longevos, ¡ellos son nuestro tesoro!, cada vez más numerosos y, por desgracia, en muchas ocasiones desamparados. La inhumanidad es manifiesta en el mundo. Hace unos días, con motivo del Día Internacional del Juego el organismo de la ONU para la infancia, nos pedía poner fin a la violencia contra los niños y promover un cuidado positivo, enriquecedor y lúdico, dado que son criados muchos de ellos, en base a maltratos físicos o verbales. Pues lo mismo sucede con la vejez, no sólo en ocasiones se pierde su dignidad, sino que se pone en duda incluso que merezca continuar. Así, bajo este absurdo manto de contrariedades por el que nos movemos, estamos tentados de esconder hasta nuestra propia edad o enfermedades, porque francamente tememos que sean la antesala de nuestra pérdida de cometidos. Ojalá, de una vez por todas, veamos y vivamos la senectud como un privilegio, no como un tormento. Al fin y al cabo, la añoranza puede ser un malestar, pero con afecto, proximidad y alivio anímico, podemos curarla.
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