Como acontece con cualquier epicentro geopolítico, el escenario ucraniano es lo bastantemente complejo como para arrogarse ante cualquier posicionamiento maniqueo de una y otra parte, desde los que se contempla que Ucrania es poco menos que un territorio homogéneo, que actualmente combate para liberarse de los tentáculos opresivos de la Federación de Rusia, hasta los que desde el Kremlin contrarían el derecho a ser un Estado a usanza, más o menos independiente.
Y es que, Ucrania, un Estado soberano ubicado en Europa Oriental que se rige por un sistema semipresidencial con la separación de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, continuamente ha discurrido como campo de batalla ensangrentado y en este momento lo sigue siendo. Digamos, que desde polaco-lituanos, hasta suecos, rusos, otomanos, británicos, austrohúngaros o alemanes, todos por igual, de alguna manera se la han disputado. Eso indudablemente ha punteado el devenir de su impronta en la errática disposición en clave nacional. Luego, el nacionalismo ucraniano tiene su razón de ser en la vara de medir con el que Moscú les ha tratado históricamente.
Otra cuestión es la tentativa por parte de esferas nacionalistas de acondicionar el complicado semblante de la nación. Unas y otras, por encima de temibles mitos y leyendas, se han conjurado para imposibilitar que Ucrania sea lo que es, la punta de lanza fronteriza y, por tanto, un puente encubierto entre Oriente y Occidente. Por lo tanto, la invasión rusa ha alterado las preferencias de la ciudadanía ucraniana, que se siente más fusionada que nunca.
Ante la brutal acometida que está padeciendo, son muchos los individuos que impugnan por completo cualquier indicio de autocrítica o denunciar las iniquidades de la ultraderecha.
“Los ucranianos dan la sensación de estar componiendo una epopeya, o si caso, una leyenda, de la resistencia a prueba de las bombas de las huestes rusas. Aun cuando las referencias resultan apesadumbradas, los lugareños de esta patria fuertemente sitiada no imaginan como aparente probabilidad, cualquier indicativo de capitulación”
Con estos precedentes preliminares, hoy se juega en Ucrania el futuro de la democracia representativa y del Estado de Derecho en el Viejo Continente. De ahí, que sea imprescindible resaltar lo de representativa. Los valores democráticos, en cuanto tales, no toleran sucedáneos ni eufemismos que encubren su demolición de facto con ‘centralismos democráticos’ o ‘democracias populares’. Y en el sentido de la democracia liberal, el pueblo ruso jamás ha distinguido un sistema de libertades.
Inicialmente hay que empezar exponiendo que el significado etimológico de Ucrania en ruso es ‘zona de frontera, borde u orilla’, lo que ilustra en su justa medida la condición de la nación eslava. Efectivamente, Ucrania se atina en los aledaños de Rusia muy próxima a los estados de Europa Central y los Balcanes.
Esta peculiaridad histórica ha desplegado una ambivalencia en el país, mientras que la esfera del extremo Occidental ha tendido a desenvolver un alegato nacionalista por momentos radical de la mano de las ideologías europeas del siglo XIX, los ciudadanos ucranianos promovieron su propia conciencia nacional.
En cierta manera, Rusia ha fluctuado de manera constante entre el Asia, donde la libertad difícilmente es viable puesto que le es intrínsecamente ajena, y el Occidente europeo, cuya pérdida de los valores morales en el más estricto sentido de la palabra, es motivo de extenuación y de la debilitación en la defensa del individuo, de cara a las injusticias de los poderes económicos y políticos.
Pero, ¿hasta qué punto es Ucrania nacionalista? No se puede discutir que el sentimiento nacionalista que muchos ciudadanos compartieron, está aumentando y abarca nuevos bríos. Es natural y manifiesto, porque es la reacción defensiva instintiva ante un contexto indefinido en la que los rusos pretenden aniquilarlos.
Simultáneamente, este sentimiento no es sectario ni intransigente. Tampoco se fundamenta en componentes étnicos o raciales o lingüísticos como irrumpe con el nacionalismo radical.
El nacionalismo ucraniano contemporáneo no es totalizador, porque la comunidad simbólica de la nación se congrega en torno a los valores esenciales como la libertad y el frontispicio de la dignidad humana. Precisamente, por estos ideales cada día están sucumbiendo en los campos de batalla hombres y mujeres étnicamente ucranianos, rusos, judíos, tártaros, griegos, armenios o búlgaros.
La etnia no incumbe. Lo que realmente concierne es la lengua, pero no como instrumento de la supresión más siniestra, sino como elemento identificador y, en este sentido, Ucrania es nacionalista.
En el polo opuesto las alocuciones recalcitrantes han encontrado resonancia en diversas corrientes y líderes locales que persiguen a toda costa problematizar los parentescos históricos y familiares que los entroncan con Rusia. La maquinación principal de estos círculos es establecer una situación de segmentación y rechazo, sosteniendo de manera consiente el aborrecimiento hacia su vecino.
Este paradigma de mezquindad política deja vislumbrar el nacionalismo ensañado y vehemente que busca arrinconar los vínculos históricos entre estos dos pueblos. El designio de los nacionalistas ucranianos es, por tanto, contradecir esa vía común y a cambio avivar el resentimiento y la xenofobia.
A resultas de todo ello, no es baladí tejer las raíces nacionales de Ucrania. Concurre una unidad étnica básica, la eslava, pero la identidad de pertenencia común se ha ido configurando progresivamente a lo largo y ancho de los siglos XIX y XX, respectivamente, y se ha desarrollado enteramente desde 1991 cuando por entonces logró independizarse de Rusia.
Posteriormente, de una primitiva colectividad que recibía el nombre de Rus afloraron la ‘Gran Rusia’, ‘Rusia Blanca’ y la ‘Pequeña Rusia’, territorio de los cosacos y conocida como Ucrania por su particularidad de frontera entre el Este y Oeste.
Al parecer su denominación se alumbró en los prolegómenos del siglo XIV a partir de Rutenia, los eslavos del Sur, sin que se constate seguridad histórica por la devastación de los archivos, para distinguirse de Moscovia que se estaba componiendo como entidad política. Primero, la pertenencia de parte del territorio al Imperio Austro-Húngaro, Lituania y Polonia durante extensiones tradicionales explícitas, y segundo, a la ‘Gran Rusia’, hasta la superficie reinante tras la consumación de la ‘Segunda Guerra Mundial’ (1-IX-1939/2-IX-1945).
Subsiguientemente, con la ‘Revolución Rusa’ (8-III-1917/16-VI-1923) y la ‘Guerra Civil’ (7-XI-1917/25-X-1922) entre la ‘Rusia Revolucionaria’ y la ‘Rusia Blanca’, Ucrania intentó asentar una alternativa nacional propia en medio de la descomposición de la ‘Rusia zarista’ que en el reinado de Catalina II (1729-1796) había conseguido establecer un Imperio en el siglo XVIII, agrupando la amplia mayoría de la etnia eslava y otros pueblos diversos de Asia Occidental.
Desde 1921 una parte significativa se integró a Polonia y la más numerosa quedó en el lado bolchevique y favoreció desde la República Popular Ucraniana a la plasmación de la Unión Soviética, oficialmente, Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Más tarde, se acentuó la rusificación de la región siguiendo la predisposición de los zares rusos, alcanzando su máximo exponente entre 1931 y 1936, de modo que Iósif Stalin (1878-1953) contuvo cualquier sospecha de requerimiento nacionalista. Al mismo tiempo, la política de industrialización preparada por los bolcheviques tuvo importantes costos para los campesinos ucranianos con la colectivización de los campos, lo que originó una hambruna y el fallecimiento de varios millones de habitantes, a la que se sumaron los acorralamientos políticos.
En 1939 la URSS y la Alemania nazi penetraron en Polonia, repartiéndose el territorio y la Unión Soviética nuevamente invadió Ucrania. Pero en junio de 1941, Alemania ocupó la URSS y estableció su predominio en Ucrania y algunos ucranianos presintieron la oportunidad de conquistar la independencia, pero los alemanes se limitaron a exterminar a los judíos.
Entretanto, un número representativo de ucranianos se ensambló al Ejército Rojo, mientras un minúsculo Ejército Insurgente Ucraniano impulsado por los nacionalistas, combatieron a su vez contra los nazis y los soviéticos. Se presume que entre 5 y 7 millones de ucranianos cayeron en la Segunda Guerra Mundial, entre ellos, unos 500.000 judíos y un 80% de los pueblos y ciudades quedaron demolidos.
Acto seguido aparecieron las miles de deportaciones y ejecuciones de los inculpados o susceptibles de colaboracionismo con los nazis o los nacionalistas, hasta alcanzar el accidente de Chernóbil sucedido el 26/IV/1986 en la Central Nuclear Vladímir Ilich Lenin, que confirmó las lagunas de un sistema negado a reaccionar con soltura ante las deficiencias de una central nuclear. Y cómo no, el referéndum de 1991 ratificó con un 90%, la independencia de Ucrania, al tiempo, que se esfumaba la URSS como ente político. Si bien, no se solventaron las objeciones internas de esa dualidad de identidades en una demarcación de más de 600.000 kilómetros cuadrados y unos 44 millones de habitantes donde cohabitan el ucraniano y el ruso.
En términos globales subsiste un noreste rusificado y un suroeste europeizado con el refuerzo de la iglesia ortodoxa ucraniana apartada de la rusa. Las oscilaciones políticas estrecharon un desequilibrio endémico ante el apremio de una Rusia que contemplaba a Ucrania como una parte más de su territorio y cultura, frente a la aspiración de integrarse en el universo occidental y empujado por EE.UU., a fin de expandir su radio de influencia e incorporarla al espacio europeo, en la misma línea de lo que había sucedido con las Repúblicas del Este, después del desplome de la Unión Soviética.
En 1994 Ucrania rubricó junto a la Federación de Rusia, los EEUU y Reino Unido, el Tratado de No Proliferación Nuclear, y en 1997, el Presidente Borís Yeltsin (1931-2007) y el ucraniano Leonid Kuchma (1938-83 años) convinieron el Tratado de Amistad, Cooperación y Colaboración entre ambos estados. Iba a ser en el siglo XXI cuando la disyuntiva interna y externa se descorchó con pujanza: la irrupción al poder de Vladímir Putin (1952-69 años) y su afán de recomposición de lo que entendía que era la “Rusia auténtica”, incentivó el secesionismo pro ruso de la región del Donbass en la cuenca del Donetsk, cuyo conjunto poblacional de procedencia rusa intentaba desligarse de Ucrania e instaurar dos repúblicas independientes.
Los acuerdos de Minsk en 2014 y 2015 demandaban superar bajo pronóstico el laberinto entre Rusia y Ucrania, respaldados por la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa, por sus siglas, OSCE, pero cada país lo desentrañó de manera distinta y nada se materializó.
Entre 2004 y 2013 las disputas políticas por el control del poder entre los líderes ucranianos, llámense Yanukóvich, Timoshenko y Yúshchenko, exteriorizaron el péndulo entre la Unión Europea, UE y Rusia. Y por si fuera poco, el levantamiento de Euromaidán o Revolución de la Dignidad en 2016, transfiguró la plaza de la capital, Kiev, en emblema contra Yanukóvich por no querer legalizar los pactos de la UE, causando 98 víctimas, más de 10.000 heridos y la salida del mandatario a Rusia.
Ya, en 2014, Rusia asaltó Crimea, donde se emplazaba su principal arsenal marítimo. Esta Península de mayoría rusa, fue integrada a Ucrania administrativamente por el entonces líder de la URSS de nacionalidad ucraniana, Nikita Kruschev (1894-1971), entre 1953 y 1964. La elección en 2014 de Petró Proshhenko (1965-56 años) con más del 52% de las papeletas y, posteriormente, Volodímir Zelenski (1978-44 años) en 2019, movió la balanza a favor de Europa y la contribución con la Organización del Tratado del Atlántico Norte, abreviado, OTAN.
Llegados hasta aquí, los resultados de numerosas encuestas, así como la opinión de varios expertos confirman que la invasión de Ucrania el 24/II/2022, ha soliviantado un acrecentamiento del nacionalismo ucraniano de corte puramente europeo, o séase, se ha disparado la unidad nacional y se palpa una solidaridad inédita de la UE con apoyo humanitario, político, financiero y militar, hasta erigirse en una hendidura de quiebra en la pugna geopolítica mundial. Sin soslayar, que el acometimiento de Moscú ha espoleado las auras del ultranacionalismo.
Para Rusia la trascendencia de Ucrania no reside tan solo en conservar a un estado fronterizo en su espacio de influencia; porque igualmente es un extenso territorio en términos históricos, culturales, religiosos e incluso étnicos. Recuérdese al respecto, que Kiev era la capital del Rus de Kiev, una coalición de tribus eslavas que dominó entre los siglos IX y XIII la franja de la que hoy es Ucrania, siendo considerada tanto por Ucrania como por Rusia la génesis de sus naciones.
Conjuntamente, en el período zarista, Moscú hizo lo posible por hacer desaparecer la identificación local trasladando campesinos rusos a las tierras ucranianas, y la cuantía de matrimonios mixtos hacía dificultoso diferenciar a los rusos de los ucranianos durante la Unión Soviética. Incluso a los ucranianos se les denominaba “pequeños rusos” en etapas zaristas, lo que da una visión de la enorme proximidad cultural, aunque salpicada de cierto paternalismo poco más o menos colonial. Pero, no más lejos de la historia común que ha persistido en los tiempos, había otras cuestiones sin solucionar que, a todas luces, imposibilitaban a Moscú admitir un apartamiento de Ucrania.
Indudablemente, la Península de Crimea había estado bajo control ruso desde 1783 hasta que en 1954, Kruschev la transfirió a la República Socialista Soviética de Ucrania. La medida no tuvo gran alcance, pues Ucrania formaba parte de la URSS, pero con el desmoronamiento de la misma y la independencia de Ucrania, muchos suspiraron y controvirtieron la legitimidad del traspaso de Crimea.
No sería hasta la rúbrica del Tratado de Amistad de 1997, por el que ambos estados reconocían mutuamente sus límites fronterizos, que la deferencia rusa sobre Crimea disminuyó un tanto, aunque las manifestaciones y disturbios del Maidán perturbaron el entorno: Rusia se anexionó Crimea y Proshhenko rechazó renovar un tratado que de cualquier manera estaba acabado.
En resumidas cuentas, con el chispazo de la intervención militar de la Federación de Rusia en Ucrania, queda confirmado la presencia de innumerables disyuntivas, dicotomías y choques de intereses entre facciones contrapuestas entre sí dentro de los núcleos de poder de Kiev y Moscú. Estas rigideces van creciendo conforme evoluciona la batalla que ha superado los cien días y que puede llegar a precisar el resultado final del mismo, así como el futuro de lo que está por llegar.
“Como acontece con cualquier epicentro geopolítico, el escenario ucraniano es lo bastantemente complejo como para arrogarse ante cualquier posicionamiento maniqueo de una y otra parte, desde los que se contempla que Ucrania es poco menos que un territorio homogéneo”
Por ello, puede hacerse mención a dos conflictos equidistantes: el primero, la ofensiva de Ucrania en sí que se libra en el teatro de operaciones entre Ucrania y sus aliados contra las milicias prorrusas de Lugansk y Donetsk, junto a las Fuerzas Armadas rusas y sus aliados; y el segundo, las cruzadas internas de carácter íntegramente político que se producen en las órbitas de poder. Éstas, como no puede ser de otra manera, emergen o empeoran fruto de la intromisión militar rusa. Y en el caso concreto de Rusia, reinciden las sanciones internacionales infligidas en su contra a iniciativa de los Estados Unidos y la UE por motivos de la mencionada operación.
No dejando en el tintero la intensificación de las zozobras y refriegas entre dos facciones del poder por los pragmáticos y ultranacionalistas en Ucrania, se extrae otro cerco interno dentro de la línea ultranacionalista entre los grupos de la denominada nueva derecha radical y los extremistas.
Claro, que la acción militar para ‘desnazificar’ y ‘desmilitarizar’ a Ucrania, designios indeterminados y con un extenso elenco de deducciones adquieren sus derivaciones dentro de la política interior de Rusia.
Así, esta determinación presidencial ha inducido al endurecimiento en los focos de poder en Moscú, no ya solo entre los ‘siloviki’ y ‘civiliki’, los dos semblantes clásicos que por antonomasia cuestionan los dominios desde que Putin tomó las riendas en el cargo de primer ministro en el curso conclusivo de la presidencia de Yeltsin en 1999, sino también, se ha reasentado a los ‘cachorros’ y las ‘generaciones descendientes’ de ambos complementos, urgiendo a una movilización intrageneracional entre los ‘continuistas’ y ‘aperturistas’.
Sin ir más lejos, las discrepancias entre los ‘siloviki’, gente de fuerza o hombres fuertes encabezados por Putin y cuyos componentes provienen del sector militar, la seguridad pública o privada y las agencias de inteligencia; y los ‘civiliki’, facción constituida por rasgos más técnicos y burócratas derivados de la Administración y la diplomacia, en ningún tiempo han sido accesibles.
Y en la cerrazón de la opacidad más vaga, se lanza el proyecto de la ‘Gran Rusia’ y la salvaguardia de los intereses nacionales en el ‘extranjero cercano’, valiéndose, si es indispensable del poder duro militar. Por ello, no hay excusas en la belicosidad militar de Rusia en Ucrania, no solo para preconizar los derechos de la comunidad prorrusa y rusoparlante en el Donbass, sino asimismo, porque el Este y Sur ucraniano escenifica parte de la ‘Nueva Rusia’ que entra dentro del tablón de la ‘Gran Rusia’.
En este trazado se valora que un triunfo en la guerra de Ucrania y el control de estas zonas facilitan a Rusia, como potencia revisionista, un peso global que va mucho más allá del hecho de reconquistar su autoridad expedicionaria, simbolizando la primicia del regreso a la ‘Gran Rusia’ y un nuevo orden internacional que rivaliza patentemente a los Estados Unidos, aplicando el ‘hard balancing’ o ‘poder militar’. En otras palabras: encarna un batacazo para la superpotencia del sistema internacional, los EE.UU., y la OTAN en sus miras de política de contención hacia Rusia y un ensanche en la periferia de influencia del espacio postsoviético.
En consecuencia, una fuerte identidad nacional es primordial para la estabilidad de cualquier estado, y el itinerario más sencillo para obtenerlo es ensamblarse en la vanguardia ante un enemigo común como Rusia. En este momento, Ucrania se maltrecha ante la guerra que se libra en sus divisorias fronterizas, pero también, en las avenidas y arterias donde avanzan los tanques y en los sótanos se cobijan los que todavía se resisten a abandonarla. Los fallecidos que son cientos por miles no saben de bandos y las madres de los soldados experimentan el escarnio a ambos lados.
A día de hoy, los ucranianos dan la sensación de estar componiendo una epopeya, o si caso, una leyenda, de la resistencia a prueba de las cargas de las huestes rusas. Aun cuando las referencias e informaciones resultan apesadumbradas, los lugareños de esta patria fuertemente sitiada no imaginan como aparente probabilidad, cualquier indicativo de capitulación. Tanto los longevos como los más jóvenes, o los que bregan y los que no, son unánimes en su exaltación, porque a ciencia cierta saben que existe un pequeño rastro de esperanza.
O lo que es lo mismo, luchar como se pueda a cualquier precio y cada uno como mejor lo sepa forjar: los pobladores que por vez primera se aferran a un arma de fuego, y aquellos que siguen la estela inconfundible en lo retrospectivo de las Fuerzas Armadas. Como si la operación militar que se desenvuelve tuviese tiempo para ser planeada bajo el pretexto del acoso y derribo, porque quienes se quedaron para luchar se agarran a un papel exclusivo y taxativo. Mientras los más competentes y cualificados contienden en los diversos frentes de batalla y aguantan con bravura, los inexpertos defienden a capa y espada los retenes o prestan cuidados de todo tipo.
Y en el horizonte más infame, parece haberse agilizado una espiral siniestra de tráfico de mujeres y niños, en los que éstos últimos junto a los ancianos que siguen a la deriva y caminan sin rumbo, son los indefensos indiscutibles de una contienda que no tiene visos de agotarse.
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