Opinión

Denunciando la devaluación educativa

Hoy quisiéramos reflexionar en torno a un problema grave que nos está atravesando hace ya mucho tiempo, a saber, esto que llamo “devaluación educativa”, entendida así por una analogía económica básica que hace referencia a la pérdida de valor de una moneda. Bien sabemos que, cuando un país emite más moneda sin el respaldo de reservas suficientes, el valor de la misma cae considerablemente. Pues bien, de manera similar sucede cuando el sistema educativo emite títulos y genera profesionales que no están adecuadamente preparados para ejecutar y desempeñar correctamente su profesión u oficio, denotando una clara devaluación de los saberes y, junto con ello, degradándose así las labores propias de cada campo disciplinar en particular.

En las últimas décadas, numerosos estudios y análisis han intentado señalar una crisis en la calidad educativa mundial, específicamente, Philippe Perrendoud, sociólogo y pedagogo suizo, sostuvo que la masificación al acceso a la educación no ha ido acompañada por una mejora proporcional en la calidad de la formación, lo cual nos ha llevado a una situación donde muchos graduados no poseen las competencias necesarias para desempeñarse eficazmente en sus ámbitos profesionales. Ojo amigos, no debemos confundirnos: el problema no es la cantidad o la masividad en el acceso y/o permanencia, sino la calidad.

Debemos tener en cuenta el hecho de que cuando las instituciones educativas emiten títulos sin asegurarse que los estudiantes han alcanzado un nivel adecuado de competencias, habilidades y conocimientos, ocurre una devaluación similar a la que mencionamos previamente de una moneda sin respaldo en la Reserva Federal. Este fenómeno educativo ha sido ampliamente discutido por el filósofo Ivan Illich, quien sostuvo que las escuelas han monopolizado la educación al grado de transformar el aprendizaje en un simple proceso de certificación más que de adquisición de saberes. Este proceso no ha hecho otra cosa que generar profesionales que, a pesar de detentar un título habilitante, carecen de conocimientos necesarios para su práctica laboral-profesional.

Ahora bien, este problema devaluatorio no solo afecta a individuos, sino también a profesiones concretas y oficios en general dado que la calidad del trabajo y la maestría en un oficio se ven severamente comprometidas cuando los sistemas educativos se enfocan en el aspecto cuantitativo de la matrícula de graduados en vez de prestar atención a lo que realmente importa, a saber, la calidad de la formación. Esta falta de preparación adecuada resulta, inexorablemente y adrede, en una fuerza laboral considerablemente menos competente y, a largo plazo, en una disminución de la calidad de los servicios y productos ofrecidos a la sociedad.

Las consecuencias e implicancias socioeconómicas de este fenómeno desintegrador de la formación académica humana nos ha llevado al punto en el que la formación deficiente de los profesionales ha impactado severamente en los índices de prosperidad de las naciones en general (pero sobre todo y particularmente en las más desiguales), puesto que la conformación de una fuerza laboral mal preparada nos lleva directamente a una menor productividad, mayores tasas de desempleo o subempleo y a una mayor y planificada inequidad social.

La pérdida de pensamiento crítico y de habilidades concretas en los egresados de nuestros sistemas educativos es profundamente alarmante, a pesar de que nuestros jóvenes pasan más tiempo en entornos formales de educación. Ello se ve claramente traducido en que sus capacidades para comprender y aplicar conocimientos en situaciones reales (solucionar problemas básicos) ha disminuido notablemente. Recordemos brevemente que Paulo Freire hacía mención a este fenómeno haciendo referencia a su concepto de la “educación bancaria”, en la cual los estudiantes son vistos como recipientes pasivos de ser llenados con información: esta metodología intencionalmente aplicada en casi todos los ministerio de educación de occidente no hace otra cosa que impedir el desarrollo del pensamiento crítico y la capacidad de cuestionar y transformar la realidad. En criollo, amigos míos, es preciso señalar a viva voz que aprender, entender y comprender nada tiene que ver con aprobar.

La precitada metodología educativa resulta en individuos que, aunque acumulen años de estudio y títulos, carecen de habilidad para analizar críticamente la información y resolver problemas prácticos. Consecuentemente, un sistema educativo que no promueve la comprensión profunda y el uso práctico de los conocimientos, sino que produce graduados que dicen saber “más” en términos formales, pero entienden y hacen “menos” en la práctica, produce un grave desacople entre lo que se dice saber (y lo que se certifica saber) y lo que realmente se sabe y se puede hacer. Este claro desfase entre la formación teórica y la competencia práctica no sólo le quita valor a los cartones que enmarcamos y ponemos en la pared del consultorio, sino que también socava la capacidad de las futuras generaciones para contribuir eficazmente en un mundo cada vez más complejo, demandante y obsesionado con inteligencias artificiales que pueden hacer cada vez más cosas que hasta hace cinco minutos, hacíamos nosotros.

En medio de la crisis educativa actual, es crucial volver a lo básico y esencial: la lectoescritura, la lectura comprensiva, la producción de textos, el aprendizaje de calidad en ciencias y matemáticas, pero bien enseñado y bien aprendido: recuerden queridos míos que todo aquello que se aprendió bien, no se olvidó jamás, puesto que la autonomía proviene de la sabiduría. Defender una educación basada en conocimientos fundamentales requiere reconstruir una sólida base en habilidades básicas para el desarrollo del pensamiento crítico y la comprensión compleja. Con ello queremos señalar que el aprendizaje profundo en esas áreas no sólo sienta las bases para el conocimiento avanzado, sino que también fomenta habilidades cruciales para la vida diaria y el pensamiento libre e independiente.

Además, no podemos olvidar cuán fundamentales eran, son y serán los oficios tradicionales, que a menudo se han despreciado o ignorado en la educación postmoderna, puesto que son la fuente de una autonomía invaluable. Debemos tener en cuenta que los oficios no sólo implican habilidades técnicas, sino también un compromiso ético y una conexión con la comunidad, puesto que estamos inmersos en un mundo en el que la inteligencia artificial y la automatización están reemplazándonos en muchas tareas y por ello la capacidad de realizar oficios con maestría se vuelve aún más valiosa que nunca porque ellos no sólo preservan una rica herencia y acervo cultural, sino que también proporcionan resiliencia económica y social, ofreciendo alternativas viables y dignas frente a la indetenible sustitución tecnológica.

Combatir la devaluación educativa es muy difícil, pero créanme queridos lectores, en algún momento tenemos que empezar a contrarrestar esta masiva y global estafa educativa y social, puesto que es fundamental que las políticas educativas se enfoquen de una vez por todas en la calidad de los conocimientos y no tanto en la cantidad de certificaciones otorgadas. Cualquier reforma educativa debe centrarse en la mejora de las prácticas de enseñanza y en la creación de ambientes de aprendizaje que promuevan el pensamiento crítico y la adquisición de competencias relevantes. En otras palabras, caros lectores, las reformas deben incluir la capacitación y evaluación continua de los docentes, la actualización de los currículos y la evaluación rigurosa de los programas educativos vigentes.

No nos queda duda de que la devaluación educativa es un problema muy grave, complejo y requiere de una atención urgente y una acción coordinada por parte de todos los actores involucrados en los procesos sociales, culturales y educativos. Revertir la tendencia devaluatoria educacional es esencial para comenzar un camino que priorice la formación de personas libres, garantizando que los profesionales no solo posean un título, sino también las habilidades y conocimientos necesarios para contribuir efectivamente a la sociedad.

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