Opinión

Tras veinte años de la Guerra de Irak, las cicatrices y el infortunio siguen vivos

No es sencillo transmitir el sufrimiento que causa una guerra y que persiste durante generaciones. Si bien, es el daño la unidad de medida más precisa para concretar los motivos y esclarecer sus resultantes que, a fin de cuentas, se convertiría en una ciénaga militar y un estrepitoso descalabro político. Aquel crepúsculo del 19/III/2003 que supeditaría las relaciones internacionales actuales, además de afectar a la credibilidad de Estados Unidos ante el Sur Global e inocular una crisis de su identidad, el Presidente George W. Bush (1946-76 años) se dirigió a los americanos desde la Oficina Oval de la Casa Blanca diciéndoles literalmente: “En este momento, las fuerzas estadounidenses y de la coalición se encuentran en las primeras etapas de las operaciones militares para desarmar a Irak, liberar a su gente y defender al mundo de un grave peligro”.

La tesis que defendía Washington para su incursión militar gravitó en los vínculos entre Sadam Huseín (1937-2006) y Osama Bin Laden (1957-2011), pero, sobre todo, en la evasiva de que los iraquíes poseían armas de destrucción masiva, algo de lo que no existían pruebas fehacientes y que más tarde se pudo comprobar que era ilusorio.

Luego, el atentado terrorista, asesinato masivo y ataque suicida del 11/IX/2001, el patriotismo americano continuaba candente para encarrilar otra acometida después de la invasión y ocupación de Afganistán (7-X-2001/17-XII-2001). Bush, además de las inexistentes justificaciones, hizo suponer a los estadounidenses que la de Irak sería una ofensiva prácticamente resuelta que contaría con el apoyo expreso de la gente iraquí. Pero, sin duda, sería el preámbulo de un combate inacabable que produjo miles de bajas que por momentos hicieron traer a la memoria la hecatombe de Vietnam.

Y es que, en contraste con el Emirato Islámico de Afganistán donde contaría con el respaldo de la mayor parte de la Comunidad Internacional, la de la República de Irak guardó una incógnita negativa con históricas llamadas de millones de personas. Posteriormente, por los movimientos masivos realizados, las administraciones debieron extraerle el jugo a esta guerra visiblemente estigmatizada y Estados Unidos hubo de hacerle frente únicamente con el soporte de su aliado histórico: Reino Unido.

A decir verdad, el empeño indiscutible del militarismo norteamericano encubierto por la Casa Blanca, se sustrajo en esgrimir el poderío militar para contrapesar la decadencia económica y política que surcaba la primera potencia mundial, además de consentirle a sus monopolios merodear el petróleo iraquí.

Recuérdese al respecto, que Bush y los denominados neoconservadores, no procedieron en ningún momento aislados. Contaron con el apoyo del establishment o grupo de poder, tanto de republicanos como demócratas, abarcando a figuras como el Presidente Joe Biden (1942-80 años) y el socialista Bernard Sanders (1941-81 años) que, por entonces, eran senadores y facilitaron su voto positivo.

El día que cayeron los primeros misiles cruceros de largo alcance Tomahawk con un margen de error de diez metros sobre Bagdad, grabaría la apertura del ‘pantano de Irak’, donde el empuje militar se exhibiría con convicción como base para sistematizar un nuevo régimen político análogo a los intereses de Washington.

Por el contrario, la totalidad de la región sucumbiría velozmente en un contexto de fuerte desequilibrio político y social, con la que se acabarían robusteciendo algunos poderes contendientes de Estados Unidos como la República Islámica de Irán. La ‘Operación Freedom Iraq’ se alargó 1 mes y 10 días y casi no hubo resistencia. Conjuntamente, esferas afines de la población, sobre todo, chiitas y kurdos, contemplaban a los norteamericanos como los libertadores del régimen despótico de Huseín y a principios de los noventa la milicia iraquí ya venía castigada de la primera guerra.

Sobraría mencionar que Irak quedó completamente fragmentada y replegada a la ciudad amurallada, más tarde distinguida como ‘zona verde’. A este sector se encaminaban las masas debilitadas que además de contemplar las estructuras e instituciones políticas y sociales demolidas, venían soportando las secuelas económicas de la Guerra de Irak-Irán (22-IX-1980/20-VIII-1980), la Primera Guerra del Golfo (2-VIII-1990/28-II-1991) y las sanciones internacionales adoptadas por Estados Unidos que asfixiaron al país. En otras palabras: una auténtica olla a presión.

En apenas poco tiempo, las fuerzas norteamericanas se vieron involucradas en una guerra cruenta de contrainsurgencia. En principio, la resistencia contra Estados Unidos se produjo tanto en las ciudades de mayoría sunita como Falujah y Mosul, como chiitas, Nayaf, Kerbala y Basora. Teniendo en cuenta sus amplias divergencias, combatieron coordinadamente contra los asaltantes. Los insurgentes expresaban al pie de la letra: “hoy todos somos iraquíes frente a Estados Unidos”. Toda vez, que pronto los medios de comunicación americanos establecieron una campaña de terror capitaneada por el Pentágono, tratando de dar aire al jordano Abu Musab al Zarqaui (1966-2006), líder de Al Qaeda en Irak, con la tentativa de apaciguar el alzamiento y hacer pedazos al pueblo iraquí.

Pero, nada saldría como era de esperar.

Los guerrilleros de al Zarqaui emplearon el procedimiento de ataques terroristas en ciudades chiitas, pretendiendo que este atolladero se volviese cada vez más sectario-religioso. Y en la misma línea, se hacían más fuertes desde el inicio de la crisis económica y la segregación institucional hacia los sunitas.

En este escenario, Estados Unidos convino en 2005 con las facciones políticas y religiosas un régimen de gobierno que reconociera el entorno étnico del país, condicionando fundamentalmente el predominio chiita que durante el régimen de Huseín había estado abrumado y desalojado de la vida política.

“Para bien y para mal, han transcurrido veinte años desde que Estados Unidos con el apoyo de Reino Unido y España, entre otros, ocupara Irak y desbaratara las estructuras de un Estado que todavía pugna por enmendarse entre ímpetus sectarios y arrebatos políticos, locales y regionales”

Y como parte de esta previsión, se le otorgó un margen de autoridad a las minorías kurda y sunita en proporción a su población. Simultáneamente, se impidió el Partido Baaz sunita de Sadam y se hostigó a cualesquiera de sus componentes, incluso integrantes de las Fuerzas Armadas, lo que aceleró una bomba de relojería a punto de estallar.

Durante la resistencia aparecieron otros protagonistas prestos a hacerse notar como el clérigo musulmán chiita Muqtada al-Sadr (1974-48 años), quien puso su granito confeccionando una red de apoyo en los alrededores de Bagdad y en ciudades como Kerbala y Nahaf. Sin inmiscuir, el empaque de grupos armados como la Brigada Badr conexa a Irán.

Estos grupos se definieron por ofrecer apoyo político a la Constitución de 2005 y amortiguar la insurgencia antinorteamericana. Poco a poco, el país quedaría escindido tanto étnica, como religiosa y territorialmente: sunitas ubicados en el centro y este, chiitas emplazados en el centro y sur, y, por último, kurdos en el norte resguardados por la aviación estadounidense.

Pero el acercamiento chiita para encaramarlo en lo más alto, originó discrepancias difíciles de solucionar en los marcos de la nueva Constitución trazada bajo la ocupación de acoso y derribo yanqui. Primero, en el plano regional, la pieza de este puzle ahora encasillada en el fortalecimiento de Irán con el régimen de los Ayatolás históricamente enfrentados a Estados Unidos. Y segundo, a nivel interno, los ataques terroristas de los grupos brigadistas libraron una guerra civil sectaria que arruinó a Irak.

Desde el tiempo acontecido, la estabilidad de Irak es un ensueño o quimera, porque como no podía ser de otro modo, los grupos yihadistas jamás fueron vencidos por su índole ideológica-política y porque la invasión de 2003 evidenció su verdadero carácter: lejos de redimir al pueblo, ambicionaba redelinear el mapa regional en atención a los intereses de Washington. Y ya con la Primavera Árabe (17/XII/2010) y el desconcierto de Libia, Siria y Yemen, la fluctuación en la región alcanzó cotas insospechadas.

La coyuntura reaccionaria que prosiguió al descarrilamiento y aniquilación de las insurrecciones populares, yuxtapuesto al apoyo implícito de la monarquía saudita que procuraba socavar el poder de Irán, fueron el caldo de cultivo perfecto para el surtimiento y propagación del Estado Islámico en Irak y Siria. Para Estados Unidos, la frustración en Irak representó la ampliación de su declinación hegemónica: Barack Obama (1961-61 años) pretendería apaciguar con un multilateralismo relativo, pero sin renunciar a su avance en el que se hizo memorando como el “señor de los drones”, por la puesta en escena de estos aparatos en Afganistán con un alto precio en el número de víctimas civiles. Una táctica que cada vez se volvía más infructuosa tras las derivaciones de la crisis financiera y económica que detonó en 2008.

En cambio, para Irak la invasión se convirtió en una desdicha que dejó más de un millón de fallecidos, millones de desplazados que quedaron en la pobreza y ahondó en viejas heridas étnicas y culturales. Pero, igualmente, reconfiguró el tablero geopolítico regional, donde Irak se tornó en un casillero en constante disputa entre la proyección americana e iraní y cuyas desenvolvimientos geopolíticos se extienden.

Queda claro, que los iraquíes que concibieron la intervención con la confianza de un cambio tras el régimen de Huseín, no tardaron en descubrir que los bombardeos no concluían y que por doquier los muertos se amontonaban. No sólo se desmoronó la dirección imperante, sino también las instituciones. Con lo cual, la multitud estaba imposibilitada de la atención médica, más los servicios básicos, los productos de primerísima necesidad o el agua potable. Unas ausencias que se amplifican hasta hoy. Si hago referencia a las implicaciones indirectas, ha de pensarse en las decenas de miles de individuos que quedan maltrechos, o bien que no pueden ganarse el pan o desarrollar sus actividades frecuentes. Y es que, cuando un gobierno se derrumba como Irak, deja un desierto político y se colapsa la infraestructura de salud, los servicios públicos, etc. Cada uno de ellos son golpes de efecto que a largo plazo seguirán incidiendo como actualmente acontece.

Ni que decir tiene, que de igual forma la urbe iraquí vio catapultado su patrimonio cultural, después de la toma de Bagdad, los saqueadores accedieron a los museos de la capital, bibliotecas, lugares arqueológicos y, a su vez, echaron por tierra y desvalijaron bienes de gran valor dejados sin protección por el ejército norteamericano.

Si Estados Unidos estaba en medio de una guerra particular contra el terrorismo y el llamado por Bush, ‘eje del mal’, los tentáculos de la guerra en Irak condujo a fortalecer y aupar a grupos fundamentalistas y especialmente en la génesis del autodenominado Estado Islámico, cuyo ideal germinó en Irak y su primer designio se basó en reponer a los sunitas el control del Estado iraquí.

Además, al colocar en el poder a la comunidad chiita y destituir a un partido secular, Estados Unidos introdujo segmentaciones entre las distintas comunidades de Irak. Después de 2003, las rigideces entre sunitas y chiitas se acrecentaron hasta llegar a una situación de guerra civil.

Téngase en cuenta, que el gobierno de Huseín era una dictadura secular y cuando se desploma el régimen, inmediatamente se genera una oportunidad para movimientos del islam político que empezaron a bullir por la región.

El agujero político dejado y la recalada de los chiitas habilitó a Irán una República Islámica chiita, permitiéndole cruzarse en materias políticas. Hasta hace poco, Teherán determinaba quién alcanzaba el sitio de primer ministro. Y aunque la guerra finalizó oficialmente, el estado convive frecuentemente con agresiones venidas de grupos armados.

En la práctica, la guerra se terminó en términos de involucramiento internacional, pero en lo que atañe a conflicto interno, persiste activa y no transcurre más de una o dos semanas sin que se constante ataques entre facciones. Según los principios de Naciones Unidas, la invasión era indebida y quebrantó el Derecho Internacional, perpetrando crímenes de guerra y violaciones de los derechos humanos.

Dos décadas más tarde, el ‘trío de las Azores’ satisfecho por Bush, Tony Blair (1953-69 años) y José María Aznar (1953-70 años), fueron los rostros animados de una guerra infundada sobre una farsa: no existían armas de destrucción masiva como tampoco tramas entre Huseín y Al Qaeda.

Aunque se prefiere no remover demasiado los recovecos del ayer para al menos interpretar el presente, los errores cometidos por Estados Unidos en Irak, más su naufragio en Afganistán, e incluso su desastre indirecto en la República Árabe Siria, pueden indagarse en el revanchismo que ha reportado a Washington a convertir la guerra de Ucrania en una acometividad por delegación explícita contra Rusia.

Indiscutiblemente, la colisión ucraniana se puede traducir por la intransigencia y opresión de Putin: las intimidaciones de todo tipo que Rusia percibe con la progresión de la Alianza Atlántica hacia sus límites fronterizos y por la indirecta lanzada por Ucrania, que no quiso admitir lo que el sentido común geopolítico le sugería antes de desencadenarse la invasión rusa. Esto es, contraer un papel de Estado neutral y no prosperar hacia el estatus de brazo armado de Estados Unidos ante la divisoria rusa.

Curiosamente hace veinte años, Washington hacía todo lo posible por controlar Oriente Medio. En este momento intenta hacer lo mismo con Extremo Oriente a costa de los intereses y seguridad del gigante asiático, y para ello se vale del escepticismo habido en Europa, espacio prioritario para el comercio chino. Con su intrusión, Putin le ha puesto a merced a la Casa Blanca los medios oportunos para aventurarse por la política agresiva abierta por Estados Unidos en el siglo XIX y que ahora se dirige hacia Pekín y Moscú.

No obstante, todo apunta a que Washington no se curtió lo suficiente en Irak. Dejó un país desolado e hizo idénticamente igual en Afganistán, donde su repliegue en 2021 y la reocupación de Kabul por la milicia talibán, parecen acentuar esa maniobra tan americana de penetrar en un área, inducir al caos, hacer como si se tratase de rehacer el lugar y dejar la zona inhabilitada.

A ello se suma la política de alianzas que Washington iría entrelazando o fracturando, según el instante pertinente con grupos contrapuestos entre sí y promoviendo el descontrol de las armas. Primero, asistió a los líderes chiíes que dirigían el gobierno del país y proveyó cobertura a milicias policiales que diseminaron el pánico. A la postre, Estados Unidos formó en Irak un ejército comparable al oficial, constituido principalmente por sujetos de la resistencia suní.

Asimismo, les suministró armas y una paga mensual a cambio de combatir contra la organización terrorista, paramilitar y yihadista Al Qaeda, con el ofrecimiento que más adelante formarían parte de los Cuerpos de Seguridad. Como es sabido, Washington acabaría prescindiendo su apoyo económico a las brigadas y los componentes de las mismas pasaron a intervenir con sus propias aspiraciones. Hubo asesinatos y violaciones a mujeres consumadas por las tropas norteamericanas que con el paso del tiempo salieron a la luz, como la masacre de Haditha (19/XI/2005) cometida por marines, en la que perecieron al menos quince civiles, entre ellos, niños y mujeres. La normalización de los abusos suscitó una enorme respuesta social.

Paulatinamente, el tormento aflorado en Irak se amplió a Siria tras la fulminación de las revueltas en 2011. Y entretanto, el Estado Islámico iraquí mandó una delegación cuando la guerra ya estaba en su punto más fogoso. Año y medio después, Abu Bakr al-Baghdadi (1971-2019) comunicaría la plasmación del Estado Islámico de Irak y Levante que se apoderó de varias localidades iraquíes sin apenas resistencia. En sus filas concurrieron yihadistas y antiguos oficiales de las fuerzas Baaz iraquí, ensamblados por un propósito afín. El combate contra el Dáesh de las facciones regionales y la coalición internacional presumió otro de los apartados puntuales en la prolongación de una guerra con resonancias que llegan hasta hoy, y cuyos desenlaces perturbaron a unos cuantos estados de la región. Irak se transformó en un territorio salpicado por la corrupción, atestado de milicias armadas y con una desintegración social descomunal.

La exigencia por Estados Unidos del sistema Muhasasa en 2003, ayudaría a las incertidumbres sectarias. Este modelo establece la distribución del poder político iraquí por medio de cuotas en función de las diversas confesiones religiosas o los orígenes étnicos, un menester que se eterniza en nuestro días: el presidente ha de ser kurdo, el primer ministro chií y el portavoz del Parlamento, suní. También se implantan porcentajes en el cuadro del Consejo de Ministros.

En los tiempos que corren el contexto de Irak está definido porque, poco más o menos de la mitad de su población, despuntó después del comienzo de la invasión, encarando enormes inconvenientes para encontrar una ocupación en una economía enteramente dependiente del petróleo, que en atención a los últimos datos proporcionados por el Banco Mundial, en los últimos diez años ha representado más del 99% de las exportaciones y el 85% de los presupuestos gubernamentales.

Y en 2021, la tasa de desempleo franqueaba el 20%, repercutiendo máximamente a los jóvenes, a todas luces descontentos con las élites políticas y económicas, catalogadas como ampliamente corruptas, mientras que el sistema público prosigue en sus turbulencias de ser poco funcional ante la imposibilidad de reavivarlo tras los años distados de conflicto e inseguridad.

Digamos, que Irak ha conseguido mejorar sus Fuerzas de Seguridad con el apoyo americano y, tras el punto y final del califato, aguarda afianzar el entorno económico a través de varias reformas, que por fin cristalicen los requerimientos del conjunto poblacional para una mayor calidad de vida y derechos fundamentales después del estruendo de la guerra.

“Con su intrusión, Putin le ha puesto a merced a la Casa Blanca los medios oportunos para aventurarse por la política agresiva abierta por Estados Unidos en el siglo XIX y que ahora se dirige hacia Pekín y Moscú”

En consecuencia, para bien y para mal, han transcurrido veinte años desde que Estados Unidos con el apoyo de Reino Unido y España, entre otros, ocupara Irak y desbaratara las estructuras de un Estado que todavía pugna por enmendarse entre ímpetus sectarios y arrebatos políticos, locales y regionales.

Irak abrió la caja de los truenos y se erigió en otro de los reveses de la punzante política exterior norteamericana, y en otras esferas como América Latina se prefirieron los golpes de Estado, o las operaciones paramilitares más o menos subrepticias, el amparo de dictaduras adyacentes y la ruptura del equilibrio económico.

La premisa de una guerra preventiva asentada en un ‘por si acaso’ y con letras pequeñas ‘de la legalidad’, sin el visto bueno de Naciones Unidas y admitida con argucias y evasivas, era algo así como someter cualquier amago de desafío democrático o no, hacia Washington.

Sin ir más lejos, a pesar de las ilustraciones icónicas del derribamiento de la figura de Huseín en Bagdad, más la elocuencia de Bush de cara a un cartel con la frase “Misión cumplida”, el conflicto condujo al fortalecimiento de grupos como Al Qaeda, y finalmente, desembocó en el Estado Islámico que en 2014 apostó por una ofensiva a gran escala en la que logró hacerse con el dominio de una parte importante de Irak y Siria.

La guerra acabó siendo un as bajo la manga por grupos extremistas para engarzar sus esfuerzos contra Estados Unidos, lo que ha postulado un aporte de reclutamiento para Estado Islámico y otras milicias.

Por supuesto, el matiz de que la invasión se proyectó dando la espalda al marco internacional, se aprovechó para descalificar la postura moral de Washington y ha tenido destellos en otros conflictos en los que se ha querido explotar su peso para impedir una invasión como la de Ucrania.

Hoy por hoy, la invasión de Ucrania por Rusia (24/II/2022) remacha muchas de las pautas y muestras de la invasión de Irak por Estados Unidos y la coalición internacional, que se dispuso a base de artificios y desinformación sobre la presencia de armas de destrucción masiva en manos del régimen de Huseín. Fijémonos en el manejo de mercenarios en la invasión y ocupación de Irak, los ‘Blackwater’, como también ha sido refutado por Rusia en Ucrania con el ‘Grupo Wagner’.

Llegados hasta aquí, la invasión de Irak replica a los intereses geopolíticos y económicos de Estados Unidos, Gran Bretaña y algunos aliados en Oriente Medio. Pero, también, se abre el grifo para que regímenes totalitarios como el de Putin, redoblen los tambores de guerra con esa embestida sobre Ucrania para consolidar con la violencia sus intereses geopolíticos.

Inevitablemente, Irak, todavía padece los brazos de los tentáculos de la invasión que, anexada a la rampante corrupción de la clase gobernante implantada durante la ocupación, ha embotellado una crisis viciosa en uno de los países más ricos en petróleo. Podría decirse, que a largo plazo, la invasión de Irak descompuso y desdibujó el panorama iraquí, pero la harmonía y solidez que les prometieron los cantos de sirena, de ningún modo aparecieron.

Finalmente, la impunidad con la que se cuajó y la irrisoria rendición de cuentas posterior, o séase, ninguno de los ejecutores han sido juzgados y la amplia mayoría de las transgresiones permanecen exentas de cualquier deliberación, sentaron un precedente en mayúsculas que sirve de pretexto para futuribles violaciones y condicionan las relaciones internacionales del siglo XXI.

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