Un hombre de unos 50 años falleció ayer en la playa de Los Cárabos. Y de nuevo volvimos a ver una estampa difícil de digerir. El difunto no cambió los planes de los bañistas que habían decidido pasar la tarde en la playa.
A escasos metros del cadáver, tumbado en la arena a la espera de la llegada de la forense, niños y mayores continuaron disfrutando de una tarde de sol, ajenos a la tragedia de la pérdida de una vida.
¿De qué estamos hechos, que vemos un salto a la valla y seguimos jugando al golf y nos damos de bruces con una persona muerta en la playa y continuamos tendidos en la arena, tomando el sol como si nada hubiera ocurrido?
Quizás la pregunta debería formularse a la inversa. ¿Qué se espera que hagamos ante la muerte de una persona? Como mínimo, mostrar respeto aunque sólo sea por el dolor de los familiares, para los que la vida no volverá, nunca, a ser como era antes de este día.
Algo no funciona bien en una sociedad en la que la muerte no rompe la rutina de nadie y sólo nos sirve para comentarlo en las redes sociales o en el bar.
Mal vamos cuando la pérdida de una vida no nos cambia la nuestra. Nos falta empatía con el sufrimiento ajeno y lo peor es que estamos dejando testimonio gráfico de nuestra frialdad.
Tampoco estamos hablando de vestirnos de riguroso luto sino de demostrar que nos importa lo que le pasa a nuestros semejantes. ¿Qué cara se nos queda si luego nos damos cuenta de que era nuestro vecino?
Vivimos en una ciudad pequeña y quizás por eso, estampas como la de ayer en la playa de Los Cárabos dejan un retrato injusto de lo que en realidad somos los melillenses.
¿A dónde vamos a parar si un muerto en la playa no nos pone la piel de gallina y no nos hace reflexionar sobre la delgada línea que separa la vida de la muerte? Es un segundo que te cambia el resto.
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