Transcurridos ocho años, la Unión Europea (UE) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), inauguraron el 17/VII/2023 en Bruselas una cumbre que se desarrolló durante dos días con el cartel de allanar las diferencias, pero las réplicas iniciales revelaron el dificultoso camino por transitar, en especial, en lo que atañe a la guerra de Ucrania y algunos tratados comerciales.
Lo cierto es, que al tomar la palabra en la sesión inaugural el presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva (1945-77 años), sostuvo que el conflicto en Ucrania “es una confirmación de que el Consejo de Seguridad de la ONU no atiende a los actuales desafíos a la paz y a la seguridad. Repudiamos con vehemencia el uso de la fuerza para resolver disputas”, dejó de caer en la balanza, a la vez que expuso reprobaciones por las “sanciones y bloqueos, que penalizan a las poblaciones más vulnerables”.
La UE que contempla a América Latina y el Caribe como una de las demarcaciones con las que más valores comparte, quería que esta reunión se sellase con una condena expresa de la invasión rusa de Ucrania. “Lo más importante es que creemos en los mismos valores. Vemos el mundo con los mismos ojos. Compartimos la misma fe en la Carta de las Naciones Unidas”, señaló la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen (1958-64 años) en su intervención.
Al mismo tiempo, los dirigentes tenían sobre la mesa varios temas comerciales, incluyendo la amplia negociación con el MERCOSUR, una reforma en la hechura del sistema financiero internacional, el cambio climático y la transición energética.
Pero, sobre todo, las partes habían de pulir la declaración final en un texto en el que la condena de la guerra de Ucrania era uno de los mayores obstáculos y con la incógnita de si el bloqueo comunitario apuntaría por una relación de iguales. “Los Estados miembros de la Unión Europea pueden tener una preocupación comprensible sobre la situación en Ucrania, pero esta cumbre no debe convertirse en otro campo de batalla inútil sobre discursos respecto a esta cuestión, que ha sido y sigue siendo abordado en otros foros más relevantes”, expuso literalmente el presidente rotatorio de la CELAC y de San Vicent y las Granadinas, Ralph Everard Gonsalves (1946-76 años).
Es cierto que se produjeron pequeños avances en el ofrecimiento de una Alianza Digital abierta a los sesenta estados que componen los dos bloques regionales para entablar una cooperación en “una amplia gama de temas digitales, incluida la política digital”. Las partes convinieron ahondar su asociación mediante la institución de la Alianza Digital UE-ALC, al objeto de fomentar el desarrollo de infraestructuras digitales seguras.
Recuérdese al respecto, que la última cumbre de ambos bloques se llevó a cabo en 2015, pero la multiplicidad de posiciones dentro de los treinta y tres países de la CELAC, dificultaba enormemente el consenso en varios ejes. Esta reunión fue promovida especialmente por España, que el 1 de julio ocupó la presidencia semestral rotativa del Consejo de la UE, afanándose por moldear esta conferencia que ante todo aguardaba que se convirtiese en uno de los legados de su mandato en el bloque europeo.
“Desde la traba añadida de admitir una actitud común en la repulsa a la invasión rusa a Ucrania y los señuelos históricos de los latinoamericanos a los europeos, hasta el acontecimiento de programas colaterales, las dos intensas jornadas han estado repletas de puntualizaciones incisivas y mordientes”
Con estos mimbres, el buen hacer político y la cooperación entre la UE y América Latina y el Caribe podrían exponerse con un doble matiz. Primero, el contar con un bagaje acumulado de poco más o menos medio siglo, pero desde 2015, esas relaciones han estado prácticamente atascadas. Y segundo, cabría preguntarse, ¿cómo se ha podido inocular esta parálisis, cuando ambas regiones afrontan un modus operandi en el que las crisis se agolpan y, a su vez, demandan cambios de fondo en las sutilezas de desarrollo y de inserción internacional?
Un comentario sobre ese cúmulo que contiene instrucciones que actualmente vuelven a ser importantes: la valoración de esta relación reside en su capacidad de ensanchar los concernientes márgenes de autonomía, de cara a la exigencia de disponer un sistema internacional asentado en la bipolaridad. Es decir, basado en el peso del regionalismo y la integración regional y su aportación al multilateralismo, en una contribución al desarrollo con intenciones políticas en torno a la democracia, la paz o la disputa contra la desigualdad no tecnocrática o economista. O tal vez, en el alcance geopolítico de los acuerdos comerciales como táctica de diversificación, frente al Área de Libre Comercio de las Américas, como en este momento lo es frente a la competitividad económica y tecnológica entre Estados Unidos y la República Popular China.
En este entorno, que no haya existido un mínimo atisbo de diálogo político entre la UE y la CELAC desde 2015, es una circunstancia chocante y alarmante. Más bien, como derivación de las fisuras políticas en América Latina, pero también la falta de fineza europea. El entresijo epidemiológico destapó la profundidad de la crisis de las organizaciones regionales y el alejamiento de los líderes.
Indudablemente, todo ello debilitó la capacidad de actuación de la región ante el contexto epidemial o la invasión de Ucrania. En ambas materias, el acuerdo regional quedó al margen de lo que se creía. Igualmente, la cooperación de la UE se amortiguó como consecuencia de la errada imagen de que muchos estados debían ser reconocidos como receptores de ayuda o de distinciones comerciales. Los pactos comerciales continuaron su recorrido, pero el acuerdo de principio UE-MERCOSUR de 2019 no pudo prosperar debido al rehúso europeo a la política ambiental de líderes negacionistas del cambio climático, y el retorno de pulsos proteccionistas en la UE. Obviamente, la falta de diálogo entrevé numerosas valoraciones, pero ahora son mayores. Ambas regiones surcan una fase histórica de paréntesis marcada por el trance de la globalización y del orden internacional, que a todas luces reclama cambios en las políticas y en las sujeciones internacionales.
En ese intervalo, la falta de cooperación no es una elección.
Aunque las debilidades y fortalezas sean desiguales, la pandemia y la invasión de Ucrania han sacado a relucir la vulnerabilidad de ambas zonas ante vicisitudes sanitarias y el desbordamiento de la geopolítica en las cadenas de suministro. Las maniobras de desarrollo se convierte en una política impuesta, primando la seguridad y la resiliencia a expensas de la eficiencia. Este es el caso concreto de Estados Unidos.
En la UE se conciertan objetivos sociales, productivos y de sostenibilidad, pero asimismo, de seguridad. América Latina tras el batacazo de la epidemia, se apresta a disrupciones de suministro y alta inflación con una situación fiscal imperceptible y de mayor endeudamiento. Conjuntamente, al igual que ocurre en el Viejo Continente, es un territorio de ‘sociedades enojadas’, con considerable despecho e insatisfacción en el ejercicio de la democracia y de las políticas públicas.
Claro, que todo ello compele a la lógica y objetivos de los nexos entre la UE y Latinoamérica y el Caribe. Es imprescindible una nueva o renovada explicación con tres grandes percepciones. Primero, los buenos vínculos deben amplificar la autonomía de ambas regiones ante un universo de progresiva competencia geopolítica, pero todavía desprovisto de reglas de juego, gobernanza y certidumbre.
Otra supuesta Guerra Fría no compensa a los intereses ni de Latinoamérica ni de la UE, pues las emplaza en un punto de vista de sumisión estratégica, contradicen su agencia al impresionarlas como actores dependientes y amedrenta el compromiso hacia las instituciones y normas regionales y multilaterales, así como hacia la cooperación internacional. También, ese relato de competencia estratégica, como modelo de gobierno, trastorna la agenda: con ella, pierden vitalidad los valores democráticos, los derechos humanos, la igualdad de género, el medio ambiente, la cohesión económica, social o territorial, y como no, el desarrollo sostenible.
Autonomía en este caso no representa algo así como ‘repliegue defensivo’, sino la indagación de asociaciones de socios honestos, que aumenten sus márgenes de maniobra y al mismo tiempo vigoricen la gobernanza y los fines de desarrollo globales en un punto común.
Segundo, ese consorcio ha de ayudar a robustecer la democracia cuando, en ambos departamentos, se acrecienta la susceptibilidad ciudadana y se origina la ascensión de fuerzas autoritarias y de ultraderecha que, a su vez, se sustentan de intereses de progreso que no se consuman, como de países que no garantizan mínimos de seguridad y de sociedades desmembradas para la desigualdad. Por eso, al referirme al concepto de ‘democracia’ es hablar de desarrollo.
Y tercero, la conexión birregional debería tonificar y reavivar la asociación económica, comercial y de cooperación para activar el desarrollo con una triple mutación: digital, verde y social. Han de ser alternativas razonables. Esta aseveración tiene muy presente que las organizaciones de la UE hoy únicamente hacen alusión a la transición verde y digital, pero no social.
En atención al barómetro latino en razón social y ambiental y en cuanto a los derechos humanos e igualdad de género, la UE sigue siendo vista por las colectividades latinoamericanas como el socio más propicio. Ello a pesar de la actuación europea en materia de vacunas, sometido por la centralización y la resignación a impulsar las singularidades vaticinadas en la Organización Mundial del Comercio (OMC) para el levantamiento estacional y extraordinario de la protección de patentes ante eventualidades sanitarias. A diferencia de otros actores, la UE dio luz verde a la exportación de vacunas en la fase más complicada de la pandemia. Al igual que ha sido el mayor remitente y el segundo donante mundial de dosis y el primero vía COVAX. No obstante, fueron otros quienes acudieron en primer lugar, proveyendo las vacunas para el arranque de las campañas de inmunización.
Trabajar juntos en esa triple conversión simboliza reconocer que el desarrollo es un paso compartido, para ello es preciso auspiciar un espacio de diálogo accesible a todas las partes. Es un dietario común, aunque existan diversos puntos de partida que contrae la idea central de la Agenda 2030 de que el desarrollo es un designio universal.
De cara a esas apuestas no hay un argumento o guion precedente. Esta es una ocasión de experimentación e instrucción, donde muchas de las antiguas convicciones ya no valen. Hay que tener presentes las anomalías de partida en capacidades y responsabilidades, pero ante el acontecimiento climático o la reproducción del contrato social, todos somos estados en desarrollo.
Los Acuerdos de Asociación debieran contemplarse igualmente como un ámbito común de diálogo y convergencia regulatoria en materia social, digital y ambiental para suscitar patrones de producción y consumo sostenibles y justos, y no únicamente como una herramienta para rebajar los aranceles.
Sin ello, las máximas en esos componentes pueden dar origen a un nuevo proteccionismo verde, que ante todo será contradicho como tentativa de asignar unilateralmente al resto del planeta los principios y reglas europeas. Ello no debe ser discordante con una flexibilización de las disposiciones de los Acuerdos de Asociación, para que haya más capacidad de desarrollo productivo y las políticas industriales del momento rijan la agencia económica en ambas regiones.
A día de hoy, ya se vislumbran evidencias, por ejemplo, en las disposiciones sobre el litio de la innovación del Acuerdo de Asociación UE-Chile, que son eficaces a la política para emprender procesos de industrialización a partir de dicho mineral. Ni que decir tiene, que para esta intervención renovada es crucial el rumbo de desarrollo en transición inducido por el Centro de Desarrollo de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), con el soporte de la Comisión Europea.
A fin de cuentas, no todas las naciones se han posicionado expresamente en esta dirección, tanto en la UE como la región Latinoamericana. Pero no hay que descaminarse en una disputa real. Hay que dejar a la cola cadencias que son anticuadas y perjudiciales, trazando relaciones y un diseño de la cooperación más horizontal e inclusivo, dejando a la zaga el discurso Norte-Sur.
Que sea más expansivo al aprendizaje conjunto y el intercambio de experiencias transformadoras en la reglamentación y las políticas públicas que esté en condiciones de captar inversión productiva y asistencia financiera y técnica. O séase, que defienda políticas activas a largo plazo y reformas mirando a pactos sociales y políticos.
En este recinto, la UE ha de desenvolver una cooperación a la vanguardia, que sin desistir a la asistencia oficial al desarrollo, deje atrás la graduación de los países más avanzados. En el fondo ha de estar abierta a los países de la región con perspectivas a medida para cada uno de ellos.
Hay que destacar el protagonismo de la cooperación horizontal y de programas como Euroclima o Eurosocial, al objeto de suscitar diálogos sobre políticas públicas, innovación e intercambio de conocimiento. Y la UE ha de añadirse con mayor énfasis a la cooperación Sur-Sur. El programa ‘Adelante’ de cooperación triangular es una experiencia beneficiosa, pero condicionada y se conforma como un compartimento estanco distante de otros programas de la Unión.
Todo ello busca una agenda capaz de financiación del desarrollo para que la zona, y en particular, los estados más vulnerables, se apresten de espacio fiscal para la inversión, o que al menos se prescinda del peligro de otros tiempos de severidad o crisis de deuda. En un entorno de débil intensificación económica, hay que precaver el riesgo de otra pérdida para el desarrollo.
Llegados a este punto de la disertación, la anterior Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, no dejó buenas sensaciones.
Son tan distintos los proyectos reinantes en torno a los objetivos y modo de articularse, como las discordancias entre los estados colaboradores y es tan perspicaz la segmentación regional, que resulta complejo, si no inalcanzable, acordar agendas afines. De ahí, la conveniencia de interrogarse si la CELAC es el instrumento adecuado para reforzar la relación birregional entre Europa y América Latina en una coyuntura problemática e indeterminada como la de ahora.
La contestación obvia a semejante interpelación es que, a pesar de las acotaciones incuestionables, estaríamos hablando casi del único mecanismo de la esfera regional disponible para conseguir los objetivos compartidos. Siendo esto indiscutible, valdría la pena una pequeña indicación acerca de su competitividad para alcanzar la meta.
Habría que interpelarse si existen suficientes intereses comunes que fundamenten la profundización en una asociación estratégica entre ambas zonas, teniendo la convicción que si pese a la efectividad de un grupo de estados latinoamericanos poco partidarios de ahondar en la relación con la UE. Y cómo no, la grave crisis que ensarta el proceso de integración regional.
“Aunque las debilidades y fortalezas sean desiguales, la pandemia y la invasión de Ucrania han sacado a relucir la vulnerabilidad de ambas zonas ante vicisitudes sanitarias y el desbordamiento de la geopolítica en las cadenas de suministro”
No se trata exclusivamente de cuánto puede adquirir el continente europeo de una renovada relación con América Latina, sino igualmente, valga la redundancia, de cuánto puede aportar América Latina al desenlace de numerosos inconvenientes globales, algunos fundamentales para el devenir de Europa.
Prueba de las rémoras que tantea la posible marcha de la CELAC y su viable aproximación con los intereses y objetivos europeos, es la Declaración Final de la reunión. No más lejos de las divagaciones y concesiones retóricas, lo cierto es que en ella no se nombra a Ucrania. Esto pone de manifiesto lo escabroso que sería la cumbre actual, dirimir posturas entre las dos regiones en lo referente a los puntos más peliagudos de la agenda internacional y birregional, como el de la invasión rusa, la transición energética o el desarrollo del 5G.
En variadas instancias europeas y españolas se incita en la posibilidad que representa la estampa de nutridos gobiernos progresistas en América Latina, además de lo trascendente que resulta el regreso al primer plano de la escena internacional de la República Federativa de Brasil de la mano de Lula da Silva.
Pero, ni se deben perder la debida atención de las antítesis existentes dentro del progresismo latinoamericano en algunas cuestiones sensibles para Europa, ni las enormes estrecheces internas que encara Lula da Silva para llevar a término su programa electoral propuesto. Así, como muestra en lo relacionado a la evolución de la matriz energética, el desafecto entre Gustavo Petro Urrego (1960-63 años) y Andrés López Obrador (1953-69 años) ante la exploración y explotación de hidrocarburos es prácticamente infranqueable.
En lo que toca a Brasil, la observación que demanda en un momento como el actual las complicaciones sociales y fiscales, pueden llegar a enrarecer su atención a los sumarios de política exterior. Por otra parte, Brasil es una pieza activa de los BRICS, para referirse conjuntamente a Rusia, India, China y Sudáfrica. Lo fue durante los primeros gobiernos con Jair Messias Bolsonaro (1955-68 años) y lo sigue siendo en el nuevo mandato de Lula da Silva.
Se trata de que él mismo ha pretendido constituirse en un firme seguidor de la paz y promotor del diálogo entre las dos partes en guerra. Por eso, el presidente brasileño redunda en que de momento no está por la labor de cuestionar a Rusia, aunque esto pueda ser contemplado como una seria controversia en su alianza con la UE.
Y entre tanto, China ha hecho de este foro una de las palancas de su política latinoamericana. Sin embargo, ésta no se modula a través de los exiguos acuerdos alcanzados en dichas cumbres ni encuentros análogos, sino particularmente mediante la profundización de los vínculos bilaterales con aquellos estados de la región que le son más contiguos o le traslucen mayor interés.
Posiblemente y sin declinar a la cumbre UE-CELAC, ni al propósito principal de ampliar la relación birregional hasta donde sea factible, la Comisión Europea debería plantearse surcar paralelamente por otras direcciones que le permitan llegar a la misma meta: ahondar y vigorizar la tan imprescindible relación con América Latina. Y para eso es más indispensable que en ningún otro tiempo armonizar la política regional con la bilateral, fomentando las alianzas con los interlocutores más receptivos.
Consecuentemente, los líderes de Europa se congregaron para estrechar lazos y retocar las rigideces, en una reunión que no ha tenido el cruce incondicional entre los aliados que aguardaban los organizadores, además de un encuentro evaluado de exitoso aunque no exento de deslices.
Y es que, desde la traba añadida de admitir una actitud común en la repulsa a la invasión rusa a Ucrania y los señuelos históricos de los latinoamericanos a los europeos, hasta el acontecimiento de programas colaterales y críticas a la aportación de Venezuela, Nicaragua y Cuba, las dos intensas jornadas (17.18/VII/2023) han estado repletas de puntualizaciones incisivas y mordientes.
En otras palabras, resultas indiferentes en términos de cooperación, irrisorios avances en terrenos irresueltos de definición, como el acuerdo de libre comercio UE-MERCOSUR y, como era de esperar, al borde de la disconformidad sobre la guerra de Ucrania, en la que la parte europea se ha visto frustrada en su intentona por lograr que el bloque latinoamericano contrajera sus posiciones con respecto al conflicto desatado por la invasión territorial de Rusia, en la que la Alianza Atlántica como la UE han defendido política, económica y militarmente a Kiev.
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