Opinión

Por una cultura de paz

Cada año los centros educativos celebran el día 30 de enero un canto decidido por la paz. Esta última la entendemos no como ausencia de guerra sino como una apuesta decidida por la justicia social, la solidaridad y la libertad.

Esta celebración es, por tanto, una oportunidad más de contribuir a que los centros se conviertan en instrumentos de paz y entendimiento entre personas de distinta formación, raza, cultura y religión. No hemos de olvidar que la escuela es un reflejo de una sociedad con la que comparte defectos, pero en ella también se educa para la vida y se busca desarrollar en los alumnos las capacidades y competencias necesarias para una participación social activa.

Por todo ello, hemos de contribuir, a través de la educación, a la concienciación de todos en la construcción de un mundo mejor, un mundo más justo y más humano que permita que todos los individuos tengan la misma oportunidad de desarrollar plenamente sus facultades en el seno de una sociedad democrática, libre, justa, responsable y en paz.

Mientras estas cosas pasan dentro de las aulas, el militarismo, y con él la cultura de la guerra, se va imponiendo en nuestra sociedad, en nuestros centros y en nuestras conciencias.

Por una parte, nos encontramos diariamente con objetos que nos incitan a la violencia y la guerra: los videojuegos bélicos, las películas violentas, los programas de la telebasura, los comics, las revistas y las campañas que incitan al odio, e incluso, la propaganda militarista en los centros educativos. Por otra, nos encontramos con un gran despilfarro de los gastos militares, de guerras, de insolidaridad internacional, que atentan a la dignidad humana.

En el Estado español, el gasto militar crece cada año. Con los gastos que dedica a defensa el Gobierno de España, en 12 días se podría cubrir al mes la renta básica o ayudas al mes a un millón de personas que actualmente están en paro. Sólo mantener las tropas en Afganistán supuso un coste de cerca de 1.000 millones de euros al año. Con el gasto en materia armamentística se podría contribuir a erradicar la pobreza extrema, conseguir una educación primaria en muchos países, combatir el Sida, promover un medio ambiente sostenible.

Hoy se nos habla de cultura de paz cuando se quiere imponer una cultura de guerra. Por ejemplo, con 24.000 millones de dólares se pueden comprar 11 bombarderos estratégicos, pero también se puede garantizar la educación primaria para 135 millones de niñas y niños que no están escolarizados.

Se valora primero los intereses económicos y militares antes que a las personas. Hoy en día existen más de treinta conflictos ‘enquistados’ y no nos olvidemos que existe una norma internacional que establece que los estados tienen la principal responsabilidad de proteger a su población contra el genocidio, los crímenes de guerra, los crímenes de lesa humanidad y la limpieza étnica. La comunidad internacional debe apoyarles en esas tareas. La norma establece también que cuando un estado no quiera o no pueda hacerlo, la comunidad internacional se compromete a actuar para proteger a esa población. Algo que no está sucediendo en estos momentos, todo lo contrario se apoyan conflictos por intereses de un Estado que no es el de la ciudadanía que forma dicho Estado.

Por todo ello demandamos a los poderes públicos invertir la cultura de guerra por cultura de paz y fomentar y alentar por parte de los gobiernos a una educación que contribuya a una ciudadanía activa, crítica y comprometida con la cultura de paz.

Si no podemos construir el mejor de los mundos, no podemos renunciar a luchar por un mundo mejor. Quizá no podamos acabar con las guerras, la eliminación de todos los arsenales nucleares, el infame blanqueo de dinero procedente del narcotráfico y del crimen organizado, la prostitución infantil ni tantos otros crímenes y miserias a escala universal. Pero podemos y debemos exigir a nuestros gobernantes que prohíban terminantemente la venta de armas a otros países. A todos sin excepción porque es público y notorio que se ‘venden’ armas a empresas del llamado mundo desarrollado y, por el camino, se cambia de destinatario y van a manos de desalmados que mantienen guerras en países del tercer mundo para cobrarlas en diamantes, petróleo, oro, fosfatos, níquel y otras materias primas con las que esos países podrían transformar su miseria en bienestar y en un adecuado crecimiento.

Las víctimas de las armas de destrucción infames son tan inocentes como las de los campos de exterminio; aquéllos pertenecen en gran parte a la historia pero estas nuevas víctimas se producen cada día. Y nosotros no podremos descansar mientras, en algo tan concreto y factible, no se actúe con determinación y firmeza.

No seamos exportadores de muerte ni vendamos ésta a los países empobrecidos.

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