Recientemente se han cumplido veinticinco años de los ‘Acuerdos de Belfast’, distinguido posteriormente como los ‘Acuerdos de Viernes Santo’ por la fecha en que se suscribieron y firmaron. Aquel 10/IV/1998, el Úlster ponía el punto y final a un acuerdo que arrastraba tres décadas de conflicto que produjeron más de 3.500 víctimas. Con lo cual, este entramado se remonta al siglo pasado, cuando la Isla de Irlanda se fragmentó entre un estado homónimo independiente y una región septentrional que continuaba emparentada a Reino Unido. Por entonces, vencieron las tesis unionistas, en menoscabo de los republicanismos que pretendían integrarse en la Irlanda independiente.
Con aquel apretón de manos acompañado de una sonrisa presa de la tensión contenida, el primer ministro británico, Tony Blair (1953-69 años) y Bertie Ahern (1951-71 años), en calidad de primer ministro de la República de Irlanda, rubricaron la fecha apuntada con una fotografía que se producía tras numerosos años de negociaciones inacabables y que supuso un antes y un después para el devenir de Irlanda del Norte.
Hoy, un cuarto de siglo más tarde, sus hacedores echan la vista hacia atrás para observar cómo este acuerdo de paz cambió el cariz de la historia. El primero, manifiesta que habitualmente se constataban actos terroristas con personas muriendo y asesinatos. Mientras que el segundo, sigue convencido que si no se hubiesen alcanzado estos acuerdos, la disyuntiva era retornar al desconcierto. De hecho, en la calle la gente defendió con una aprobación abrumadora del referéndum, porque más del 71% de la población dijo ‘sí’ a acabar de una vez por todas con los ‘troubles’, o problemas, como denominaban a la violencia del IRA y los grupos armados unionistas.
Así, desde las postrimerías de los sesenta se perpetraron un sinfín de actos terroristas que terminaron catapultando muchas vidas y cerca de 30.000 resultaron heridas. Un terrorismo producto de la desmembración política que padecía el país, entre unionistas probritánicos y nacionalistas proirlandeses.
Con estas connotaciones preliminares, tras años de colisiones entre grupos armados irlandeses, llámese el Ejército Republicano Irlandés (IRA) y las Fuerzas Británicas, Irlanda alcanzaba la independencia en 1921. A pesar de los siglos de convivencia, las comunidades católica y protestante apenas tienen un mínimo acercamiento.
En 1968, una revuelta popular de la población católica en defensa de sus derechos civiles, es visiblemente despreciada por el gobierno autonómico en poder de los protestantes. Dos años después, en 1970, el IRA vuelve a escena y comienza un entresijo embarnizado de intimidación que los encarará no ya sólo a las Fuerzas Británicas, sino a varios grupos lealistas protestantes. A decir verdad, este laberinto no es de signo religioso, sino de identidad: los nacionalistas se sienten en inferioridad en Irlanda del Norte y los unionistas en minoría en el conjunto de Irlanda.
Ambos bandos apelan a las armas, lo que los lleva a una espiral de violencia que persiste desde la última etapa de los sesenta hasta la firma del ‘Acuerdo de Viernes Santo’. Éste sentó las bases para un gobierno en el que católicos y protestantes comparten la competencia. Si bien, el fragor vehemente del terror ha permanecido y a veces se destapan episodios en pequeña escala.
“The Troubles” han sido definidos como ‘conflicto étnico’, ‘conflicto de baja intensidad’, ‘terrorismo’, ‘guerra de guerrillas’, e incluso, ‘guerra civil’. La violencia del conflicto se excedió de las fronteras de Irlanda del Norte, ampliándose hacia la República de Irlanda y el Reino Unido. Toda vez, que en ningún tiempo fue una ‘guerra declarada’, la destrucción desatada en muchas localidades y pueblos y el complejo arsenal empleado por los grupos paramilitares perfilan una ‘guerra de facto’.
En su contextualización, las piezas del puzle de Irlanda del Norte es en muchas formas una auténtica paradoja. La región posee suficiente recursos y aunque ha sido una parte secundaria de las Islas Británicas, es bastante rica en comparación con el resto del planeta. El Reino Unido, del que Irlanda del Norte es una de las cuatro naciones constitutivas, es una democracia que opera por sí misma y en la que se podría sintetizar que no es preciso valerse de la violencia para obtener cambios políticos.
Luego, cabría preguntarse: ¿qué ideal de aristas discordantes pueden hacer que ciudadanos con este talante se involucren de lleno en una lucha de treinta años contra sus vecinos y de pie a algunos de los grupos militantes más efectivos de los tiempos actuales?
Irlanda del Norte enfrenta la premisa de que los conflictos únicamente acontecen en estados subdesarrollados, donde las observancias tribales son más trascendentes que la conceptualización de ciudadanía, y al mismo tiempo existe una tradición democrática condicionada con importantes contrariedades de inestabilidad y pobreza.
Para este conjunto poblacional el entorno ha parecido tan problemático por una percepción viva de actitudes y comportamientos del ayer y el recelo a que redunden en el mañana. Sus inquietudes sobre el pasado y el futuro imperan y coartan a su vez, el proceder presente y vuelve a ratificar el reconocimiento de que los rivales no han aprendido nada de lo acaecido.
Es significativo evaluar oportunamente las clarividencias y paralelismos para intuir los procesos, componentes y planteamientos que fueron indispensables para que las fuerzas políticas concretasen el ‘Acuerdo de Belfast’ y concebir la indecisión y oposición para que la causa llegase a buen puerto. Ni que decir tiene, que el conflicto es complicado por motivos de los actores envueltos, tanto dentro como fuera de Irlanda del Norte, donde el requerimiento de independencia fue angustioso tras la rebelión que estalló con el ‘Alzamiento de Pascua’ (24-IV-1916/29-IV-1916).
Ya, en 1921, tras el levantamiento nacionalista, la mayoría de la isla se convirtió en un estado desunido en los términos del Tratado anglo-irlandés (6/XII/1921). Paulatinamente, la correlación se compensó en los años recientes, no siendo un motivo menor la pertenencia de británicos e irlandeses a la Unión Europea (UE).
Más bien y como consecuencia de esa pertenencia, la economía irlandesa se optimizó hasta el punto de que en aquel momento se le conoció como ‘el tigre celta’. De hecho, el parlamento europeo hizo recomendaciones, fundamentalmente, en el ‘Informe Haagerup’ de1984 que respaldaba una mayor labor de la Unión en Irlanda del Norte, por una receta de poder compartido y más cooperación intergubernamental.
Además, el otro actor crucial que ha tenido protagonismo como tercera parte es Estados Unidos. Para ser más preciso en lo fundamentado, grupos irlandés-americanos han dado constante soporte financiero a organizaciones irlandesas, esencialmente, a círculos nacionalistas y de reconciliación con los que se identifican.
Adentrándome en la identidad y procedencia étnica, durante largos períodos de tiempo las comunidades que residen en la zona norte de Irlanda, han tenido serios apuros para el entendimiento, porque el temor mutuo ha nutrido el conflicto hasta aportar experiencias de daños y agravios que han endurecido las incompatibilidades. Se sabe que las dos comunidades son diferentes en su origen y prácticas religiosas y culturales, y muchos individuos dentro de ellas han creído en todo momento que sus intereses son inconciliables.
Consiguientemente, han inoculado su sentido de identidad de cara a los otros acentuando aquellos carices de diferenciación. No obstante, no se confirman características físicas absolutas que los resalten, ni tan siquiera los apellidos no son siempre un indicio. El contraste más irrefutable entre ambas comunidades es la religión: numerosos católicos se sienten satisfechos de ser parte del Reino Unido, mientras que algunos protestantes preconizan la semblanza de una Irlanda unida.
Por lo tanto, la explotación de categorías políticas tales como ‘nacionalista’ y ‘unionista’ es más pertinente, aunque el atributo religioso es intenso.
En la última etapa de los años sesenta, miembros de esos estamentos y con un elevado nivel de formación, tanto nacionalistas como unionistas, se transformaron en la punta de lanza del movimiento de derechos civiles, infundido en la campaña de derechos civiles de Estados Unidos y espoleado por las protestas estudiantiles de 1968 en París y otros lugares emblemáticos, principalmente, universitarias y posteriormente sindicales.
Lo cierto es, que estas expresiones populares a modo de manifestaciones llevaron a choques violentos y la confrontación sedujo a más esferas militantes. La escalada vino a convencer a la comunidad nacionalista y unionista que un proceso de reforma era inalcanzable: para los unionistas encarnaba que toda censura o crítica debía ser cuanto antes reprimida, y para los nacionalistas que una poderosa operación concertada desembocaría en cambios sustanciales. Un grupo paramilitar leal a la Corona Británica en Irlanda del Norte, la Fuerza de Voluntarios de Úlster (UVF), estaba resurgiendo, pero el IRA titubeaba sobre cómo responder a este contexto.
Es preciso sacar a la palestra uno de los incidentes de mayor envergadura que contribuyó a la lucha por los derechos civiles. Me refiero a la fecha del 30/I/1972, en la cual, el Ejército Británico reprimió de modo implacable la manifestación con más de 15.000 personas transitando pacíficamente. El resultado es clarividente: se asesinaron más de veinte individuos entre los que se hallaban activistas por los derechos civiles.
Pero, de lo expuesto en estas líneas, existen unos antecedentes puntuales hasta antes de llegar al entendimiento definitivo. Primero, el ‘Acuerdo de Sunningdale’, suscrito el 9/XII/1973 que dispuso la primera de las tentativas para poner fin a los tumultos de Irlanda del Norte, comprometiendo a los unionistas a compartir el poder con los nacionalistas. Desdichadamente, la fuerte oposición unionista, más la violencia y una huelga general, originaron la frustración en mayo de 1974.
Segundo, hay que referirse al ‘Acuerdo Anglo-Irlandés’, firmado el 15/XI/1985 por la primer ministro Margaret Thatcher (1925-2013) y el primer ministro irlandés, Garret Fitzgerald (1926-2011), confiriendo una hoja de ruta consultiva en varias materias concernientes a Irlanda del Norte. Conjuntamente, hizo notorio que seguiría siendo parte del Reino Unido, hasta que los ciudadanos norirlandeses estuvieran de acuerdo en referéndum adherirse a Irlanda.
Del mismo modo, allanó el camino para la devolución de la autonomía, siempre bajo el consentimiento de las partes nacionalista y unionista. Pero, al igual que el anterior, naufragó en el afán de abandonar la violencia imperante en la región y tampoco se desenvolvió debidamente para pretender reconciliar a las dos comunidades.
Tercero, la ‘Declaración de Downing Street’ de fecha 15/XII1993, consumada por el primer ministro John Major (1943-80 años) y el primer ministro irlandés, Albert Reynolds (1932-2014). Principalmente, avalaba el derecho de los ciudadanos de Irlanda del Norte a la autodeterminación y que el territorio se transfiriese del Reino Unido a Irlanda, pero únicamente si llegado el momento la mayor parte de su población lo resolviera en referéndum.
Asimismo y por vez primera, amasaba la llamada ‘dimensión irlandesa’, o séase, el principio que los irlandeses, tanto los pertenecientes al Norte como del Sur, poseen el derecho preferente de decidir las cuestiones mediante mutuo acuerdo. Sin inmiscuir, que esta declaración condujo al alto el fuego establecido por el IRA en 1994.
Y cuarto, por fin llegamos al ‘Acuerdo de Viernes Santo’, conseguido tras veintiún meses de duras negociaciones, también conocido por los unionistas como ‘Acuerdo de Belfast’, desarrollado en el marco de un conflicto que profundiza en sus raíces con respecto a la partición de la Isla de Irlanda atribuida por Londres en 1920, sustentado por el acaparamiento unionista del poder en los Seis Condados de Irlanda ocupada y, como no, en la discriminación emprendida contra la comunidad católica.
El conflicto detona, primero, con los pogromos unionistas contra los barrios católicos; segundo, con la vuelta del IRA como ejército protector de la comunidad; y tercero, con la conspiración entre la RUC (policía norirlandesa), el Ejército Británico y las bandas paramilitares lealistas protestantes. Podría considerarse como una guerra civil que dejó en el recuerdo escenas calamitosas.
Como es sabido, el proceso de paz daría paso al ‘Acuerdo de Viernes Santo’, considerado prolongado en el tiempo, no siendo admisible sin la maniobra de paz del partido político de ideología izquierdista, Sinn Féin (SF). Tras reuniones secretas y públicas del líder del SF, Gerry Adams (1948-74 años) con el del partido nacionalista moderado SDLP, John Hume (1937-2020), además de la presentación en 1987 del documento estratégico del SF denominado “Escenario para la paz”, continuos contactos del SF con agentes del Fianna Fáil (partido de gobierno en Dublín) y con enviados secretos de Londres, más las treguas encadenadas del IRA y numerosos desplazamientos a Estados Unidos de la mano del lobby irlandés y una ‘Declaración de Downing Street’, en 1994, el IRA determinó un cese el fuego, aplaudido como un triunfo en los barrios y periferias nacionalistas de Belfast.
Con todo, el conservador John Major, que pendía de los parlamentarios unionistas para franquear su insignificante mayoría en Westminster, malogró las esperanzas de abrir un proceso y el IRA quebró la tregua con el atentado de Docklands (9/II/1996). La victoria laborista al año siguiente con la irrupción de Blair, reconquistó nuevamente el mejor escenario posible: otra tregua, pero en esta ocasión indefinida, permitió tanto la entrada del SF a las conversaciones multipartidistas como la entrevista de un cara a cara entre Adams y Blair.
Alcanzado el 10/IV/1998, se convirtió en la fecha decisiva que invirtió el trascender de los Seis Condados de Úlster, de Irlanda y el Reino Unido, tras tomarse determinaciones sobre la nueva administración de la provincia.
El instante resolutivo se originó cuando el presidente de las conversaciones, el exsenador norteamericano George Mitchell (1933-89 años), expuso literalmente: “Me complace anunciar que los dos Gobiernos y los partidos político en Irlanda del Norte han llegado a un acuerdo”. Aquella jornada se conceptuó como “el día del triunfo del coraje” por el primer ministro británico, Blair, que por entonces se había dirigido al lugar de las conversaciones, junto a su colega irlandés, Bertie Ahern y había dado su palabra de no marcharse hasta la consecución de un acuerdo.
El líder del Partido Unionista del Úlster (UUP), David Trimble (1944-2022), reclamó garantías acerca del apaciguamiento y desarme de los grupos paramilitares, al igual que no se toleraría a quienes desplegaran acciones de violencia para ocupar deberes de calado en la nueva administración.
En conclusión, en una carta redactada por Blair, quedó lo suficientemente claro que todo dirigente de la administración que se justificase, continuara aparejando vínculos paramilitares tendría que renunciar. Poco más tarde, los comités ejecutivos de las fuerzas políticas aprobaron el acuerdo y el 22 de mayo se presentó en referéndum a la población irlandesa, que votó masivamente a favor, en el que el ‘sí’ al acuerdo ganó en la República de Irlanda con un 94,4% y también en el Norte con un 71,1% frente a un 28,9% de ‘noes’.
Ya el 25 de junio se celebraron las elecciones en el norte de Irlanda para la composición de una Asamblea con poderes legislativos de 108 miembros. Los resultados definitivos concedieron 80 escaños a los colaboradores del ‘Acuerdo de Viernes Santo’, mientras que los opositores obtuvieron 28.
De esta manera, se instituyó que cada una de las dieciocho circunscripciones electorales norirlandesas contribuiría con seis diputados, elegidos por el sistema de representación proporcional. Este foro cuenta con un órgano ejecutivo integrado por doce consejeros autónomos o ministros.
También, el acuerdo presumía que la asamblea contactase con el Gobierno irlandés para dar luz verde a un Consejo Ministerial Norte-Sur con competencias a ambos lados de los límites fronterizos en la isla.
Por otra parte, el Gobiernos irlandés se comprometió a modificar los Artículos 2º y 3º de su Constitución, que emplazan a la soberanía sobre el Úlster, mientras que el Reino Unido circunscribe en su ley de gobierno de la provincia el principio de consentimiento de la población.
En consecuencia, tras los años transcurridos, del esfuerzo de muchos despuntó los ‘Acuerdos de Viernes Santo’, aunque quedan muchos escollos y flecos para su total cumplimiento. Si bien, pusieron la guinda para la finalización del conflicto armado que desafió a grupos paramilitares protestantes unionistas (probritánicos) y católicos republicanos (favorables a la reunificación de la isla de Irlanda), ha dejado una huella profunda en esta región en la que todavía permanece el escepticismo, a pesar de que tanto de un lado como del otro, han compartido gobierno y parlamento durante esta etapa de paz.
Los muros, tapias y paredes que aún se sostienen en la ciudad de Belfast, son una prueba imborrable de lo que todavía queda para alcanzar una mediación y reconciliación entre las dos comunidades.
En este momento, algunas de estas divisiones a modo de dicotomías de hormigón son frecuentadas por turistas, como el que a primera vista aísla el distrito católico de Falls Road, donde los guías se valen de la ocasión caprichosa para exponer a los visitantes la historia amarga de los distritos durante el conflicto. Obviamente, según el punto de vista de un lado o del otro. Mientras que no son pocos, los que dejan mostrar a los forasteros los grafitis que adecentan la muralla de la banda católica y muy en particular, el de Bobby Sands (1954-1981), miembro del IRA que falleció en la prisión de Maze, conocida como Long Kesh, tras una huelga de hambre de sesenta y seis días.
Hoy por hoy, se es muy consciente que no es un acuerdo impecable, pero, al menos, implica un intento valioso de abordar los problemas que repercuten en cada una de las realidades en los conflictos intergrupales.
Cualquier estimación del acuerdo que se haga, ha de realizarse a la luz de los cambios en los principios y prácticas hechos ostensibles en la batería de acuerdos internacionales. Los acuerdos, valga la redundancia, tienen como premisa refrendar cada uno de los derechos de los ciudadanos dentro de sus Estados y las obligaciones de éstos con ellos mismos. Los primeros atisbos de paz en Irlanda del Norte fueron posible gracias a un liderazgo valeroso y generoso de dirigentes políticos, como de organizaciones religiosas, la sociedad civil en general y las propias víctimas, quienes tuvieron que rebasar retos indecibles llamados a ser derrotados.
Las conquistas del proceso de paz han transfigurado el vivir político y económico de Irlanda del Norte, ofreciendo a las generaciones que están por venir la oportunidad de fundar sus vidas con esperanza y grandilocuencia en la igualdad y los derechos humanos. El Acuerdo otorga a las personas a identificarse y ser admitidas como irlandeses, británicos, o ambos, y reconoce la legalidad de los individuos con distintos enfoques y anhelos a expresarlas democrática y pacíficamente.
Sea como fuere, los ‘Acuerdos de Viernes Santo’ derribaron metafóricamente barreras y ensambló a las comunidades, poniendo un punto y final a la violencia que continuó golpeando durante décadas. A lo largo de estos años se ha podido contemplar como varias comunidades han compartido experiencias de dolor y sufrimiento incurables, pero, también, lecciones aprendidas sobre cómo atrapar la paz y reconciliación. A día de hoy, el compromiso de Irlanda del Norte y del Reino Unido es crucial para aliviar la intensa amargura de las víctimas de la violencia como mecanismo ineludible de la reconciliación, estando comprometidos con la culminación de un proceso en evolución continua que nunca ha de cesar.
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