Es sabido que España desde 1953, estaba supeditada al sistema defensivo occidental por medio de sus acuerdos con los Estados Unidos, pero Madrid apostó por integrarse de pleno en el mismo solicitando su adhesión al Tratado del Atlántico Norte, rubricado en Washington en 1949 por Canadá, Estados Unidos y diversas naciones de Europa Occidental.
A fin de cuentas, a pesar de que fueron los Gobiernos de la Transición los que requirieron administrativamente la entrada en la Alianza Atlántica, una vez más, los Estados Unidos pretendieron en los instantes conclusivos del franquismo que los aliados por fin reconocieran la acogida de España en la OTAN.
No obstante, el ofrecimiento estadounidense se contrarió en una reunión del Consejo del Atlántico Norte realizada en mayo de 1975. La explicación ofrecida por los socios se fundamentó básicamente en que España no disponía de un régimen político democrático y que, hasta que no lo poseyera, no estaba en condiciones de ser admitida en una organización político-miliar de este calado como Estado miembro.
Una vez muerto el General Francisco Franco (1892-1975), el Presidente del primer Gobierno de la Monarquía de Juan Carlos I de España (1938-84 años), Carlos Arias Navarro (1908-1989), había declarado ante las Cortes Españolas en 1976 que su Gabinete estaba examinando “alternativas posibles con la Organización del Tratado del Atlántico Norte” para la defensa de España, e incluso propuso una “eventual participación” de Madrid en los trazados de la Alianza Atlántica.
Si bien, correspondió a los Gobiernos de Unión de Centro Democrático, UCD, dirigidos por Adolfo Suárez (1932-2014) y Leopoldo Calvo-Sotelo (1926-2008), tomar la iniciativa y demandar públicamente la incorporación de España en la alianza militar intergubernamental que se rige por el Tratado del Atlántico Norte.
Y en el horizonte, el extenso itinerario vislumbrado no iba a ser nada fácil, valorando los antagonismos que el Ejecutivo tuvo, tanto entre la ciudadanía como la oposición parlamentaria de izquierdas.
Con estas connotaciones preliminares, aquel 30/V/1982, o séase, cuatro décadas después de la incorporación de España como miembro número dieciséis de la Organización del Atlántico Norte, tras pedir expresamente su admisión el 2/XII/1981 y, posteriormente, refrendar el protocolo de adhesión el 10/XII/1981, es preciso realizar una recapitulación sucinta del proceso continuo y lo que su pertenencia a la misma conjetura para la defensa de nuestro país en la conmemoración de este acontecimiento.
Inicialmente, hay que partir de la base del entramado político en la disputa, subrayando la propia tergiversación del Gobierno, puesto que Adolfo Suárez en ningún momento demostró tener apasionamiento por ingresar en la OTAN, muy al contrario que su Ministro de Asuntos Exteriores, Marcelino Oreja (1935-87 años).
Ni que decir tiene, que el Jefe del Ejecutivo español asistió incluso como observador a la Cumbre de los Países No Alineados, materializada en la Habana en 1979 a pesar del proyecto atlantista de UCD.
Conjuntamente, el Gobierno de España tuvo un problema suplementario: no consiguió promover el consenso conveniente entre las fuerzas políticas, ni entre el pueblo llano para la conexión al Tratado del Atlántico Norte. Aunque, el hipotético ingreso de España en la Comunidad Económica Europea, CEE, determinaba una clara conformidad por parte de la mayoría de las esferas políticas y sociales, la supuesta acogida en la OTAN se convirtió en una agridulce y abrupta discusión.
De esta manera, la dirección de UCD únicamente logró el soporte conservador de Alianza Popular y de los grupos nacionalistas vascos y catalanes. En contraste, tanto el Partido Comunista de España, PCE, como el Partido Socialista Obrero Español, PSOE, condujeron la oposición a la participación europea en la Alianza Atlántica.
De hecho, los seguidores de Felipe González (1942-80 años) inspiraron la campaña “OTAN de entrada no”, precisando de un referéndum que interpelase sobre si era provechoso o no, la adhesión al Tratado de Washington.
Por otro lado, el sentir público que tras el fallecimiento de Franco no estaba ni mucho menos en contra de la viable entrada en la OTAN al emparentarla con la democratización del estado, cambiaría su posicionamiento conforme transcurrían los años. Si existía una realidad a esta situación, podía achacarse a la animadversión hacia los Estados Unidos, por su apatía en las materias de política exterior, y en buena medida porque no se veía a la URSS y al Pacto de Varsovia como amenazas para la seguridad nacional.
A los precedentes anteriormente expuestos, habría que incorporar la creciente maraña del escenario internacional y el apogeo del neutralismo y el pacifismo en España.
El punto más gélido de la polémica se produjo en los comienzos de los años 80, cuando España ya disponía de una Constitución democrática y se habían consumado dos Elecciones Legislativas. Por aquel entonces, la política interna franqueaba un período demasiado crispado que, digamos, pudo hacer caer la balanza en la evolución de adhesión de España a la OTAN: ya en enero de 1981, Adolfo Suarez anunciaba su renuncia y el 23 de febrero una porción minoritaria de las Fuerzas Armadas quiso cometer un golpe de Estado, que resultó malogrado contra la reciente democracia.
Teniendo en cuenta que la frustrada tentativa pudo preservar la disposición del nuevo Jefe del Ejecutivo, Leopoldo Calvo-Sotelo de insistir en el ingreso en la OTAN con la finalidad, entre otras, de democratizar a las Fuerzas Armadas, la decisión estaba tomada de antes.
Pero el Gobierno de España proyectó el acceso en la Alianza Atlántica, esencialmente, por motivos geopolíticos. Dada su debilidad militar, nuestro país estaba dispuesto a unirse a la OTAN para legitimar su integridad territorial y así fortalecer la seguridad del eje Baleares, Estrecho de Gibraltar y Canarias, resguardándolo de probables expansionismos foráneos.
En primer lugar Marruecos que, tras haberse anexionado Ifni y el Sáhara Occidental, ansiaba usurpar las dos ciudades españolas del Norte de África: Ceuta y Melilla. A la par, el Gobierno sospechaba permisibles procederes ofensivos por parte de la República Argelina Democrática y Popular y el Estado de Libia, que se hallaban en la órbita soviética.
Asimismo, el Ejecutivo de Madrid sostenía que con su ingreso en la OTAN lo único que hacía era confirmar ‘de iure’ o ‘de derecho’, lo que ya era ‘de facto’ o ‘de hecho’, a través de sus acuerdos con los Estados Unidos: la pertenencia al sistema defensivo de Occidente. De la misma forma, España estaba convencida que con su entrada se despejarían las negociaciones para afiliarse en la CEE.
Por último, las réplicas parlamentarias se ocasionaron en octubre de 1981 y como estaba pronosticado, UCD, Alianza Popular y los nacionalistas vascos y catalanes respaldaron el ingreso en la OTAN, mientras que la izquierda se contrapuso en bloque. Los Estados firmantes del Tratado de Washington activaron la gestión de Madrid y el 30/V/1982 España ya era miembro de pleno derecho de la Alianza Atlántica.
La tormenta interna en España no terminó ni mucho menos con la adhesión, porque el 28/X/1982 el PSOE obtuvo mayoría absoluta en las Elecciones Legislativas y su líder, Felipe González, se convirtió en el nuevo Presidente del Gobierno. Los socialistas propusieron en la campaña electoral anterior a estas votaciones diluir la adhesión de España a la estructura miliar de la OTAN, y emplazar a un referéndum para que el pueblo determinase sobre su permanencia o no en la Alianza Atlántica.
Pese a todo, Felipe González daría un vuelco proatlantista en la política del Gobierno socialista y culminó admitiendo la pertenencia de España a la OTAN, pero con algunas condiciones.
Ello se hizo manifiesto cuando éste desplegó el denominado ‘Decálogo sobre política de paz y seguridad’, mostrado en el Debate sobre el estado de la Nación efectuado entre los días 23 y 25 de octubre de 1984. Este ofrecimiento aparejaba lograr un pacto de Estado, que hasta entonces había sido inadmisible en materia de política exterior.
En esta circunstancia, el Jefe del Ejecutivo sugería a la oposición los siguientes puntos para el acuerdo: continuidad de España en la OTAN; no integración de España en la estructura militar de la Alianza Atlántica; reducción de la presencia norteamericana en España; no nuclearización del territorio español; no exclusión de la firma del Tratado de No Proliferación Nuclear; voluntad de participación en la Unión Europea Occidental; recuperación de Gibraltar; candidatura al Comité de Desarme de la ONU; desarrollo de convenios bilaterales de cooperación defensiva con otros países de Europa Occidental y, por último, el plan estratégico conjunto.
El referéndum convenido tardó en presentarse, pero la apuesta del Partido Socialista sobre la adhesión de España a la OTAN cambió de la noche a la mañana. Sus primeros engarces en política de defensa en las postrimerías de los años 70 tuvieron un fuerte signo neutralista y antiamericanista, porque apoyaban el desarme de las bases extranjeras en territorio español y el rehúso a la política de bloques militares.
En 1980, el entonces secretario general del PSOE, Felipe González, haría oficial su posición al argumentar la desnuclearización del Mediterráneo, algo totalmente opuesto con la objetividad del Tratado del Atlántico Norte. Comprometiéndose que si en algún momento gobernase, algo que sucedería dos años más tarde, llamaría a un referéndum sugiriendo el voto favorable a la salida de la OTAN.
Cuando el Presidente Leopoldo Calvo-Sotelo pidió el ingreso, Felipe González lo consideró al pie de la letra de “barbaridad histórica” y “tremendo error”. Secundó las congregaciones en las calles y depositó su votó en contra de la adhesión tanto en el Congreso como en el Senado. Es más, en la campaña electoral de 1982 el PSOE hizo hincapié en contener la causa de integración y apelar a un referéndum.
Pero, cuando Felipe González llegó a lo más alto, se demarcó de la posición inicial y, en 1984, dio el contundente cambio atlantista, fundamentando su argumentación en los intereses de la Alianza, como la entrada en las Comunidades Europeas y la pertenencia al círculo de las naciones más prósperas del mundo, aceptando que su impugnación inicial le había llevado a un error. El remate de esta paradoja aconteció en 1995, con el socialista Francisco Javier Solana (1942-79 años) nombrado Secretario General de la OTAN.
Tras invertir profundamente en su posicionamiento, este Gobierno desconfiaba de no hacerse con la victoria en el plebiscito y le inquietaba la pérdida de credibilidad entre sus aliados occidentales si Madrid renunciaba a la OTAN. Era indiscutible que la primera legislatura socialista llegaba a su final y la oferta de convocar una consulta popular no podía continuar postergándose.
Así pues, el Gobierno informó de la convocatoria del referéndum para el 12/III/1986. De este modo, el PSOE, el recién estrenado Centro Democrático y Social y los nacionalistas vascos y catalanes requirieron el voto oportuno para la conservación de España en la OTAN.
En otro orden de cosas, el PCE apoyó el voto en contra y los catalanes estaban por la labor de la permanencia a la OTAN.
Y entretanto, Alianza Popular, pese a alentar la pertenencia a la Alianza Atlántica, solicitó la abstención al creer que el plebiscito era una artimaña infundada por el Gobierno socialista, facilitándole una lectura interna al mismo.
La cuestión que la consulta sugería a los españoles decía literalmente: “¿Considera conveniente para España permanecer en la Alianza Atlántica en los términos acordados por el Gobierno de la Nación?”. Sin inmiscuir, que las condiciones determinadas en la propia papeleta electoral hacían alusión: no incorporación a la estructura militar de la OTAN; prohibición de instalar, almacenar o introducir armamento nuclear en territorio español; y reducción progresiva de la presencia militar norteamericana en España.
A la postre, pese a las averiguaciones que mostraban lo contrario y con una aportación del 59,42% del censo, venció el ‘sí’ con un 52,5% de las papeletas, mientras que el 39,8% fue a parar al ‘no’ más rotundo; el voto en blanco alcanzó una representación por encima de lo normal, esto es el 6,5% y el voto nulo el 1,2% de los sufragios.
Con estas sumas tan significativas, España ratificó su estancia en la OTAN y Felipe González libró a su Gobierno de un encontronazo. De hecho, poco meses después, el PSOE se encaramó en lo más alto con una victoria decisiva en las Elecciones Legislativas. Igualmente, Madrid consiguió renegociar los Convenios de Defensa con los Estados Unidos, que subsiguientemente se renovaron en 1988.
Once años después, en 1999, España dio un paso más en sus intenciones sobre la Alianza Atlántica y con el Gobierno del Partido Popular de José María Aznar (1953-69 años), se incluyó en la estructura militar de la OTAN, disponiendo para ello de un extenso consenso parlamentario. Y a lo lejos, quedaban los frenéticos debates internos que se habían desencadenado en la década de los ochenta.
A resultas de todo ello, en el transcurso de los primeros destellos de la OTAN en 1948 y hasta el 4/IV/1949 que se sella el Tratado de Washington, los analistas se propusieron el inconveniente estratégico de la Península Ibérica y de sus Archipiélagos, dado que las administraciones de Portugal y España eran de corte puramente dictatorial y, por lo tanto, no pretendidos por los miembros de la Alianza, cuyo carácter democrático era incontestable.
Pero, una vez más, los senderos estratégicos y militares primaron sobre los políticos, y la República Portuguesa fue aceptada con el refrendo y amparo inglés. Amén, que el régimen cooperativista lusitano tenía menos alusiones y reticencias que el español. Y aunque neutral en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), transfirió a los aliados sus Bases en las Islas Azores, lo que ayudó eficientemente a la lucha contra los submarinos germanos en el Atlántico Norte.
Sin duda, el Estrecho de Gibraltar se convirtió en el baluarte clave para poder con la cornisa atlántica lusitana, puentear a la España mandada por Franco, ya que mientras ello aconteciera no era predecible que pudiera fusionarse a la Alianza, puesto que la aprobación pretendida en todas las resoluciones sería prácticamente inadmisible.
Con Portugal y Gibraltar, la OTAN solventó inicialmente esta contrariedad estratégica de modo poco ortodoxo, pero al menos tolerable y por supuesto insuficiente. La manera de optimizar el contexto tuvo su momento más álgido en 1953 con el Convenio España-Estados Unidos, y es así, como España se introdujo por la puerta discreta en el sistema de la defensa de los países de la aldea global.
Las fuerzas circundantes de la OTAN y del Pentágono estadounidense procedieron en atención a la estrategia de aproximación indirecta. Los razonamientos programáticos de la Sede del Departamento de Defensa de los Estados Unidos influyeron más que los políticos del Departamento de Estado, porque ante el acrecentamiento de la capacidad militar de la Unión Soviética, que, por otro lado, exteriorizó estar en posesión de la bomba de hidrógeno, que reconoció la República Democrática Alemana y que en 1955 instituiría el Pacto de Varsovia, consideró que había que contestar al desafío con hechos concretos y eficientes.
El acoplamiento de la Base Naval de Rota y las Bases Aéreas de Torrejón, Zaragoza y Morón y el Oleoducto Rota-Zaragoza, apuntalaron el entorno estratégico de esta zona geográfica crucial que España ocupa en el Sur de Europa.
Curiosamente, desde 1948 que emerge la OTAN, con la muerte de Franco en 1975 los roces con España constantemente fueron secundarios. Hasta el año 1980 la actitud es observadora sin una clara impresión extendida hacia el ingreso. Y, mucho menos, durante este tiempo no se implementó ningún encargo oficial para incorporarse a la Alianza.
En consecuencia, si la razón de ser de la OTAN era contrarrestar el esparcimiento de la Unión Soviética por el Este del Viejo Continente y sus intimidaciones a la seguridad del Occidente europeo, aquello emprendió su engranaje con el propósito de impedir un posible renacer de los totalitarismos nacionalistas y fascistas que condenaron a Europa a la Segunda Guerra Mundial. Si bien, concurren diversos componentes que pudieron incurrir en el vaivén de la opinión de la sociedad española.
Primero, el insignificante interés en los asuntos de seguridad exterior redujo la lucidez de las lógicas para adherirse a la OTAN; segundo, la percepción de entrar en la Alianza Atlántica para preparar cualquier provocación soviética se veía como una evocación de la propaganda franquista y, tercero, las Fuerzas Armadas afrontaban un retrato dañino después de la dictadura. Además, prevalecía la tesis de que el Gobierno debía dar preferencia a los vínculos con América Latina y los estados árabes.
Y por si fuera poco, las encuestas evidenciaron la exigua resonancia de la OTAN en el curso de UCD con Leopoldo Calvo-Sotelo, primer Presidente que introdujo el sumario en el programa de Gobierno: en octubre de 1978 el ‘no’ rondaba el 15%, mientras que en julio de 1979 el 26%, por el 30% en julio de 1981 y el 43% en septiembre de ese mismo año.
A pesar de ello, el Congreso daba luz verde a la petición de ingreso en la Alianza Atlántica con el patrocinio incuestionable de UCD, Centro Democrático, Convergència i Unió, Unión del Pueblo Navarro y el Partido Nacionalista Vasco, y con el voto en contra del PSOE, PCE, Partido Socialista Andaluz, Euskadiko Ezkerra, Ezquerra Republicana de Catalunya, el Partido Aragonés Regionalista y la Unión del Pueblo Canario.
La recalada a lo más alto del PSOE en 1982 imprimió el punto de inflexión en la opinión pública. El porte atlantista obtuvo mayor respaldo gracias al giro de 180 grados que ejecutó la cúpula del Partido Socialista, apoyando el cambio de rumbo porque la entrada en la OTAN beneficiaría la integración de España en la Comunidad Económica Europea, hoy por hoy, la Unión Europea, que definitivamente se originó en 1986.
Sin embargo, cinco meses antes del referéndum las encuestas revelaban que aún el 46% de la ciudadanía no estaba por la labor de defender la OTAN.
Luego, el producto conclusivo a favor de la adhesión pudo estar concitado por el posicionamiento de Alianza Popular para efectuar su voto en blanco que no arrastró a parte de la derecha, emitiendo su papeleta a favor. Mientras, las esferas más firmes del PSOE, admitieron las explicaciones de Felipe González para no amortiguar a la fuerza política en las siguientes Elecciones Generales.
Además, el líder socialista apostaba valerosamente por el cambio, admitiendo los desaciertos de su actitud anterior, hasta aferrarse en cada una de sus intervenciones por las ventajas que significaba para España encajar en el contorno atlántico. Por último, la muestra de participación en el referendo, muy próximo al 60%, sería el más destacado de lo esperado para otorgar el voto afirmativo.
Pero, por encima de todo, el ingreso de España en la OTAN predijo la articulación al sistema de alianzas defensivo conducido por Estados Unidos que había cuajado durante el enfrentamiento político, económico, social, ideológico y militar entre los bloques Occidental y Oriental.
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