Categorías: Opinión

Constitución y fortaleza europea

Todo invita al bullicio ya en el centro de la ciudad, aunque el puente sea motivo de éxodo y última escapada del año para muchos melillenses. Los mismos que, junto a los que se quedan, no asistirán hoy al acto de homenaje a la Constitución, afortunadamente menos relegado a una comparecencia de políticos obligados por las circunstancias, gracias a las iniciativas de la Ciudad Autónoma para hacer partícipe a la sociedad de esta efeméride, de gran relevancia para nuestro país.
De hecho, desde que hace cinco años la Consejería de Educación, a través de su Viceconsejería del Mayor y Relaciones Vecinales, pusiera en marcha el concurso ‘¿Qué es la Constitución para ti?’, son muchos más los que acuden al acto, antesala de la entrega de premios que la masiva participación en el mismo certamen genera el mismo día en el Palacio de la Asamblea, poco después de finalizar el acto oficial en torno al monolito en homenaje a nuestra Carta Magna.
El año pasado, la coincidencia con el campamento pro Ali Aarras y la presencia del presidente de la comunidad murciana, Ramón Luis Valcárcel, otorgó un ambiente singular a la celebración que, con independencia del tirón último que tenga entre los ciudadanos, no deja de tener nunca tanta importancia como la vigencia de nuestra ley de leyes.
Nuestra Constitución se ha mostrado válida y prevé vías suficientes para poder perdurarse en el tiempo, aunque exija de reformas no sólo en el tema tan debatido de la organización territorial, las autonomías y el falso estado federal que acabó dibujándose con la aprobación de Estatutos para todas las regiones españoles.
Otros asuntos, como la auténtica virtualidad del Senado o la sucesión en la Corona imponen también una revisión que acabará forzando el paso del tiempo, frente al interesado terror que algunos albergan cada vez que se habla de posibles reformas constitucionales. Un error si se tiene en cuenta la propia evolución constitucional de muchos países europeos que han logrado transformarse en las últimas décadas al amparo de sus leyes constitucionales.
La Constitución, con su transitoria quinta y su principio de integridad e indisolubilidad del Estado, es además una de las principales garantías de nuestra soberanía española y de la pertenencia de Melilla al conjunto de España.
Es ley de leyes y símbolo del progreso y el aperturismo democrático en este país, pero es también un texto flexible y moldeable gracias al consenso que la hizo posible.
Treinta y tres años después de aprobarse, hoy Melilla revivirá un ritual que debería concitar a más público pero que sobre todo debe reafirmarnos en el valor de nuestra democracia, en tiempos de crisis, no sólo económica, sino también de crisis política a todos los niveles.
Cada vez resulta más evidente la falta de capacidad autónoma de cada gobierno nacional para poder dictar sus propias leyes, en el marco de una globalización que nos ha reportado muchas ventajas en el ámbito cultural o social, gracias al avance de las nuevas tecnologías, pero que al par ha impuesto una dictadura de los mercados y el poder financiero, que pone en solfa la auténtica soberanía política de las distintas naciones.
Más allá de nuestra pertenencia a la Unión Europea y de las servidumbres que ello nos impone, a partir de un sistema monetario común hoy amenazado pero también demostradamente válido para promover un mayor desarrollo económico, la prevalencia del poder financiero, de las multinacionales y diversas expresiones del capital con capacidad para doblegar al mundo, imponen convertir el día de hoy en un canto a la democracia y a la política real, donde los ciudadanos verdaderamente podamos ser dueños de nuestro propio destino.
Por eso, hoy, día de nuestra Constitución, debe ser también un día de reafirmación de nuestra pertenencia a Europa como la mejor vía de ser más fuertes, pero, a la vez, con la convicción de que urge redefinir, desde la misma UE, el modelo socio-económico más adecuado para enfrentarnos a la actual crisis económico-política global.
Un modelo, por demás, que no puede ser  distinto al que se proyecta en las declaraciones programáticas e ideológicas contenidas en los propios tratados de la UE, es decir, un modelo coherente con las propias cláusulas de condicionalidad que la UE exige a países terceros con los que se asocia, referidas a la exigencia y respeto del Estado de Derecho, las libertades fundamentales, la igualdad y la cohesión social, o la buena gobernanza.
Un modelo que entronque con las ideas de pensadores europeos ilustres y las teorías de la ciudadanía social y del derecho, no vinculado a las reglas del mercado, para que se asegure a todo ciudadano a unas rentas mínimas como mejor forma de progreso social y, a su vez, como dique de contención frente a funestas convulsiones sociales derivadas de la exclusión y la desigualdad.

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