Si alguna vez hubo consenso, que lo hubo, fue para que, pasado un tiempo, el combate se democratizara y legitimara dentro de casi 18.000 palabras y 169 artículos. Era aquel otoño de 1978 cuando España, una de las democracias más noveles de su entorno europeo, ponía en barbecho a su enfrentamiento cainita derivado de una guerra civil y su posterior consecuencia, la era franquista. Nacía la Constitución Española, la séptima. Nacía con la ilusión de los jóvenes ante un estreno que les contemporizaba y la expectación de los mayores que arrastraban la memoria.
Se creaba una estructura viva, pero firme, para hacer crecer un cuerpo social expectante y anhelante de libertades; de otra forma de ver al otro, no contra él sino junto a él y sus diferencias. Fue un hito y nació de inquietudes y desconfianzas aparentes pero de vocación sólida para perdurar como herramienta viva y en evolución, no como punto y aparte, ni mucho menos como punto y final. La sociedad se rige por sus normas fundamentales y estas no son ajenas a los cambios de la primera, no son ni compartimentos estancos ni rocas que no se puedan modelar, aunque requiera el precepto del acuerdo.
El acuerdo, trufado de renuncias como todo encuentro complejo, tan insospechado como necesario en esos momentos cruciales, derivó hasta nuestros días en una España distinta en la que la diversidad natural se impuso a la uniformidad impuesta. Y la diversidad, en su protección como riqueza, conlleva muchas más exigencias por su complejidad. Pero también por acechos y peligros de un nuevo orden de frentismo impulsado, en buena parte, por la posesión del poder. Y así, 45 años después, la Constitución Española transita entre lo que aparenta ser dos orillas de España; dos flancos no uniformes en sí mismos, pero con visiones distintas del recorrido a seguir.
La nueva realidad, término que se acuñó tras el paso de un virus que cambió nuestra manera de vivir, aplicada en la política actual es la que viene a demostrar los cambios (y no pequeños) que se han producido en ella, en su dermis y epidermis, y aunque la ambición por el poder no ha mutado, sí se ha producido una merma en la capacidad de renunciar hasta niveles razonables; de opiniones que han pasado a la categoría de dogmas y de posiciones mantenidas a sangre y fuego, supuestamente, en aras al interés general.
Quizás la Carta Magna “no está sabiendo envejecer” y necesita de terapia que la rejuvenezca para que vuelva a ser algo que une; punto de encuentro de las cuestiones claves y no espacio de confrontación y herramienta de arrojo.
No verla como Santa Bárbara, de la que hay quienes se acuerdan solo cuando truena (algo así pasa con los Estatutos de Autonomía, y que se derivan de la Constitución, a los que se le refiere en su desarrollo larga e intermitentemente sin acción, para que cuando la cosa aprieta ir con apremio, y ya se sabe que ante normas principales, las prisas no valen).
En su preámbulo, la Constitución Española, se marca como garante de la convivencia democrática dentro de ella y de las leyes conforme a un orden económico y social justo. Quizás y siguiendo la tendencia de otras “Constituciones” de países de nuestra analogía que con frecuencia modifican y renuevan su contenido, todo lo que suponga, principalmente, mejorar la justicia social (enfermos, dependientes, personas sin empleo, la aún complicada conciliación familiar…etc) habrá merecido la pena y no debiera suponer miedo al abismo. La fortaleza no está reñida con la flexibilidad al cambio. El mejor patriotismo es enarbolar la justicia social y actuar plenamente por ella.
Recordarla es respetarla. Respetarla es protegerla y protegerla es creer en ella como algo que crece y nos hace crecer en un mundo cambiante. Constitución que nos hace constituir en común. En la actualidad política y social hay cierta escora (o más de la cuenta) a depender de los extremos, el mundo radical sabe cultivar en el hastío. Frente a ello, la generosidad, que no significa renunciar a lo principal, actúa de antídoto.