Sí, porque soplan desapacibles vientos del Sur y da la impresión de que hace frío. Es una sensación engañosa –ya quisieran en Soria 10 grados de mínima, como en Melilla–, como casi todas las sensaciones, pero se siente frío, da la impresión de que hacen falta más calorías, hay que comer y beberse un cafelito. Si al calor del cafetal se le suma la sensación –jóder con las sensaciones– de un sabor dulce, mucho mejor, porque el cuerpo se congratula y disfruta de unos minutos de placer que pueden reparar los más íntimos instintos del ser humano, sí, sí, los más íntimos. Revitalizan las células, abren las mentes, dinamizan el tono de las sienes y hasta te ponen contento, pero que muy contento.
Un cafelito y, también, un pastel. ¡Qué bonito nombre, qué hermosura de término!, el pastel. Ese bocado pequeño y revitalizante pero lleno de la magia del azúcar y del mimo. Sí, ahora vendrán los dietistas que abogan por lo neutro; ni salado, ni dulce. Vaya usted a hacer puñetas, que con mi estómago y con mi circulación sanguínea yo hago lo que me da la gana, ¿sabe? Ayer estuve haciendo zarandajas por la Confitería España y ¡vaya tela de expopastel que me encontré! Unas trufas admirables, cremas –hasta de chocolate– unas empanadillas que quitan el sentío, bollería de primera y un merengón tostado ante los cuales casi me desmayo, tuve que pecar. Este Pepe tiene unas manos que hacen milagros.
El pastel debería ser consagrado obispo emérito de la buena mesa y del mejor tragabuches, como bien de patrimonio cultural y gastronómico de España, siempre que los confite el tocayo de España, es decir, Pepe España. Y hay tartas, coño, que si hay tartas, qué hermosas y que ratio de precio-calidad más oportuno. Por veintitantos euros te llevas a casa una exposición de la mejor confitería. Par de kilos más o menos que saben a gloria. Claro, estas cosas hay que hacerlas con mucho cariño y mucha dedicación. Y, para ello, hay que tener oficio e investigar porque la pastelería no es sino una ciencia, cuanto más se investiga más se descubre. Hay sabores que necesitan de mucha prueba: la chilena poco picante, la más picante, la empanada de hamburguesa, la de marisco...
Oiga, ésto no es fácil. Pero a lo que íbamos: el pastel. El pastel trae a la consciencia reminiscencias ancladas en el tiempo porque todos, de niños, hemos comido más pasteles que pan. Recuerdo a Ahmed, el ‘moro de los bollitos de aceite’. Vendía su producto allá por Batería Jota, calle del Doctor Jaime Ferranz. Eran bollos suizos con un clarísimo sabor a aceite de oliva. Por aquel tiempo –sería la Prehistoria, más o menos– costaban dos reales de a pesetas, esa moneda con un agujero en medio. Eran la gloria. Y los domingos, mamá o papá se presentaban con un cartón de pasteles merengosos o bizcocheros de los ‘Alpes Granadinos’, ‘El Gurugú’ o ‘España’.
Eran tiempos perdidos, o casi, en la memoria pero que siguen oliendo a crema, nata o merengue. Bueno, pues todo lo anterior sigue existiendo, acaso con mayor fuerza que nunca gracias a Pepe y a sus compañeros de oficio. Hermoso oficio el de hacer el día a día un poco más dulce a las personas.
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