Opinión

Los claroscuros del retrato de China como potencia en ascenso

La vertiginosa y digamos apresurada cadencia del crecimiento económico de la República Popular China, más la resuelta expansión mundial de sus intereses comerciales e industriales y su peso político, perfilan a este país soberano de Asia Oriental como una potencia singular del siglo XXI.

Y es que, la progresiva internacionalización de la economía, lejos de dirigirse a un desarrollo mundial sistematizado e integral, hace salir con perspicacia las incompatibilidades del sistema. Las constantes dificultades económicas del capitalismo, cuya periodicidad se precipitó específicamente a partir de la crisis del dólar de 1971, ayudaron a impulsar estas tendencias.

Con lo cual, la incursión de China como nueva potencia del momento, sus magnitudes geo y demográficas, más el compás avivado del crecimiento de su economía, unida a la acrecentada tarea de mercados y los alcances regionales e internacionales de sus acuerdos y alianzas, como no podía ser de otra manera, impactan en los mercados globales y en el sistema de relaciones.

Ello, a su vez, comporta deslizamientos en el encaje relativo de otros actores, como EE.UU. y los miembros de la Unión Europea. Luego, se restablece el andamiaje del auge económico y político discordante de las potencias capitalistas, contexto que recurrentemente desde las postrimerías del siglo XIX suscita competencias y disputa de intereses, acuerdos temporales y coaliciones, instauración de esferas de influencia, desequilibrio internacional y complejidades geopolíticas.

En este sentido es perentorio vislumbrar las predisposiciones de la economía y la política del gigante asiático: sus elevadas tasas de crecimiento se han asentado en la explotación intensiva de mano de obra migrante y en la capitalización de otras tierras rurales y urbanas, pero las discordancias que la reconversión del capitalismo chino arrastra a sus mayorías, añadido a las consecuencias de la crisis mundial en sus exportaciones y en definitiva, por sus cotas de producción, empleo y vida, rotulan las divisorias de su esparcimiento interno y reflejan las motivaciones elementales que inducen a la burguesía a expandirse hacia afuera.

"A día de hoy, China ha sobrepasado a EE.UU. como el socio comercial de numerosos estados de África y América Latina, al igual que es el principal inversionista en algunos de estos países"

Al igual que los representantes de las demás potencias capitalistas, los gobernantes chinos demandan la denominada ‘globalización’ como aspiración objetiva, natural e inapelable de la economía y la política, cuyas coyunturas pueden y deben ser explotadas por el resto de estados. Panorama que simultáneamente ocasiona indudables retos y riesgos para cuyo desenlace, China ha de asumir importantes compromisos en la órbita mundial.

En su conceptuación de lo que debería ser un planeta equitativo, la dirigencia de Beijing defiende que la Comunidad Internacional debe velar por las urgencias y anhelos de los países rezagados por ser comprendidos en los presumibles beneficios de la globalización, siempre y cuando las potencias rectoras encuentren válidas sus llamadas.

China ha dado pasos sustanciales para apuntalar su lugar regional y mundial. Como parte de los realineamientos y alianzas que están transformando el entorno desde la descomposición de la antigua URSS, robustece su complicidad estratégica con Rusia, con quien rubricó en 2001 una alianza político-militar de incalculables alcances; ambas forman el eje de la Organización de Cooperación de Shanghái que, a su vez, lo integran Kazajstán, Kirguizistán, Tayikistán y Uzbekistán con quienes evoluciona en el fortalecimiento de sus lazos militares y comerciales, más en los encargos energéticos y en la regulación de sus visiones en política exterior.

Paralelamente ha avanzado en la configuración de alianzas con estados llamados emergentes, promoviendo el grupo BRICS considerados economías emergentes junto a Rusia, India, Brasil y Sudáfrica. A la par, la diplomacia china ha aparejado sólidas posiciones de cara a EE.UU. y al Viejo Continente, en virtud de argumentos comerciales, financieros, políticos y militares, y rivaliza con el Estado del Japón por la supremacía regional en el Asia-Pacífico.

Junto a los automatismos propios de sus enormes reservas financieras en inversiones, préstamos y créditos, la puesta en escena de una argumentación en desarrollo, aporta a la dirigencia política y empresarial crear fuertes engranajes económicos y políticos con gerencias de perfil nacionalista o desarrollista en Asia, África y América Latina. Obviamente, ello le permite promocionar como una vía de desarrollo e independencia con respecto a Estados Unidos y países europeos, en el florecimiento de sus corporaciones estatales y privadas en la observación de palancas determinantes de las economías de esas regiones.

Lo puntualizado hasta ahora evidencia la conveniencia del análisis leninista sobre el imperialismo, a la hora de identificar a la China emergente tras el restablecimiento capitalista maniobrado en la última etapa de la década de los setenta y su ascensión a la categoría de gran potencia en los tiempos actuales.

El súbito ascenso de China en la productividad manufacturera, el comercio y las inversiones en los últimos trechos, la ha erigido en la punta de lanza de la economía mundial, trasladando el foco de ésta en dirección a Oriente, desgastando el asiento hegemónico estadounidense e infundiendo posibilidades en que Beijing ayude a contrapesar la inmovilización económica.

Análogamente, se multiplica la atracción política en el tablero internacional. No obstante, diversos signos inducen a la cordura con respecto al ritmo y la prolongación en la intensificación de China.

Las insinuaciones son consistentes: primero, la evidente desaceleración de su tasa de crecimiento, producción industrial y exportaciones e importaciones; segundo, el descomedido acaparamiento de créditos internos de incierto repago; tercero, la constante burbuja inmobiliaria; y, cuarto, el dominante endeudamiento de las administraciones locales.

China no es ajena ni puede desarticularse de la crisis de la economía capitalista que en mayor o menor medida zarandea a los cinco continentes. Estados Unidos y Europa, principales consumidores y deudores de la economía asiática dependiente de las exportaciones, son sacudidas por los fuertes cambios. Lo que descifra los esfuerzos de la dirigencia china por sujetar el dólar y el euro, no más lejos de la multiplicidad de tácticas que parecen resaltar en la cúpula del estado chino.

Estas tiranteces se formularon en los recorridos de funcionarios gubernamentales sobre la viabilidad de que China ayudara a los fondos de rescate de la UE. Pero, aún más significativo, las principales corporaciones estatales y privadas chinas están considerablemente globalizadas y radicadas, directamente o por medio de asociaciones, dentro de varias economías donde están superpuestos los intereses norteamericanos y occidentales, y por eso mismo a duras penas pueden esquivar los bufidos de los momentos presentes.

En años cercanos, numerosos dirigentes, políticos y académicos entendieron que el capitalismo se había topado con la receta adecuada para el crecimiento indeterminado. Pero las exportaciones de China se detuvieron y unos veinticinco millones de trabajadores migrantes hubieron de volver desde las fábricas a sus aldeas de procedencia.

Bien es cierto, que la dirección consiguió mantener el dinamismo económico introduciendo en la construcción de rutas, ferrocarriles de alta velocidad, barrios de edificios en altura y aeropuertos ultramodernos. De esta manera, los estímulos fiscales se consignaron en la construcción.

La sorprendente ampliación de la inversión fija permitió devolver parcialmente el desplome de las exportaciones y reimpulsar la tasa de crecimiento. Pero el auténtico exceso de préstamos de los bancos estatales se esclareció en un imponente exceso de inversión y un enjambre de deudas perdidas a nivel de los gobiernos locales.

Conjuntamente, la construcción obtuvo el carácter de refugio para los inversores y adquirió una amplitud cada vez más discordante de las necesidades sociales, abultando una inquietante burbuja especulativa.

Claro, que funcionarios y autoridades locales se inclinaron masivamente por el desvalijamiento de tierras colectivas a campesinos, como el derrumbe irrevocable de viviendas de pobladores para materializar negocios privados en asociación con desarrolladores inmobiliarios.

A pesar de la reprivatización masiva de la tierra desde finales de los setenta, tanto el gobierno central como los gobiernos municipales se valen de la eventualidad de que en diversos parajes las tierras siguen perteneciendo al Estado, y los campesinos carecen de títulos de propiedad sobre los terrenos que trabajan, al objeto de desposeer a los agricultores de sus terrenos, desempeñando la propiedad privada de la clase dirigente sobre los bienes públicos.

Como es sabido, esta causa se halla en el trasfondo de la proliferación de los episodios de masas, tanto urbanos como rurales en el último quinquenio, de los que únicamente se tiene conocimiento la parte que consigue soslayar la censura oficial, como la rebelión de Wukan el 21-23/IX/2011, con una serie de propuestas contra la corrupción de los gobernantes, los cuales fueron desalojados por la población local.

Todo esto da que reflexionar si la afirmación divulgada de que el prodigio chino sacó a doscientos millones de personas de la indigencia, otros millones han sido despojados del poder de decisión sobre las palancas de la economía y de las políticas locales y nacionales que la revolución les había consentido conquistar.

No se trata exclusivamente del magro horizonte de los ingresos, sino asimismo, de la extensísima red de servicios de alimentación, salud, educación, vivienda, transporte y cultura que con anterioridad era complementaria prácticamente en su conjunto, y que en los últimos tiempos quedó a expensas del poder adquisitivo de los trabajadores del campo y la ciudad. La degradación ambiental encadenada a un incremento industrial impetuoso y encarrilado por la sed de ganancias rápidas, es la fuente de movimientos ciudadanos de protestas.

Llámense las multinacionales de la energía o las telecomunicaciones comercializadoras de alimentos, constructoras, automotrices, navieras, bancarias y otras, están asentadas o incorporadas, o poseen intereses en prácticamente cada uno de los continentes. El último período de crecimiento de China fue un mecanismo fundamental de la recuperación del capitalismo mundial y muchos cuentan con que continúe siéndolo. Al unísono, son imponentes las demandas de fuentes estables y seguras de abastecimiento de petróleo, gas, aluminio, cobre, hierro y otros géneros básicos para su desarrollo industrial y de alimentos.

Como es presumible, el sostenimiento de su ritmo de crecimiento precisa de socios comerciales y campos de inversión. Su inyección en algunas ramas productoras y espacios geográficos refuerza la competencia con intereses de otros actores de arraigo en dichas áreas.

En la primera década del siglo XXI China ha crecido hasta transformarse en la segunda economía universal, mientras que Estados Unidos ha soportado la peor recesión desde la Gran Depresión de 1930. La necesidad que guardan una de la otra y el contraste de intereses entre ambas, llevan aparejadas aspiraciones tanto desde el plano de la cooperación y afinidad, como la pugna por círculos de influencia económicos y políticos. Nadie duda, que la evolución ascendente de China preocupa a las demás potencias, pero esencialmente intimida al predominio norteamericano.

A día de hoy, China ha sobrepasado a EE.UU. como el socio comercial de numerosos estados de África y América Latina, al igual que es el principal inversionista en algunos de estos países. Las repercusiones de los avances van más allá de la fisonomía estrictamente comercial y se adentran en la vertiente estratégica.

Conforme se acentúa la palestra comercial entre americanos y chinos, se enfatiza la competitividad geopolítica. Si bien, su promoción y la profunda crisis económica determinan en las burguesías monopolistas occidentales el surtimiento de agrupaciones económicas y políticas que reivindican la conciliación, o plantean crear acuerdos provisionales o alianzas más o menos vivaces con China, estableciendo como preferencia común la mejora de las dificultades económicas, por encima de los diferendos comerciales.

No ha de eludirse, que expertos del entorno académico y de la política norteamericana respaldan enormemente esta línea de acción. En verdad, la crisis económica vuelve a desenmascarar que las atracciones de las potencias circundantes suelen estar intensamente entretejidas: mientras Estados Unidos y Europa componen los principales mercados de exportación de la industria china, a su vez, asumen en Beijing una fuente categórica de financiamiento atajando las enormes adquisiciones de bonos en dólares y euros. El recíproco menester es lo que alimenta las preferencias a la negociación y al acuerdo entre las potencias.

Pese a ello, en términos históricos corresponde recordar que en época de imperialismos la potestad económica y política es básica para la preservación de un enfoque estratégico dominante. Ello explica, que más allá de las analogías imprevisibles, las discordias estratégicas recurrentes como las que se extrae entre China y Estados Unidos con respecto al escudo antimisilístico americano, o los altercados territoriales en el Mar del Sur, o los posicionamientos discordantes frente al desarrollo de la energía nuclear por la República Islámica de Irán.

Dado el protagonismo progresivo de intereses de Beijing en Latinoamérica, la bifurcación de la estrategia de Washington hacia la sujeción de China implica a la región. Realmente, hace tiempo que Washington observa muy de cerca la importancia ascendente de China en los estados hispanoamericanos.

En paralelo, la inversión en África se concentra en propósitos de infraestructura tales como el acoplamiento de refinerías, aeropuertos, puertos, carreteras, ferrocarriles y puentes. Estos objetivos son sufragados con préstamos de bancos chinos en escenarios propicios, con intereses bajos y largos plazos de reembolso. Y sobre estas bases se puntualizaron varias negociaciones petroleras, mineras y de infraestructura con Angola; o con Ghana para el montaje de una refinería de alúmina; o la República Democrática del Congo, Chab y Níger para la extracción de petróleo; y, por último, con Zambia para la sustracción de cobre.

Cada una de estas producciones suelen estar dispuestas prácticamente en su integridad a China. A cambio de estas composiciones Beijing adquiere la embocadura de sus corporaciones a recursos naturales como los ya citados, y minerales raros imprescindibles para sus industrias de producción de computadoras de mano, telefonía y televisores de pantalla plana. Ni que decir tiene, que África igualmente ejerce una labor valiosa en la seguridad alimentaria de China.

El tipo de relación establecido, o séase, materias primas y alimentos de África por inversiones y bienes de la industria china, suele convertirse en diversos modos de apoyo político mutuo. O lo que es lo mismo: préstamos chinos por miles de millones de dólares consignados a obras públicas, incorporado a la ayuda militar, favorecen el camino y afianza este tipo de relacionamiento distinguido por una profunda asimetría. Todo ello, sin mirar el color político del gobierno reinante en el país receptor. Por lo demás, esferas críticas de la expansión china desde otras visuales refieren el rol de Beijing en ese continente como un ‘nuevo colonialismo’.

Estas aplicaciones no difieren demasiado de las que durante décadas de colonialismo o neocolonialismo impulsaron en África las potencias europeas y, más tarde, Estados Unidos.

Pero el apremio de las políticas neoliberales desgastó las conexiones de esos estados con las dirigencias africanas, posibilitando el redireccionamiento de los nexos económicos y políticos. En esta etapa y a comienzos del siglo XXI, las políticas del denominado ‘Consenso de Washington’ para describir un paquete de reformas estándar, demandaron a los países africanos la privatización de empresas públicas y de proyectos de desarrollo, así como la contracción de la inversión gubernamental en educación, salud y programas sociales, insistiendo en la demora y el descontento social.

Hoy por hoy, la progresión de los intereses e influencia de China en África es causa principal de desasosiego en los sectores dirigentes estadounidenses. Con la concatenación de alianzas con gobiernos antioccidentales en África, China podría estar resurgiendo al cruce de la militarización paulatina de la política exterior americana, conducida fundamentalmente a través de la lucha contra el terrorismo, mostrada como finalidad central del Mando Combatiente Unificado del Departamento de Defensa de Estados Unidos.

En consecuencia, el empaque diplomático de China en definirse a sí misma como una potencia en desarrollo envuelta en la cooperación y sobre la base de relaciones de vencer, resulta funcional al objeto preponderante de ampliar su estatus e influencia por vías económicas y políticas.

Queda claro, que en las realidades existentes se agilizan esos objetivos con el nuevo diseño económico y político global, concretado a partir de la oleada de crisis, pero cuyas directrices irrumpieron con anterioridad. Así, en núcleos políticos, diplomáticos y académicos, la asociación estratégica con China suele ser mostrada en términos de fortalezas y debilidades.

"La incursión de China como nueva potencia del momento, sus magnitudes geo y demográficas, más el compás avivado del crecimiento de su economía, unida a la acrecentada tarea de mercados y los alcances regionales e internacionales de sus acuerdos y alianzas, impactan en los mercados globales y en el sistema de relaciones"

El desarrollo y ensanchamiento del país más poblado de la Tierra, con la permisible expansión de la demanda que ello trae previsto, son calificados de oportunidad para incluir las cadenas productivas centradas en China, donde la configuración del desarrollo económico pasaría por posicionarse como socio comercial, garantizando el abastecimiento de energía, insumos industriales y alimentos.

Esa travesía de desarrollo proyectaría el reto de pretender transferir a China no sólo bienes primarios, sino géneros sofisticados que incrementen valor a las capacidades regionales, así como enfrentar la irrupción del mercado interno por parte de productos manufacturados.

A resultas de todo ello, es la fuerza de gravedad del mercado comprador la que, en compensación, da origen a viables requerimientos de China para que los estados de la región desplieguen el mercado a sus manufacturas y valga la redundancia, a la limitación del mercado comprador por medio de la presión al país vendedor.

Finalmente, a la vez que vigoriza la tendencia de sectores de las clases dirigentes locales en reforzar la especialización primario-exportadora, y a rubricar en el plano estrictamente político la asociación estratégica con China, la transforma en política de estado. Cualquier abordaje de las relaciones de China con regiones en desarrollo, debería tener en cuenta estos posibles marcos, mayormente si las alianzas factibles con Beijing se formulan en términos de asociación estratégica.

Pero, por encima de todo, las restricciones y los problemas inmobiliarios lastran a la economía china, al contraerse un 2,6% trimestral y agravar los temores sobre el crecimiento mundial.

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