Resultó enternecedor esta semana presenciar en el Congreso de los Diputados las manifestaciones de preocupación expresadas desde la tribuna de oradores por el representante de EH Bildu, el Sr. Iñarritu en relación con las manifestaciones de odio hacia los diferentes. Curiosamente, él sólo percibe la existencia de esas manifestaciones de odio en la actitud de aquellos que no piensan como él. El señor Iñarritu, a quien atribuyo una sincera preocupación por la paz, aunque desde perspectivas de la realidad que no comparto, parece no ser consciente del tremendo daño infligido a la sociedad vasca en particular y a la española en general, así como al género humano en su conjunto, por aquéllos a quienes su formación política no sólo justifica sino que incluso homenajea como luchadores por una causa, sólo para ellos justa, en el curso de un conflicto, sólo para ellos existente. Causa en la que estos bravos luchadores se entregaron a una suerte de barbarie de amenazas, extorsiones, chantajes y finalmente asesinatos de personas absolutamente inocentes. Es difícil de entender cómo se puede hacer compatible cualquier tipo de manifestación de preocupación por el odio sin que vaya precedida de una condena firme y sin ningún género de dudas de aquella época de barbarie.
Pocos días después, recibí de un amigo una imagen de la serie televisiva Patria, basada en el conocido libro del mismo título de Fernando Aramburu. En la imagen, yo creo que sobradamente conocida, se ve a una mujer abrazando a su marido yacente en el suelo recién asesinado a tiros por un pistolero de ETA. El pistolero en cuestión, ‘heroico’ luchador de esa causa, sólo para ellos justa, en el curso de un conflicto, sólo para ellos existente, resultaba ser el hijo de un amigo del asesinado. Como solía suceder en aquella sociedad vasca de la época en la que estas cosas sucedían prácticamente a diario, el culpable resultaba ser el asesinado por no cooperar con la causa, sólo para ellos justa, en el curso de un conflicto sólo para ellos existente. Finalmente, cuando el pistolero resultaba detenido, juzgado y condenado, el culpable de su permanencia en la cárcel volvía a ser no ya el asesinado, sino los familiares del mismo por no renunciar a entender qué era lo que atrozmente había destrozado sus vidas.
Esta paranoia colectiva continúa tristemente asentada en la sociedad vasca que no asume la necesidad colectiva de condenar aquellos actos como la época de barbarie que supusieron y para la cual no existió justificación alguna. Sigue atribuyéndose la justificación de la misma a una supuesta represión bárbara de la que, al parecer, ellos y sólo ellos fueron objetivo preferente. Como digo, una desafortunada paranoia colectiva, que, tarde o temprano, al parecer más bien tarde, requerirá terapia de asunción de la culpa de cada cual.
De hecho, lo que presenciamos en estos días, es precisamente lo contrario a esa terapia de reparación y de recuperación de la convivencia destrozada por la defensa de esa causa, sólo para ellos justa, en el curso de un conflicto, sólo para ellos existente. Vivimos la materialización de un esfuerzo por buscar caminos que aumenten la distancia, el establecimiento de diferencias, la creación de argumentos de separación, la construcción de obstáculos para esa convivencia.
El último de esos esfuerzos es el de la promoción de la incomunicación, realizada en el Senado, la cámara de presunta armonización territorial, para la utilización de los diferentes idiomas existentes en nuestra nación, de manera indiscriminada, en una especie de renuncia voluntaria a emplear medios que simplifiquen la comunicación y por tanto el entendimiento y a la postre la resolución simple de los problemas que nos afectan a todos. En resumen, se ha renunciado voluntariamente al empleo de un medio que, estando al alcance de todos, como es el empleo del castellano, facilita la comunicación y el entendimiento.
So pretexto del respeto a manifestaciones culturales aparentemente amenazadas o del rescate de idiomas, presuntamente en vías de desaparición, se renuncia a la comunicación sencilla que el empleo de un idioma felizmente compartido por todos los españoles proporciona para simplificar nuestras actuaciones colectivas como sociedad.
En el relato bíblico de la Torre de Babel, en el Libro del Génesis, en su Capítulo 11, versículos 6 y 7, se relata que “el Señor dijo: «Puesto que son un solo pueblo con una sola lengua y esto no es más que el comienzo de su actividad, ahora nada de lo que decidan hacer les resultará imposible. Bajemos, pues, y confundamos allí su lengua, de modo que ninguno entienda la lengua del prójimo.»”
Pocas escenas de la Biblia concitan tanta unanimidad para ser consideradas como un castigo bíblico que aquélla en la que Dios decidió punir nuestra perversidad, por tratar de actuar al margen de sus mandatos, con la condena a dificultar el entendimiento entre nosotros, haciéndonos hablar en lenguas que obstaculizasen nuestro progreso.
Parecen pues, nuestros legisladores de la cámara alta (en la baja, al parecer, de momento, el asunto no se contempla) pretender constituirse en pertinaces colaboradores y promotores del castigo presuntamente impuesto por Dios, de acuerdo con el relato bíblico.
Si en nuestras relaciones internacionales intentamos ampliar nuestro conocimiento de los idiomas de los otros, al objeto de simplificar nuestras comunicaciones, si el devenir de los siglos y de la convivencia nos han proporcionado herramientas, como es el uso de idiomas compartidos, como en nuestro caso es el castellano, parece de locos, es de locos, renunciar voluntariamente a ellas, para, con ello, obstaculizar voluntariamente nuestra comunicación. Es de casi todo, menos progresista. Es una involución voluntaria atroz.
El empleo de una lengua común no está, en absoluto, reñido con el cultivo a esas tradiciones y a esos modos culturales que existen en un ámbito local o regional. Simplemente es una manifestación de pragmatismo y de sentido común por los que nos deberíamos sentir genuinamente afortunados. Todo lo demás es colaborar voluntariamente con la asunción del castigo bíblico.
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