Sociedad melillense

Carlos Rubiales, el niño que quería ser de mayor churrero

Carlos Rubiales venía predestinado de alguna manera para formar parte de la Iglesia Católica, donde actualmente es el teniente hermano mayor de la Cofradía del Humillado. No en vano, nació un 8 de diciembre de 1955, el día de la Inmaculada Concepción. Vino al mundo en casa de su abuela, que estaba en la actual Avenida de la Democracia.

Sus cinco primeros años de vida transcurrieron en la ciudad autónoma en tres residencias: primero, unas casitas bajas junto al cuartel de Caballería cerca de la Hípica; luego los pabellones de madera de Alfonso XIII que dice que habían traído del Canadá y, por último, las viviendas militares en el Real, que precisamente estrenó su familia, en la calle Jiménez Iglesias. Como era muy pequeño, sus recuerdos de las dos primeras son “vagos” y sólo llegan a ser algo “más firmes” en la tercera. La razón de vivir en estos sitios, que su padre era militar.

Lo primero que le viene a la mente al pensar en ese tiempo es una frase que se decía mucho por aquella época, tanto en Alfonso XIII como en el Real, y es esa de “vamos a bajar a Melilla”, que, en realidad, significaba coger el autobús para desplazarse al centro.

Como sucede cuando uno es pequeño, “porque la percepción de la distancia y del tiempo varía mucho”, a Carlos se le hacía muy largo el trayecto, y más a la vuelta, cuando en ocasiones ya incluso había anochecido.

Luego es verdad que, ya en el centro, se lo pasaba muy bien con su familia dando un paseo, yendo a una confitería o visitando a los parientes. Y eso podía suceder tanto de lunes a viernes como durante el fin de semana.

De su tiempo en el Real también le viene a la cabeza una churrería, porque él siempre decía que quería ser churrero porque le encantaban los churros. Cosas de niños.

Una anécdota curiosa, visto lo visto y teniendo en cuenta que de adulto ha desarrollado toda su profesión en la docencia, es que él no llegó a ir al colegio en Melilla. Según cuenta, un día lo llevaron al colegio del Real, que era el que le correspondía, y cayó una tormenta tan grande que del susto se negó a volver a ir. Toda una paradoja.

Su primera experiencia en la escuela fue ya en Jaén, adonde su padre fue destinado cuando ascendió a comandante. Corría ya el año 1960. En la capital jienense sólo estuvieron un año y medio, porque, como el hermano mayor de Carlos quería hacer la carrera militar, su padre solicitó una vacante en la Academia General Militar de Zaragoza, donde permanecieron hasta 1970.

Ese año su padre ascendió a teniente coronel y lo destinaron a San Sebastián, donde permanecieron dos años antes de regresar a Zaragoza. Allí, en 1973, Carlos terminó COU y se marchó, ahora a Barcelona, a estudiar la carrera en la Facultad de Bellas Artes, que entonces era la Escuela Superior de Bellas Artes ‘San Jorge’ de Barcelona.

Entre medias, salió una vacante en Melilla y su familia regresó a la ciudad. Él trasladó su matrícula de la Universidad de Barcelona a la Universidad de Sevilla, donde cursó los dos últimos años de la carrera, que era de cinco años más uno de preparación, seis en total. Al acabarla, y se acuerda perfectamente de que fue el 18 de junio de 1979, volvió a Melilla y ya en octubre de ese año estaba trabajando en el IES Leopoldo Queipo, donde después desarrolló toda su vida profesional.

Habían sido casi 20 años fuera, desde principios de la década de los 60, pero casualmente, a su vuelta, aún tuvo la oportunidad de reencontrarse con una amiga de la infancia y ambos se reconocieron perfectamente. Aún se acordaban de cuando jugaban juntos.

Pese a todo ese tiempo fuera, nunca llegó a perder el contacto con Melilla. Entre 1961 y 1976, volvían algunos veranos a visitar a la familia, cuya mayoría permaneció en la ciudad. Pasaban aquí la mayoría del mes de agosto y Carlos aprovechaba para disfrutar de las verbenas y, sobre todo, de la playa, de la que es un gran amante. “Donde haya playa, no me verás en una piscina”, asegura. No le quedaba más remedio que ir allí solamente cuando vivía en Zaragoza. Por eso, cuando venía a Melilla se lo pasaba mejor en la arena, si cabe.

Un detalle es que, cuando llegaban en el barco, a las ocho de la mañana, para pasar las vacaciones, desayunaban en el desaparecido Café Correos, frente al edificio de Correos.

En este punto, anota que, si hay algo particular de Melilla, es su luz por las mañanas, que para él es “espectacular”.

El cambio de Melilla

Aunque continuara viniendo a la ciudad con cierta frecuencia durante todo el tiempo que vivió en la península, Carlos sí que ha notado en ella “un cambio muy grande” respecto a sus primeros años. Para él, de pequeño, viviendo en Melilla, resultaba un lugar “enorme y con mucha gente”. Hay que tener en cuenta que a finales de la década de los 50 y principios de los 60 la presencia militar elevaba el número de habitantes de la ciudad por encima de los 100.000.

Cuando venía de vacaciones durante el tiempo que vivió fuera, ya la percibía de otra manera, de una forma “muy distinta” a lo que él estaba acostumbrado en la península. Frente a una “gran capital” como Zaragoza, lo que él veía era “una ciudad mucho más pequeña, mucho más recogida y muy bonita en sus edificios”, algo que le llamaba a Carlos mucho la atención. Y, además, tenía la playa, lo que para él era muy importante.

Ya desde que regresó definitivamente, a finales de los 70, Carlos ha visto ese “cambio tan grande” en Melilla, en su opinión, a mejor en cuanto a infraestructuras y a todo lo relativo al mantenimiento. “Creo que ahora mismo es una ciudad muy acogedora, sobre todo para parejas jóvenes, matrimonios que están empezando y para los niños. Y también para los que estamos jubilados es una ciudad muy tranquila, muy cómoda. Esta todo muy a mano y vivir en Melilla es un lujo”, termina la conversación.

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