HE pasado esta mañana por el centro y he visto una nueva franquicia abierta en la Avenida y me he alegrado muchísimo porque en poco menos de un año hemos pasado de dar por perdida la tienda de Zara a celebrar la llegada de Mango, dos imprescindibles en las grandes ciudades.
Se me encoge el corazón cuando veo tantísimos comercios cerrados en el centro de Melilla y la verdad, me cuesta entender el porqué. El paro ha bajado, no como para lanzar cohetes, pero es más bajo que hace unos años y los funcionarios mantienen sus sueldos e incluso guardias civiles y policías nacionales ganan más desde que se aprobó la equiparación salarial.
Y no sólo eso. Desde el año pasado, Hacienda nos retiene menos dinero en concepto de IRPF. Entonces es incomprensible que tengamos las tiendas vacías y que luego nos volvamos urracas comprando en la península.
“Lo último que necesitamos es una guerra entre EE.UU e Irán que encarezca el precio del petróleo”
No soy partidaria de las prohibiciones ni de aumentar impuestos, pero en el estado de coma en que sobrevive nuestra ciudad, habría que repensar fórmulas para que no merezca la pena importar productos de la península que pueden adquirirse en Melilla.
En economía el factor psicológico es importante. Todos tenemos más o menos reciente los efectos de la crisis tras el estallido de la burbuja inmobiliaria. Es normal que nos cueste gastar en ropa, zapato, decoración, alimentos e incluso en ocio, pero la vida queridos míos es una sola. Cada día vivido no regresa. No quiero incitar a quemar la tarjeta de crédito como si no hubiera un mañana o a gastar lo que no tenemos. No hay por qué arrinconarse en los extremos, pero pensad que cada euro que os gastáis en Melilla repercute en la ciudad, en todos.
Decía San Ignacio de Loyola que en tiempos de tribulación es mejor no hacer mudanzas. No estoy totalmente de acuerdo, más que nada porque si hubiera hecho caso a ese consejo no habría salido de Cuba ni mucho menos me habría mudado a Melilla. Creo que cualquier momento es bueno para empezar de nuevo. Sólo hay que tener ganas y fe en uno mismo. Pero reconozco que una cosa es la apuesta personal y otra la empresarial.
“El rictus avinagrado se contagia. El ceño fruncido se pega. Hay que relajar músculos: cada uno a su manera”
Cuando alguien se decide a abrir una empresa sabe que arrastra consigo a su familia. La presión es inmensa. Por eso creo que hace falta incentivar la actividad empresarial. Hay que ponérselo fácil a quien plantee la posibilidad de abrir negocios viables especialmente en el centro.
Me encantaría que esta ciudad, con este clima magnífico, alejado del asadero de pollos en que se convierten las calles de Andalucía, Murcia o Valencia, se llenara de gente con ganas de vivir. Porque eso es lo que nos pasa en Melilla, que llevamos años apagándonos.
De tanto repetir que la cosa está mala, nos hemos creído que está malísima y hemos cerrado el puño para no gastar. Así que el día que lo hacemos nos damos cuenta de que en el restaurante al que vamos nos han dado una carne que probablemente llevaba congelada desde la Segunda Guerra Mundial. Y eso pasa porque si nadie sale a comer fuera, al final a los empresarios no les merece la pena gastarse un dineral en productos frescos y de calidad. Es una cadena y una cosa lleva a la otra.
Hay que hacer por levantar el ánimo, por cambiar el espíritu. El rictus avinagrado se contagia. El ceño fruncido se pega. Hay que relajar los músculos. Cada cual, a su manera. Lo dejo a vuestra imaginación. Eso también es hacer ciudad, poner nuestro granito de arena por la economía local que está amenazada por muchos frentes, entre ellos el global. Lo último que necesitamos es una guerra entre Estados Unidos e Irán que encarezca el precio del petróleo.