Opinión

Callar y no denunciar nos convierte en cómplices de la injusticia

Desde el surgimiento de las Naciones Unidas hace más de 75 años, se han producido importantes avances en la creación e implementación de un sistema universal de derechos humanos, que son, según la legislación internacional, aplicables a cada uno de nosotros sin importar quienes somos o de donde somos.

El 10 de diciembre de 1948, la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó la Declaración Universal de Derechos Humanos como estandarte contra la opresión y la discriminación, en lo que se constituyó como el primer reconocimiento internacional de las libertades fundamentales y los derechos humanos que se aplicaban a todas las personas.

La Declaración Universal de Derechos Humanos hizo que se pudieran reconocer estos derechos como una responsabilidad de carácter mundial. Países ricos y pobres han ido demostrando una postura diferente en tomar iniciativas a favor de los derechos humanos y el desarrollo humano, si bien ninguna sociedad ha dejado de conocer aspectos como el racismo, el autoritarismo, la xenofobia y demás problemas que han privado al ser humano de su dignidad y su libertad.

Pero también quedan muchas cosas por hacer, debido a que no todas las libertades se cumplen de manera completa.

Los derechos humanos nos pertenecen a todos y cada uno de nosotros, sin excepción. Pero, a menos que los conozcamos, a menos que exijamos su respeto y que defendamos nuestro derecho —y el de los demás— a ejercerlos, no serán más que palabras en un documento redactado hace decenios.

Este año como lleva haciéndose durante décadas se subrayará una y otra vez la importancia de los derechos humanos. En todo el mundo, la población se movilizará para exigir justicia, dignidad, igualdad, y participación. Muchos de esos manifestantes pacíficos perseveran pese a encontrar como respuesta violencia y más represión. En algunos países, la lucha continúa; en otros, la voluntad del pueblo ha prevalecido y se han logrado importantes concesiones o se ha derrocado a los dictadores o regímenes autoritarios y déspotas.

Muchas de las personas que buscan lograr sus legítimas aspiraciones están conectadas a través de las redes de comunicación social. Atrás quedan los días en que los gobiernos represivos podían controlar por completo el flujo de información. Hoy en día, como parte de su obligación de respetar el derecho a la libertad de reunión y de expresión, los gobiernos no deberían bloquear el acceso a internet ni a las diversas formas de comunicación social para impedir las críticas y el debate público.

Sabemos que todavía hay demasiada represión en nuestro mundo, demasiada impunidad, que todavía quedan demasiadas personas cuyos derechos no son aún una realidad.

En la Cumbre Mundial celebrada en 2010 se aprobó formalmente una doctrina trascendental ("responsabilidad de proteger"), que significa, básicamente, que el respeto de la soberanía nacional ya no puede utilizarse como excusa para la inacción ante el genocidio, los crímenes de guerra, la depuración étnica y los crímenes de lesa humanidad.

No se debe esperar a que haya realmente un genocidio o un atropello de la dignidad humana para actuar, porque entonces suele ser ya demasiado tarde para tomar medidas efectivas. Se debe poner fin a la impunidad. Por esta razón, no debe haber nunca amnistía para el genocidio, los crímenes de lesa humanidad y las violaciones masivas de los derechos humanos internacionales, porque ello no haría más que alentar a los asesinos de masas de hoy y a los posibles asesinos de masas de mañana a continuar su execrable conducta

Aunque los Estados no reconocieran dichos derechos inalienables, como de hecho sucede cada día en tantos lugares del mundo, industrializados y empobrecidos, cuando los conculcan, no hay que esperar orden de mando alguna: es preciso arrebatarlos y ejercerlos.

Albert Camus nos exhortaba y alentaba a que "tenemos que hablar. Tenemos que alzar la voz, para que nuestros hijos no se avergüencen de nosotros, ya que habiendo podido tanto, nos hemos atrevido tan poco”. Porque callar, en tiempo de injusticia nos convierte en cómplices de la injusticia.

Es posible rebelarse, porque las derrotas, como las victorias, nunca son definitivas tal como nos propone el premio Nobel José Saramago: una revolución de la bondad activa, inventar gente mejor, que se sepa ciudadano.

Es unánime la doctrina jurídica de que, ante la tiranía, la opresión de las castas, de los militares o de las oligarquías financieras no sólo es lícito rebelarse sino que la resistencia se convierte en un deber ético. Sobre todo cuando padecen los débiles.

A esta rebelión y conquista todos estamos convocados porque nos van en ellas la vida y la supervivencia. Pero sólo es admisible un vivir con dignidad como expresión de una sociedad en la que primen la libertad, la justicia y la ética por encima de los intereses y de la fuerza.

La historia demuestra que cuando los poderes opresores, esas minorías enriquecidas que dominan a inmensas mayorías empobrecidas, se plantan y les miran a los ojos, ellos enmudecen, callan y ceden.

Todos podemos ser defensores de los derechos humanos y – dado lo mucho que debemos a otros por los derechos que muchos de nosotros damos ahora por sentado – todos deberíamos serlo. Al menos, debemos esforzarnos al máximo para apoyar a quienes sí defienden dichos derechos.

Todos los años miles de defensores de los derechos humanos son acosados, abusados, encarcelados injustamente y asesinados. ¿Callarse o actuar ante tales situaciones? Lo primero te convierte en cómplice y lo segundo te hace ser y sentirte HUMANO.

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