Opinión

Bajo las señales de alarma, los signos de la confianza

El mundo hierve, mientras sus moradores se mueven en la necedad del atropello mundano, lo que requiere hacer un alto en el camino, para poder repensar las diversas situaciones que padecemos. Encerrados en nuestros propios intereses mundanos, resulta ciertamente inhumano y deshumanizante la situación, tanto colectiva como individual; cuando en realidad lo armónico es lo único que nos embellece, al hacer de la propia existencia de cada uno, una asistencia para los demás. En efecto, hoy más que nunca, necesitamos silenciar las armas y que los trabajadores humanitarios puedan llegar a las personas necesitadas, para llevarles un poco de alimento y un mucho de aliento vital. Estimo importante actuar con urgencia, ya que el ahogo entre las gentes es tan cruel, que los donantes deben aumentar urgentemente su capacidad de auxilio. Por eso, cuando alguien te injerta en vena su amistad, siempre te quedas en deuda con él. Salgamos, en consecuencia, de la neurótica torpeza de no entregarse a nadie. Aunque amar duela, el amor es el que hace que seamos alguien y algo.

Indudablemente, no existe una grafía más patente de debilidad que desconfiar instintivamente de todo y de todos. Es cierto que prevalecen las falsedades, debido en parte a la superficialidad con la que nos desplazamos, pero hay que utilizar todas las rutas posibles para el reencuentro interno y la conciliación real. En efecto, cada día son más las personas que requieren protección y servicios básicos; a lo que hay que sumarle entornos que activen un alto el fuego y confieran paz, para mitigar los golpes entre análogos. Por si fuera poco, a estas señales de alarma, hemos de sumarle también la nueva normalidad de los abrasadores golpes de calor, que suelen sufrir las personas vulnerables. Bajo este horizonte atroz, sólo nos queda sumar fuerzas, hacer familia en definitiva, lo que conlleva en un tiempo de individualismo como el actual, descubrir el valor del amor y la valentía del cambio. No olvidemos que cada día vivido es una transformación, comenzando por uno mismo. Ahora bien, jamás os fiéis del que nadie se fía. Al fin y al cabo, todos nos merecemos un hombro en el cual descansar.

Los discursos siempre inspiran menos confianza que las acciones. Tal vez, por eso, quizás lo primero que tengamos que enmendar sea nuestro propio transitar por aquí abajo, sobre todo en esta época en la que proliferan los deseos de poder y grandeza, descartando a muchos seres humanos. Reivindico, pues, la concordia universal. Dejémonos entonces de etiquetarnos, nos hemos globalizado para querernos, ¡no para repelernos! Al tiempo, desistamos de quemar etapas, ayudemos a que los niños puedan ser simplemente niños en espacios seguros para jugar, aprender, crecer y reunirse con sus amigos; y, a que nuestros mayores, activen la estación reconciliadora, para poder divisar con ternura la luz que se expandió a pesar de las sombras. Se trata de crecer juntos. Por consiguiente, requerimos de una nueva alianza entre troncos diversos para no perdernos en clases y aborregarnos en gérmenes. Con este intercambio fecundo aprenderemos a embellecernos, con la dinámica intergeneracional, reconstruyendo una sociedad fraterna sin muros que nos distancien y sin egoísmos que nos dividan.

La familiaridad, y nada más que esta convicción anímica, puede reconducirnos a la certeza moral del saber estar en el propio ser de cada uno, para no empañarnos de complicaciones y empeñarnos en observancias absurdas, que lo único que hacen es martirizarnos, congelándonos la alegría de morar viviendo, desviviéndonos por los demás. Sea como fuere, hace falta una acción diplomática y eficaz para reducir la tensión en el mundo. No podemos continuar con esta ruta de ataques permanentes. La historia no absolverá a nadie y, más pronto que tarde, lo que empieza en cualquier parte del mundo se extenderá por el planeta. El gran estímulo del arrogante, precisamente, reside en que quiere ser la cúspide dominadora, en lugar de optar por la entrega generosa del corazón, que es el que propaga el bien e irradia la bondad. Sin embargo, el gran impulso del humilde es su buena disposición a la benevolencia, al entendimiento cabal y a la consideración hacia todo ser viviente. Aquí es donde nace el fondo de humanidad, en el dócil. Meditarlo toca entonces, para actuar acorde al benéfico altruismo de la hospitalidad.

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