Durante el discurso anual del estado de la Nación en Rusia ante los legisladores de ambas cámaras del Parlamento punteado por la guerra en Ucrania y con la mirada puesta en las elecciones presidenciales en las que pretende su reelección, el líder del Kremlin, Vladímir Vladímirovich Putin (1952-71 años), exhibió su irrevocable repulsa a las palabras del presidente francés, Emmanuel Macron (1977-46 años), que dejó vislumbrar la viabilidad del envío de fuerzas permanentes de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) a Ucrania.
Las frases de Macron llegaron pocas jornadas más tarde de que se cumplieran dos años de la invasión rusa a su vecino país, que por otro lado, afronta serios inconvenientes debido a la escasez de tropas y armas. Sin embargo, un día después el Gobierno ruso advirtió con un conflicto de mayor calado y uno a uno, diversos miembros de la Alianza Atlántica desecharon el traslado de soldados a la demarcación ucraniana.
Pero Putin no excluyó para nada la probabilidad sugerida y en su alocución apuntó el riesgo de una guerra nuclear, si se mandaran efectivos de los aliados a apoyar a la nación hostigada. Los países occidentales “deben darse cuenta de que también tenemos armas que pueden alcanzar objetivos en su territorio. Todo esto realmente amenaza con un conflicto con el uso de armas nucleares y la destrucción de la civilización. “¡No lo entienden!”, subrayó literalmente quién lleva la batuta más de dos décadas. Y en este aspecto, señaló que cualquiera que trate de “invadir Rusia” sufriría desenlaces más arduos que en la Segunda Guerra Mundial, tras recalcar que ahora poseemos armas que pueden alcanzar objetivos en “territorio enemigo”.
Sin ir más lejos, dejó caer en la balanza varias insinuaciones por las últimas anexiones a la OTAN que contempla como una amenaza real para sus límites fronterizos. Putin afirmó que reforzará su distrito militar occidental, ahora que Suecia y Finlandia -que conlleva una extensa frontera con el departamento ruso- se ha añadido a la Alianza político-militar, capitaneada por Estados Unidos. “El llamado Occidente, con sus tendencias tan colonialistas, se esfuerza no sólo por contener nuestro desarrollo, sino que también tiene la intención de destruirnos y utilizar nuestro espacio para cualquier propósito que sea, incluida Ucrania”, manifestó Putin.
Las nuevas adhesiones a la OTAN suben los decibelios con Moscú. Con esos movimientos, el Mar Báltico -enclave neurálgico de acceso marítimo de los rusos a la ciudad de San Petersburgo y al punto crucial de Kaliningrado- queda cercado casi por completo de actores que forman parte de la Alianza. Amén, que durante más de doscientos años Suecia prefirió continuar al margen de cualquier tratado militar, e incluso por bastante tiempo evitó incorporarse a la Alianza, pero esa posición varió drásticamente cuando Putin concretó la irrupción de Ucrania.
“El Kremlin advierte del comienzo de una tormenta global y culpa sin escrúpulos a Occidente, sacando a relucir el armamento nuclear”
Estas variables podrían ser un indicativo expreso de que Moscú ha causado el efecto contrario a lo que fijó -y en parte fundamentó- para iniciar la ofensiva contra Ucrania. Meses antes de decretar la incursión, el Kremlin reclamó a la OTAN que cesara en sus intentos de la expansión en Europa del Este y se apartara de su antiguo aliado en la eclipsada Unión Soviética, al entenderlo como una intimidación para su seguridad. A pesar de las sanciones impuestas de Occidente contra Moscú, el mandatario ruso reseñó que la economía de su país de inmediato se encontrará entre las cuatro más importantes, en términos de paridad de poder adquisitivo. Dicho esto, la Doctrina de política exterior de Rusia rotula los ejes cardinales de los trazados anteriores y las decisiones adquiridas son prerrogativa del presidente, dado que puede superponerse como un soberano incondicional, en el que queda a su merced formalizar y disponer la trayectoria estratégica de la política exterior.
La primera Doctrina de política exterior se aprobó en 1993. Por aquellos trechos desempeñaba el encargo tradicionalmente establecido a los documentos estratégicos. O séase, imprimir una trayectoria y valer de enseñanza a los diplomáticos. Dicha Doctrina aglutinaba un evidente estilo prooccidental. Vigorosamente eurocéntrica, mostraba que Rusia trabajaría con los estados más desarrollados de Occidente, al tiempo que exhibía las periferias del mundo -los países del Sur- como un cinturón en hervor de la que podían emerger amenazas permisibles.
No ha de soslayarse hasta qué grado la política rusa de los noventa fue hirsuta, fluctuando violentamente entre un occidentalismo inexperto y una política de autosuficiencia ya desde épocas de Yevgueni Marksímovich Primakov (1929-2015). Aunque esa primera Doctrina había delimitado primeramente un cauce estratégico para la política exterior, ésta se alteró apresuradamente.
Con la recalada al poder de Putin, la Doctrina de política exterior permutó en su naturaleza, hasta erigirse en una herramienta consignada esencialmente a remitir señales a Occidente. Por vez primera se restauró en 2000, pero se conservó comparativamente próxima a la transcripción preliminar. No sería hasta 2008, tras la arenga de Putin en Múnich, cuando se difundió una nueva Doctrina, esta vez distinta en su cuerpo y en lo que atañe a ofrecer un vuelco hacia una política antioccidental.
Desde entonces, el encaje del pasaje se invirtió visiblemente, poque de lo que se trataba era de mandar un sinfín de rastros con dardos a los países occidentales sobre su política exterior. En otras palabras: la Doctrina se sustenta en una alineación antioccidental, pero sobre todo, abraza una proporción diez veces superior de énfasis agresivo: frases duras y entonaciones considerablemente fuertes, describen la manera en que Rusia concibe sus conexiones con Europa. La única razón de ser es la guerra y lo que ello abarca. El cambio en la argumentación puede deberse porque ahora Rusia se declara obligada a defenderse de ataques inmediatos.
El texto en sí no sugiere otra cuestión, pues refuerza que está en movimiento un nuevo molde de guerra híbrida, en la que Estados Unidos maneja a Ucrania como instrumento para su propia agresión contra Rusia.
Presenciamos, pues, un desplazamiento de fichas hacia un alegato cada vez más punzante, asentado en las ideas de ‘Estado-civilización’, ‘mundo ruso’ y ‘mundo multipolar’. Esta evasiva irradia el enfoque de un Estado que aprecia que ha sido manipulado improcedentemente durante bastante tiempo, y que a la postre esa arbitrariedad ha desembocado en agresión y necesita protegerse de ella. Sobre todo, es fundamental aclarar que el rango de mordacidad en la afectación oficial se ha elevado desde 2008. La modulación de las Doctrinas de 2008 y 2013, todavía reservaba cierto nivel de modificación. En cambio, la Doctrina de 2016 comenzó a diferir, mientras que la de 2023 no titubea lo más mínimo en su vocabulario. Dice sin ambages las miras ofensivas de Occidente y la política que Rusia ha de acoger para defenderse.
Llegados a este punto, la última Doctrina de política exterior de la Federación Rusa confirma el menester de proceder en atención a la Carta de las Naciones Unidas, al tiempo que objeta el modelo de un “orden mundial basado en normas”. Afirma al pie de la letra: “El mecanismo para establecer normas jurídicas internacionales debe basarse en la libre voluntad de los Estados soberanos. Las Naciones Unidas deben seguir siendo la principal plataforma para el desarrollo progresivo y la codificación del derecho internacional. Perseverar en la promoción de un orden mundial basado en normas corre el riesgo de conducir a la destrucción del sistema jurídico internacional y a otras consecuencias peligrosas para la humanidad”.
El paradigma de un ‘orden mundial basado en normas’ ha hecho una imagen tocante al lenguaje de la política exterior rusa para descifrar la significación. Su alcance hace referencia a las Naciones Unidas antes de corroborar que “la solidez del sistema jurídico internacional está siendo puesta a prueba”.
Una angosta órbita de naciones está procurando suplirlo por una noción del orden mundial soportado en normas. Es decir, en la exigencia de reglas de juego, patrones y criterios en cuya ejecución no se ha avalado la participación igualitaria de los estados demandantes. Con lo cual, la Doctrina de política exterior de 2023 amortiza una concepción del léxico político occidental, en el que ejerce un protagonismo aproximado pero más ingenioso, al asentir que el orden mundial tal y como consta en los momentos reinantes, aunque en su conjunto sea propicio a Occidente, favorece a todos los estados y secunda a su prosperidad.
Luego, ¿cómo se desenvuelve el relato ruso del texto? Podría decirse que se vale del principio ‘orden mundial basado en normas’, para censurar la retórica superficial de Occidente, que a su vez, se apremia a atribuir un enfoque del mundo que ampara meramente a Estados Unidos y sus partidarios. En esencia y aunque no se emplee el vocablo, se trata de una acusación a un sistema imperialista.
Este pensamiento de un ‘orden mundial basado en normas’ traza a todas luces una política norteamericana de influjo unilateral. Pese a ello, según la Doctrina, Estados Unidos ya no se encuentra en condiciones de conservar ese orden mundial, en un mundo que se ha vuelto multipolar. Rechazando este contexto, Estados Unidos hace hincapié en asirse a su supremacía.
Desde la perspectiva del Kremlin, la receta de ‘un orden mundial basado en normas’, no es más, por indicarlo en términos marxistas simples, que una “falsa conciencia” que Estados Unidos atribuye con la finalidad de conseguir la aprobación de su autoridad. Rusia se resiste a ello y por eso se declara paladín de un “verdadero orden mundial”, en el que la totalidad de los países sean efectivamente iguales, como refrenda la Carta de las Naciones Unidas. No obstante, como Rusia es miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU con derecho a veto, este orden le beneficia por sí mismo y en primera instancia.
Recuérdese al respecto, los estatutos de las Naciones Unidas dedican algunos principios normativos que no deben ser quebrantados por los Estados miembros, particularmente, la prohibición de invadir el territorio de un Estado soberano. Esta disposición preceptiva y el ejercicio disuasorio del Consejo de Seguridad se vieron debatidos por la actuación de Estados Unidos en Irak, alegando que tenía que desarmar al gobierno iraquí de armas de destrucción masiva. Por otro lado, el andamiaje de la ONU se cimienta en el principio de dominación de las “grandes potencias” y en el contrapeso de sus intereses.
Este arquetipo de “concierto de grandes potencias” le interesa inmejorablemente a Rusia, sobre todo, porque entraña que cada uno de los actores conserva el orden dentro de su círculo de atribución, al tiempo que acuerda con el resto de potencias a nivel global y se empeña por no invadir las suyas.
Dado que el escenario perfilado es óptimo para Rusia, no puede sino que acoger la Carta de las Naciones Unidas. Conjuntamente, el Artículo 51 de la misma patrocina a los Estados el derecho a la legítima defensa. Este elemento se indica en dos ocasiones en la Doctrina 2023, pero sin estar expresamente ligada a la “operación militar especial”. Es incuestionable, que los colaboradores del texto no culparon explícitamente a Ucrania de agresión contra Rusia. Toda vez, que es indudable que eso es lo que insinúa cuando Rusia sostiene que es víctima de un prototipo de guerra híbrida, viéndose impuesta a protegerse de la embestida de Occidente por medio de un estado dependiente. Por lo tanto, las indicaciones al Artículo 51 deben encuadrarse en ese entorno.
No ha de eludirse, que la Carta de las Naciones Unidas dedica otros principios. Me refiero entre algunos, a la igualdad soberana de los Estados, el principio de no injerencia, la prohibición de los actos de agresión, etc. Cada uno de éstos son vulnerados manifiestamente por Rusia, lo que agrieta su posición. El mundo es sabedor de ello, pero pocos países al margen de Occidente están por la labor de disminuir expresamente sus nexos con Rusia.
Al mismo tiempo, cualquier tentativa de enmienda de la ONU está sentenciada a la frustración, como consecuencia de los intereses incompatibles de las grandes potencias, cada una de las cuales conviene afianzar la posición más propicia, lo que aclara que sigan haciendo uso de su derecho de veto. Así, escasos, por no decir casi ninguno de los Estados abogan sin tapujos las actividades de Rusia, como verifican los resultados de las votaciones en la Asamblea General de la ONU.
La Doctrina de política exterior de 2023 controla una serie de medidas intencionadas, comenzando por la afectación anticolonial o la inercia de expresiones como ‘neoliberalismo’ o ‘hegemonía’. Pero la coyuntura de que los autores de la Doctrina hayan resuelto desplegar una crítica del neoliberalismo encaminada contra Occidente, es en interés de Rusia. Estos ataques dialécticos al neoliberalismo suelen enfilarse contra el imperialismo occidental, así como el tipo de globalización y las escalonadas discordancias mundiales que lo siguen. Aunque en esta ocasión, los hacedores de la Doctrina intentan no observar que Rusia representa el ejemplo característico del hegemónico local, enteramente constituido en el armazón neoliberal.
Al hacer de Occidente la única fuente de sus reprobaciones al neoliberalismo, cambia el sentido de la significación. En esta Doctrina de política exterior, el neoliberalismo se muestra como un conjunto de valores occidentales que aparentemente se aplican a Rusia desde el exterior.
El neoliberalismo no es entonces más que otra variante del liberalismo, encauzado hacia algunos valores culturales occidentales, un mero destello de los existentes conflictos culturales concernientes al género, la desigualdad racial, el marxismo cultural y su herencia y el poscolonialismo. Para los creadores del pasaje, todos los valores occidentales, incluyéndose los derechos humanos, se adentran en la categoría del neoliberalismo. Si bien, es imprescindible acentuar hasta qué punto la Doctrina está absorbida del espíritu neoliberal.
Sin rodeos, el contenido de la Doctrina pretende modular a su antojo tanto los focos de vista neoconservadores como los neoliberales. Así, una de las nociones centrales es el de “competencia leal”, esgrimido en el pasaje para condenar la competitividad desleal de Occidente. Por ende, esa idea es uno de los puntos calientes del vocabulario neoliberal, en la base de la percepción de que el estado normal de cosas es el de la aptitud de todos contra todos.
Según este juicio del mundo, las personas y los países deben invertir en su desarrollo y acumular capital para imponerse a los demás. Dicho de otro modo: en opinión del Kremlin, Occidente es quien agita y trastorna la marcha habitual de la competencia entre los Estados, civilizaciones y empresas, tomando como guía cuando se asignan sanciones o dificulta a las sociedades rusas llegar al mercado internacional.
Y es que, la humanidad que vislumbran los padres de la Doctrina, no existe posibilidad alguna para la cooperación. La pugna de todos contra todos, debe llevar al sometimiento del más débil al más poderoso.
La tesis de los valores, en última instancia, es formal: los valores añorados aquí únicamente valen para entroncar afluencias civilizacionales. En estas situaciones, el neoliberalismo se comprime a un significante desierto. Podría indicarse que esta palabra se adopta hoy en día en la terminología política rusa de manera análoga a como se manejaba la expresión democracia. Ahora, es más complejo argumentar el concepto de democracia, por lo que se replegaron al posicionamiento de censurar a Occidente por su liberalismo. Por ilógico que se juzgue, esta estimación al neoliberalismo proviene de las visiones más incuestionablemente neoliberales.
Otro matiz relevante y no al margen de lo anterior, forma parte del eurocentrismo de las Doctrinas de política exterior de Rusia en su conjunto. Es incontrastable que la Doctrina de 2023, como sus antecesoras, exceptuando la correspondiente al año 1993, es un texto antioccidental.
Pero, a la par, rotula hasta donde Rusia sigue contemplando a Occidente como su principal oyente. A pesar de sus aplicaciones por desenrollar un diálogo con los estados del Sur, éste una vez más, se acorta a la crítica de Occidente y la política occidental. O lo que es lo mismo: se trata de un recado a Occidente de que si entra en razón y asume una política “constructiva” hacia Rusia, ésta estará por la labor de contribuir con Europa y retornar a las buenas relaciones. En suma, en pleno siglo XXI, Rusia no ha logrado independizarse de su eurocentrismo, porque prosigue pretendiendo que el Viejo Continente la admita y reconozca.
“En medio de grandes amenazas y aferrada a la espada de Damocles, la Rusia de Putin hace oficial su sueño expansionista plasmado en una nueva Doctrina en la que Occidente es distinguido como una amenaza existencial”
Finalmente, la Rusia de Putin en ningún tiempo ha tratado de esconder sus aspiraciones imperialistas y designios de ensanchamiento geográfico por las demarcaciones de lo que ella misma llama ‘mundo ruso’. Esa concepción es frecuente desde hace años en los sectores más nacionalistas del Kremlin y que ha empuñado para argumentar la adquisición militar de Abjasia y Osetia del Sur tras la ocupación de Georgia en 2008, la anexión de la península de Crimea en 2014 y la invasión a Ucrania el 24/II/2022.
Al presente, esta idea ha quedado a la zaga como sentimiento retórico y ha transitado a una doctrina oficial de la política exterior rusa como la meta de su práctica exterior. Este ‘mundo ruso’ poseería tres contrafuertes: la esencia espiritual, cultural y territorial de los rusos, residan tanto dentro como fuera de sus fronteras. A través de este criterio, el Kremlin busca dilatar su crédito en sus antiguos espacios de dominio, ensamblar el universo eslavo y extenderse territorialmente cuando lo estime conveniente.
En definitiva, el ‘mundo ruso’ es una de las diversas ambigüedades recurridas por Moscú para enmascarar sus fines. Si la ‘operación militar especial’ se explota para eludir el pronunciamiento de ‘guerra en Ucrania’, ‘mundo ruso’ se maneja para no citar ‘expansionismo imperialista ruso’. Bajo el paraguas inicuo de “proteger, salvaguardar y promover las tradiciones e ideales del mundo ruso”, esta Doctrina procura un conjunto de supuestos que buscan excusar sus embates a terceros países.
El principal guion para hacer valer tales operaciones como la invasión a Ucrania, es que “la Federación Rusa brinda apoyo a sus compatriotas que viven en el extranjero en el cumplimiento de sus derechos, para garantizar la protección de sus intereses y la preservación de su identidad cultural rusa”. El ‘mundo ruso’ para el Kremlin es un medio de influencia que históricamente habría correspondido a Rusia y que tras el desmoronamiento de la Unión Soviética en 1991, se esfumó de su espiral en un acontecimiento que el mismo Putin definió como ”catástrofe geopolítica”.
La noción de ‘mundo ruso’ no se circunscribe exclusivamente a Ucrania y Bielorrusia, sino que engloba un extenso abanico geomorfológico que parte desde los Estados Bálticos hasta Kazajistán. Y mediante el formulario de esta Doctrina, Rusia despliega sus tentáculos para incorporar cualquier departamento fuera de sus fronteras, que una vez concernieron al imperio zarista y donde viven rusos parlantes.
En consecuencia, en medio de grandes amenazas y aferrada a la espada de Damocles, la Rusia de Putin hace oficial su sueño expansionista plasmado en una nueva Doctrina en la que Occidente es distinguido como una “amenaza existencial”, cuyo señorío ha de combatirse como sea: el Kremlin advierte del comienzo de una tormenta global y culpa sin escrúpulos a Occidente, sacando a relucir el armamento nuclear. Además, Estados Unidos es apodado como ‘el jefe de orquesta de la línea antirrusa’, mientras que China e India son calificados como ‘socios clave’.
Rusia tiene claro que debe estar presta para una guerra venidera: los amagos de Estados Unidos y la OTAN se multiplican. Ni tan siquiera en la Guerra Fría, Occidente había encaramado el conflicto político, económico y mediático al recinto militar. El resquicio de que tropas norteamericanas, británicas o de otros países se sitúen en la frontera rusa, ha impulsado a que el Gobierno de Putin prevea una rehechura en su agenda de riesgos a la seguridad nacional y con una doctrina abiertamente antioccidental.
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