Opinión

Las armas de la concordia

El más pequeño de mis nietos cumplió dos años y medio el pasado 6 de enero, festividad de los Reyes Magos. Ese día, Sus Majestades, que todo lo pueden, le trajeron, entre otros, los dos juguetes que más había deseado y que más había citado durante, al menos, los dos o tres meses previos a la noche de Reyes. Cada vez que sus padres o abuelos le preguntábamos qué era lo que quería que le trajeran los Magos, siempre respondía indefectiblemente que quería “pistolas y un coche de policía”

Melchor, que es el Rey que se encarga de las cosas de mi nieto, consiguió, con no pocos esfuerzos, obtener un coche de policía con sirena y dos pistolas de colores de las que funcionan con pilas y hacen ruido como si lanzasen rayos. Con ellas jugaba con su hermana, un poco mayor que él. La ilusión de mi nieto se vio colmada, como la de tantos otros niños, en la mañana de Reyes.

Cuando pocos días más tarde acudió a la guardería cerca de casa, a la que va todos los días, su profesora preguntó en la clase, tanto a él como a todos sus compañeros, que qué les habían traído los Reyes. Mi nieto, como es natural, le dijo con toda su ilusión que a él le habían traído dos pistolas muy bonitas. La profesora, en ese momento, le dijo que las pistolas “hacían pupa” y que con pistolas no se jugaba y mi nieto experimentó uno de los primeros reveses ‘ideológicos’ de su vida. Al llegar a casa puso las pistolas en el fondo del cajón de los juguetes y cada vez que, ahora, le preguntamos por ellas, contesta, invariablemente que con las pistolas no se juega, que las pistolas “hacen pupa”.

Nos encontramos, estos días, inmersos en una nueva controversia sobre la contribución que el envío de armas puede aportar para la resolución del conflicto en Ucrania, provocado, como es sabido, por la violación de las fronteras internacionales de ese país, por parte de Rusia, que ya ha alcanzado su undécimo mes en su último período de hostilidades. Digo que es el último, porque las hostilidades, en sí mismas, comenzaron en este país en 2014, con la invasión y ocupación de Crimea y el conflicto latente en el área del Dombás. Es decir que lo que estamos viviendo es la continuación de aquello.

En estos once meses hemos contemplado, de manera casi permanente en nuestros televisores, las escenas horripilantes que todo conflicto genera en cualquier parte del mundo. En esta ocasión las hemos visto prácticamente en las puertas de nuestras casas y nos han afectado y nos están afectando más directamente que otros de los muchos conflictos que existen en el mundo porque, en este caso, tienen diferentes impactos, más o menos directos, sobre nuestras vidas.

Durante todo este tiempo, como es lógico, hemos venido debatiendo sobre qué hacer, cómo parar esta sinrazón, inexplicable, solemos decir, en el siglo XXI, cuando nadie o casi nadie podía imaginar que esto pudiera volver a suceder en nuestro continente, tan experto en destrucciones brutales a lo largo de la historia.

Se ha dicho, por parte de muchos, que las armas no resuelven nada, que lo único que se debe hacer es negociar, sentar a los afectados en torno a una mesa y alcanzar algún tipo de acuerdo, como si fuera posible que víctimas y agresores pudieran resolver sus desencuentros y las consecuencias de sus actuaciones violentas en una charla amigable de la que pudieran levantarse con un apretón de manos y un ‘pelillos a la mar’.

Se atribuye a las armas, según este argumentario, la capacidad, por ellas mismas, de causar el mal, cuando, en realidad, las armas, como todo objeto inanimado, producen efectos en virtud de la voluntad o la intención del que las utiliza. Existen usuarios de armas que las emplean con intenciones criminales y despiadadas y existen usuarios de armas, por contraposición a éstos, que las emplean con fines pacíficos y para impedir, precisamente, que los ‘malos’ se salgan con la suya y se imponga en nuestras sociedades la ley del más fuerte.

Cuando los que desafían a nuestras sociedades utilizan armas, la única manera de detener sus actuaciones es mediante el empleo proporcional de armas de carácter semejante a las que emplean los agresores. En esta ocasión del conflicto ucraniano, nuestras naciones, en el seno de la Unión Europea, trataron de detener este conflicto mediante la aplicación de sanciones de carácter económico, a pesar de las consecuencias negativas que las mismas pudieran tener sobre nuestras propias sociedades. Pero ello no detuvo el conflicto, sino que pareció envalentonar al agresor, poniendo en cuestión, de manera chulesca, nuestra capacidad para proporcionar una respuesta más contundente y solidaria con Ucrania.

En esta escalada de búsqueda de los recursos adecuados para hacer frente al desafío, estos días nos encontramos inmersos en un paso significativo, como es el de proporcionar a los ucranianos recursos más contundentes, como son los carros de combate, para resistir las agresiones de las que son objeto por parte de su agresor.

Muy a su pesar, le ha correspondido al canciller alemán, Olaf Scholz, asumir un papel protagonista en esta entrega de armas, para apoyar con ello a los ucranianos en su resistencia a la agresión de la que son objeto. Ha expresado que ello se ha mostrado inevitable ante la ineficacia de todos los intentos precedentes pero que, en todo caso, se debe estar prevenido ante cualquier escalada que pueda conducir a un conflicto de mayores dimensiones. Es nuestra manifestación de solidaridad y concordia (unión de corazones) para con los agredidos ucranianos, por contraposición a la discordia (separación de corazones) promovida por los rusos con el empleo de sus armas.

En resumidas cuentas, frente al empleo de las armas para la generación de la discordia, nos posicionamos, con esta decisión, en la aportación de armas efectivas a Ucrania para su defensa frente al agresor. Le proporcionamos las armas de la concordia.

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