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Aquella Melilla de nuestros abuelos

Claro, depende de nuestra edad. Si hace casi o más de cien años, para las gentes que lucimos o superamos el medio siglo, eran abuelos. Si son más jóvenes, igual eran los bisabuelos. El caso es que existieron y que conocieron una ciudad distinta. ¿Mejor?, ¿peor?. Quién sabe, era distinta. En la península había hambre y aquí la jayuya menguaba, por lo menos los melillenses iban a la cama con menos desconsuelo en el abdomen. Y era una ciudad que se descubría así misma porque crecía afuera de sus legendarias murallas, las de Estopiñán, cuyo recuerdo –al capitán contador del Ducado de Medina Sidonia– se instala en el corazón del primer recinto.
La vida era amable a pesar de las guerras contra los de enfrente, sí. En contínuas épocas de angustia vital, los melillenses salieron de las muralla y se convirtieron en arquitectos en cuestión de urbanismo y en cuestión de sociedad. Allá en la otra orilla mediterránea, presidían en casas y campos las constantes vitales el abatimiento. Aquí era distinto porque apareció o aparecieron el Triángulo de Oro, el Tesorillo, antes la Alcazaba y mucho antes Cabrerizas Altas, este último en clave militar, claro. Pero aparecieron creando todo un sector productivo, el de la construcción.
Las familias eran cercanas porque estaban de moda las tertulias en la puerta de la casa entre amas de hogar que, aunque vecinas, se respetaban y querían. Lo hacían mientras les daban al punto de cruz y mientras esperaban al farjaní que vendía bollos de aceite. Los niños, al regresar del colegio, iban a por el cuarterón de leche recién ordeñada en las huertas de la barriada de Colón. Cuando nació la ‘Avenida’, todo cambió, nació una ciudad moderna, con edificios de porte y fuste y con ciudadanos que se acercaban encantados al mejor de los occidentes de aquellos tiempos. Y es que Melilla comenzaba a ser moderna, sus gentes –nenas y nenes– tonteaban por las calles del corazón urbanístico admirando las últimas creaciones literarias puestas a la venta por Librerías Boix.
A la vera del naciente centro, el puerto era una explosión de actividad comercial y humana. Frente al Muro X, hoy General Macías, se arremolinaban cafetines con churros a la espera de la llegada de los copos pesqueros, cargados de las más diversas especies. Eran el objetivo no sólo de cientos de familias sino de una sociedad militar con más de 40.000 efectivos, defensores de la seguridad de la población tras desastres bélicos, que pasaron a ser ciudadanos tras haberse dejado la sangre en el campo exterior y el cariño en las calles de la ciudad. Muchos, tras llorar en el frente, decidieron ser melillenses para siempre y sembrar familias.
Y es que, en Melilla, todo se siembra: la arquitectura, la familia, la convivencia y la bonomía. Y, creo, que se sigue sembrando ciudad gracias a la buena fe de la mayoría de sus gentes. Aquella Melilla de las dos primeras décadas del pasado siglo sigue existiendo, hay muchas señales que se mantienen vivas un siglo después. No habrá que perder de vista aquella Melilla de nuestros abuelos o bisabuelos.

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