A criterio de numerosos expertos y analistas, la Rusia contemporánea posee un legado común con la Rusia zarista y la Unión Soviética. Con todo, se infunde más en el Imperio zarista que propiamente en la experiencia soviética.
Hoy por hoy, no cabe duda sobre el acercamiento y la inmediatez de la política de Vladímir Putin (1952-70 años) con la política precedente de los zares. De manera, que cuadros o tallas que evocan el período zarista se contemplan por las avenidas, y en cada evento turístico los viajantes acuden a inmortalizar el momento con alguna foto cuyo guion de fondo son figuras ilustres como Pedro I de Rusia o Catalina II de Rusia.
El sinfín de símbolos, lemas y eslóganes del Imperio dan la sensación de haber revivido, los zares se han erigido en semblantes positivos y Nicolás II de Rusia (1868-1918) ha sido canonizado y es objeto de culto. Varias décadas de intensa labor ideológica del Partido Comunista de la Unión Soviética han sido impulsados por una gélida aura siberiana. En este momento, los valores imperiales son definitivamente una corriente nacional en la Federación de Rusia.
Luego, el nacionalismo es la única bandera bajo la que la Rusia del siglo XXI puede congregar a sus tropas enfocadas a la exaltación, y es el arma cautivadora sobre la que se ha probado Putin. Obviamente, esto igualmente se atribuye al universo intelectual. Se ha advertido que pocos pensadores rusos han escapado de la argucia del descomunal ‘estatismo’ cuando se trata de materias nacionales; incluso los más brillantes dejan de pensar y acaban descarriándose.
Y es que, bajo la sombra de Putin, la inteligencia rusa ha estrechado y punteado un eslavismo culturalmente conservador, e individuos tanto dentro como fuera del gobierno trabajan afanosamente por redelinear la conceptuación de ‘Imperio’ como ciencia política y otorgarle un nombre propio.
El ardor del Imperio se encuentra en pleno auge, con expresiones como ‘imperio nacional’, ‘imperio independiente’ e ‘imperio libre’, y los ilustrados replican que el imperio está enraizado en el ADN de Rusia y cuestionan la lógica de la construcción del Imperio. Este es el caso concreto del politólogo Andrey Saveliyev (1962-60 años), llegando a manifestar que “el imperio es el destino de Rusia” y que “el espíritu nacional ruso siempre ha estado arraigado en el imperio”.
“La guerra que se libra en Ucrania es considerada por muchos como el sueño imperial de Putin, la cuna de la ‘Gran Rusia’, en la que a capa y espada preconiza una descriptiva nacional y Moscú es el sacrificado de la instrumentalización occidental”
Lo cierto es, que Rusia comenzó a denominarse ‘Imperio’ durante la autoridad de Pedro el Grande que rigió la Gran Guerra del Norte durante la friolera de veintiún años, transfigurando a Rusia de estado continental en una gran potencia marítima. El 22/X/1721, en reconocimiento a sus conquistas, el Senado le designó públicamente “Gran Emperador de toda Rusia” y desde ese momento, el zar pasó a distinguirse administrativamente como “el Emperador de Rusia”.
Las peculiaridades más específicas del Imperio ruso bajo Pedro el Grande y Catalina la Grande quedaron en la contención interna y la expansión territorial externa, ya que combatieron por la supremacía en Europa. Durante la dinastía de Catalina, Rusia libró nada más y nada menos, que seis conflagraciones exteriores y la superficie territorial pasó de tener 730.000 kilómetros cuadrados en las postrimerías del siglo XVIII, a 17,05 millones tras el fallecimiento de la emperatriz.
Tras la recalada al poder de los comunistas, el enfoque tradicional del ‘Imperio’ quedó totalmente denigrado. La definición de Vladímir Ilich Uliánov, alias Lenin (1870-1924) del imperialismo como ‘parasitario y moribundo’, era bien conocida por la muchedumbre de aquel tiempo.
En otras palabras, los Estados imperiales eran algo así como “parasitarios, monopólicos, contestatarios y depredadores”. La derivación de Lenin era que “el imperialismo anuncia el amanecer de la revolución social proletaria” y que irremediablemente imprimía su indisposición definitiva. Desde aquel mismo instante, ‘Imperio’ resultó ser un término despectivo, algo así como un indicio para el levantamiento en los países capitalistas en ocaso.
Evidentemente, esos dos ‘Imperios’ no son puntualmente lo mismo.
Gracias a la hipótesis de la ‘revolución mundial’ de Lenin y a sus doctrinas internacionalistas, el alzamiento ruso se cimentó en el vacío del ‘Imperio’, pero en realidad, en el curso de Stalin numerosos mecanismos se habían añadido en el sistema del Partido Comunista Soviético, mientras que el positivismo ideológico transmutó el marxismo en una cobertura de los intereses rusos bajo el señuelo del internacionalismo, con la finalidad de solventar los conflictos en la suposición de la revolución.
Sumido en la forma de una argumentación sediciosa, el Imperio soviético adquirió y llevó más allá los carices internos y externos del Imperio zarista. De manera, que todo el mundo entendía a la perfección que la Unión Soviética era un “imperio rojo” en sus osamentas, aunque el manto de la turbación todavía no se hubiera suprimido claramente.
No obstante, en esta ideología imperial se acentúa la magnificencia histórica de Rusia y su dominio en la aldea global. La premisa es coronar la “nueva perspectiva imperial” en la espiritualidad y la ideología nacionales. Se trata de hacer resaltar el desequilibrio de la historia rusa y la dificultad de “elección civilizatoria”, establecido por el punto de vista de Rusia entre Oriente y Occidente, que comprende su falta de valores esenciales y el atributo “discontinuo” de su historia. Indiscutiblemente, vencer este inconveniente ha requerido frecuentemente potentes herramientas de integración.
Para expresarlo sin ambages, se presume que los “valores imperiales” son la base de la adaptación nacional de la era postsoviética.
Simultáneamente y en cierta medida, la Cortina de Hierro del período de la Guerra Fría (12-III-1947/26-XII-1991) valió para salvaguardar y apartar a la Unión Soviética, pero incluso punteó la agenda del régimen. Tras el síncope de la Unión Soviética, los ‘valores imperiales’ retornaron a ser una nueva forma de equilibrar los límites exteriores, de manera que el contenido del nuevo Estado ruso contiene esos valores. En lo retrospectivo, dichos valores estaban ceñidos al estrato del internacionalismo, pero actualmente se apuesta por la carta del ‘Imperio’ para vencer las fuerzas centrífugas.
Algunos investigadores generalizan que Rusia es un estado acorralado de adversarios y que, en términos geopolíticos, está falto de capacidad defensiva, por lo que su esparcimiento en el exterior no es igual que el colonialismo occidental, sino una autoprotección defensiva. En este aspecto, el “Imperio” es un poder blando que se aprovecha para la estrategia de desarrollo y dominio.
Por lo tanto, ¿cuáles serían los raciocinios para justificar la reaparición del ‘Imperio’? Las encuestas elaboradas tras la Guerra de los Cinco Días con Georgia en 2008, y tras el laberinto entre Rusia y Ucrania en 2014, revelaron que, poco más o menos, el 90% de la urbe entendía que el despliegue de las tropas rusas en Georgia y la disuasión en Ucrania estaban completamente reconocidos, lo que conjeturaba la mayor muestra de conformidad del que había gozado la administración desde el desplome de la Unión Soviética. Además, algunos medios de comunicación rusos corroboraron que el gobierno habría sido objetado de no haberlo realizado.
En el año 2011, el registro de aprobación de Putin descendió al 42% antes de remontar al 86% tras la guerra de Ucrania. La cadena de sanciones occidentales y la renovada alocución de Putin de que Rusia está “aislada” y “sitiada”, le hicieron popular en su país, y sus exponentes de resonancia se proyectaron. El mandatario ruso ha expuesto que el colapso de la Unión Soviética “expuso nuestras debilidades y los débiles siempre son vencidos”.
Fijémonos en el liberal Anatoly Chubáis (1955-68 años), que expone concretamente que un “imperio libre” debe instituirse en el objetivo nacional de Rusia y en la ideología postsoviética. Por el contrario, el líder del Partido Comunista, Guennadi Ziugánov (1944-79 años) interpretó literalmente que “desde tiempos remotos, Rusia se ha visto a sí misma como heredera y defensora de una herencia imperial y no debe renunciar al sentimiento de grandeza que ha existido durante muchos siglos”.
El expresidente Dmitri Medvédez (1965-57 años) dijo al pie de la letra, que “Rusia tiene su propio lugar en el mundo. Deber tener su propia esfera de intereses, y es impensable negarlo”. El 4/XI/2013, el Congreso Mundial de Rusos confirió a Putin el ‘Premio a la Defensa del Estatus de Gran Potencia de Rusia’, lo que entrevé un reconocimiento a su opinión de manera firme.
Cabeceras como “La Unión Soviética no está realmente muerta”, los medios de comunicación occidentales han anunciado que es cada vez más incuestionable que la tendencia estatal rusa está notando “un giro hacia los valores imperiales zaristas tradicionales”. Las críticas del exterior aseveran que Rusia padece un “nuevo síndrome imperial”.
En 2008, el diario económico francés Les Échos rotuló textualmente: “El retorno del imperio”, para referirse a Rusia, no dando el brazo a torcer que “el resurgimiento del imperio ruso podría suponer un reto más difícil que la Guerra Fría”, y que ese imperio podría ser más comprometido que la Unión Soviética. La diplomacia debería ilustrarse y profundizar en las lecciones de la historia.
Podría decirse que las lógicas del retorno de Rusia al Imperio son básicamente enrevesadas. Primero, el pueblo ruso posee un fuerte sentimiento de engreimiento nacional tras haber vencido a Napoleón Bonaparte (1769-1821) y Adolf Hitler (1889-1945), y cómo no, convertirse de la noche a la mañana en una de las superpotencias del mundo.
Valdría la comparativa que los rusos están habituados a sentirse protagonistas y siempre han tenido complejo de salvadores y son considerablemente sensibles a los asuntos de seguridad territorial. Entonces, cabría preguntarse, ¿cómo van a quedar impasibles ante la simplificación del territorio, o al hecho de que Occidente y Estados Unidos releguen la presencia de Rusia e influyan sobre sus extensiones de especial interés?
El legado soviético es uno de los factores cardinales en la edificación del retrato nacional de Rusia, que combina las tesis zaristas con el sentido de dominación que estampó la época soviética. En este aspecto, la bandera tricolor del imperio ruso junto con la hoz y el martillo se intercalan, dando origen a la plasmación de un nuevo síntoma imperial epilogal.
Segundo, cuando en la década de los noventa Borís Yeltsin (1931-2007) planteó los cuatro objetivos vitales de desmilitarización, no bolchevización, privatización y liberalización, respectivamente, Occidente no aprobó un Plan Marshall como tras la Segunda Guerra Mundial (1-IX-1939/1-IX-1945) para asistir a Rusia a superar sus aprietos económicos, sino que insinuó que “Rusia debería ser como Turquía tras la caída del Imperio Otomano y limitarse estrictamente a su propio entorno”.
Inicialmente, Rusia tendió la mano a Occidente. Me explico: en el año 2000, Putin acogió en Moscú al Secretario General de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), George Robertson (1946-77 años); en el año 2001, la OTAN instauró una estación de inteligencia en Moscú, a la que un año más tarde le siguió una misión militar y las relaciones de Rusia con Europa Occidental fueron solícitas.
En ese mismo año, Putin remitió una carta al Presidente de la Comisión Europea en la que hacía referencia al propósito de Rusia de ahondar en la participación bilateral con la Unión Europea (UE), y Putin solicitó ingresar en la OTAN. Pero Occidente lo rechazó tajantemente, sospechando de alguna manera que como se diría metafóricamente, tener un zorro en el gallinero podría resultar calamitoso.
En cambio con el bochorno contenido de Rusia, la evolución de Occidente ha sido mucho más fría y circunspecta. La UE se ha mostrado remisa a tolerar en el punto de la exención mutua de visados, lo que ha producido que los rusos se sientan desatendidos y ha avivado acometimientos rusos al liberalismo occidental, hasta desembocar en una rebeldía nacionalista y populista.
La amplia mayoría de los occidentales creen estar convencidos que si Rusia consiguiera el estatus de estado europeo, la identidad cultural e intelectual de Europa se vería profundamente socavada y los principios de la legitimidad de la UE oscilarían. Los países de Europa del Este poseen sus supuestos para no querer implicarse nuevamente con los rusos y la cultura rusa se resiste a la cultura occidental.
Al mismo tiempo, Francia, Gran Bretaña, Alemania y Estados Unidos, contravinieron su compromiso verbal con Mijaíl Gorbachov (1931-2022) de no amplificar la OTAN, lo que sacudió a la élite rusa, a lo que siguieron movilizaciones políticas materializadas contra líderes distinguidos como autoritarios de prácticas dictatoriales o de amañar elecciones u otras formas de corrupción. Desde el plano de los rusos, su innovación unilateral de estrategia no recibió la contestación deseada. En tanto, que los europeos continuaron considerándolos del mismo modo que Winston Churchill (1874-1965). En ningún tiempo habían contemplado a los rusos como europeos y su posicionamiento se basaba en no permitirle cruzar el Rin en dirección a Europa.
Queda claro, que asiduamente ha existido un distanciamiento entre la hechura que asume Rusia de sí misma y la percepción que Occidente toma hacia ella. Rusia había previsto entrar a sus anchas en la trayectoria de la civilización humana por medio de la transformación política y económica, pero definitivamente, ante la declaración occidental de Rusia como actor secundario, ésta hubo de hacer una especie de vuelta de tuerca a la historia de forma resuelta. Realmente, se tiene la opinión que iba osadamente a contracorriente.
La compostura de Estados Unidos y otros estados occidentales espoleó los sentimientos antioccidentales de muchas élites rusas y del pueblo en general, lo que vigorizó aquellos componentes antioccidentales y antilatinos que llevan demasiado tiempo afincados en el aliciente nacional ruso.
Además, durante el espinoso proceso de transición económica, Rusia fue adquiriendo razón de ser del carácter demoledor del cuadro realzado de Occidente, vislumbrando que en dos frentes primordiales los valores occidentales no podían advertir el futuro desarrollo de Rusia.
Primero, Occidente y Rusia no coinciden en los mismos intereses y, segundo, el sistema ideológico occidental no podría acomodarse llanamente a los entresijos rusos. Toda vez, que era imprescindible restablecer al estado ruso la significación positiva de la palabra ‘Imperio’ y no enfrentarla íntegramente, como había hecho el Partido Comunista Soviético.
Desde la visión de un observador, el anacronismo estratégico de Occidente en la década de los noventa, consistió en apresurar las condiciones externas que avivaban el nacionalismo ruso, lo que aumentó la inestabilidad psicológica del pueblo que había perdido el fausto de ser una gran potencia.
Eso, a su vez, incentivó una obstinación nacionalista y el ‘síndrome del nuevo imperio’ se desorbitó como la pólvora entre la multitud, de manera que el estado de ánimo de la población varió velozmente hacia los valores imperiales tradicionales de Rusia, tras advertir la pérdida de la indisposición de la Unión Soviética.
Podría decirse que Occidente no fue lo justamente afable cuando dichos vínculos eran operables, y que no es lo suficientemente rígido cuando se demanda endurecimiento. En otras palabras, no apuntaló dinámicamente la democratización y comercialización de Rusia cuando ésta demandaba asistencia.
“La Federación de Rusia tiene muy en la memoria la etapa zarista, cuando el patriotismo del zar hizo sacudir en añicos a sus vecinos, lo que les incitó a volverse más prooccidentales y conservadores desde el prisma de la seguridad nacional”
En nuestros días, cuando Rusia quebranta a otros estados, Europa debe ser más dura, pero frecuentemente la tenacidad retórica es recíprocamente proporcional a la acción. La Rusia del momento es como aquella Alemania una vez concluida la Primera Guerra Mundial (28-VII-1914/11-XI-1918), cuando el Tratado de Versalles (28/VI/1919) fue demasiado exigente para el país, lo que indujo el ascenso de los nazis y un militarismo encolerizado que dominó cada rincón. A semejanza de Alemania, el proceder de Rusia es que no tiene nada que perder. Es en torno a esta actitud a la que juega Putin, como se revelan los últimos movimientos en falso.
Llegados a este punto de la disertación, durante el segundo y tercer mandato de Putin, el ‘síndrome imperial’ de Rusia ha avanzado progresivamente. Digamos, que se constata un estado de ánimo en el que el efecto dominó de inferioridad se ha transformado en un sentimiento de impertinencia que sobreestima el nivel de desarrollo nacional. Valery Tishkov (1941-81 años) como Ministro de Nacionalidades bajo la consigna de Yeltsin, aclaró en una ocasión que la tradición imperial de Rusia es recóndita, que “si el imperio ha muerto, el gen permanece” y que, fundamentalmente en un instante en que el poder de Rusia ha menguado, los vestigios de ‘Imperio’ pueden interesar a los fines de la cohesión nacional y facilitar la movilización social para los espectáculos políticos.
Asimismo, se subraya un prototipo de autoengrandecimiento que habitualmente lesiona las relaciones con los pueblos vecinos y tiende a instaurar más tensiones. A su vez, concurre una predisposición a externalizar los desaires que se nutre de la pugna hacia la cultura occidental y latina, y el simple hecho de que exploren respuestas a sus contrariedades en otros lugares, va seguido de una exigua capacidad de autorreflexión. Curiosamente en 1950, Mao Zedong (1893-1976) reseñó taxativamente que “los líderes soviéticos siempre pensaron que eran los mejores, que todo lo que hacían era correcto y que los errores los cometían todos los demás”. Parece como si aún hubiese que decir algo al respecto en relación a las palabras del dictador chino.
Hay que tener en cuenta, que en los últimos mandatos Putin ha consolidado la autoridad central y la capacidad del gobierno, y que en términos de control económico y social se han originado importantes mejoras con relación a los dos primeros.
Así, después de que el influjo político del Estado haya soportado una serie de oscilaciones desde el desmoronamiento de la Unión Soviética, las aguas han vuelto a su cauce en la que un poder concentrado y centralizado está al frente. Al presente, el Gobierno Central es el principal instrumento de integración, poniendo fin a una etapa de descomposición. A grandes rasgos, el actual Gobierno tiene mayor capacidad de movimiento y está convirtiéndose básicamente en una dirección de mano dura.
El acento político de Putin se ha ido esclareciendo sucesivamente y el contexto pasado en la que su posición era poco visible y su identidad doctrinal confusa, ahora es más perspicaz. O séase, desconfía del proceso globalizador, se resiste radicalmente a la occidentalización y coarta la democratización. En el fondo, insiste en los intereses nacionales, hace lo posible para adquirir peso regional y mundial y ejerce el proteccionismo junto al mercantilismo.
Recuérdese que tras quedar Rusia rezagada en la Guerra Fría, pretendió aprovechar cualquier coyuntura para autografiar la historia. Con el desliz de los precios del petróleo, la economía rusa tiene indudables entorpecimientos. Si acaso, la dependencia energética del Viejo Continente con respecto a Rusia continúa empequeñeciéndose y se repliega sobre sí misma. Esto incrementa la mentalidad de estar cercado de fuerzas externas contrarias, lo que hace que el estado ruso se cierre en banda y quede recluido.
En consecuencia, algunos señalan que Putin está procesando otra Guerra Fría y que tras la invasión de Ucrania de la que se han rebasado los quinientos días desde su comienzo, hemos entrado en un nuevo escenario de Guerra Fría. Esta en sí, en su momento era el producto de la ideología, una pugna entre el socialismo y el capitalismo, pero la Rusia de hoy no combate contra Occidente por fines ideológicos.
De modo, que Rusia no rivaliza ni por el liberalismo y el socialismo, lo que denota que el entorno no es propiamente una Guerra Fría. Pero potencialmente es más temeraria, porque mientras la ideología puede ser más violenta, podría desarticular las pautas de la población.
Los conflictos contemporáneos de Rusia con los estados más próximos no están íntimamente interrelacionados con la defensa de incuestionables creencias, y Putin no cree en el socialismo, pero esto ni mucho menos comprime el riesgo del expansionismo ruso.
Con lo cual, la Federación de Rusia tiene muy en la memoria la etapa zarista, cuando el patriotismo del zar hizo sacudir en añicos a sus vecinos, lo que les incitó a volverse más prooccidentales y conservadores desde el prisma de la seguridad nacional. De ahí, que la guerra que se libra en Ucrania sea considerada por muchos como su sueño imperial, la cuna de la ‘Gran Rusia’, en la que Putin preconiza a capa y espada una descriptiva nacional y Moscú es el sacrificado de la instrumentalización occidental.
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