Año nuevo.
Se hace balance, sobre todo, de lo que nos rodea, lo que nos incumbe realmente porque al fin y al cabo cada persona y su entorno son un mundo. Ya cuesta suficiente esfuerzo acarrear con lo propio como para llevar lo ajeno. Y, eso, por mucho que se intente e interesadamente y con frecuencia imponer un análisis de conjunto con el objetivo de sobreponer la ideología a las ideas.
Fue, lo que se aleja, un año en el “quid pro quo” brilló por su insistencia, especialmente en lo político. Nunca estuvo de tan rabiosa actualidad aquello de “una cosa por otra” a la hora de sumar enteros, incluso decimales, para formar gobiernos de todo ámbito en una España a la que la oficialidad lingüística ha confirmado como “polarizada”, dado el término que identifica a doce meses que ya son pasado. Pasado que condiciona el presente y ya veremos sí también el futuro. Tantos pactos “a disgusto” se sucedieron por toda la geografía y otras situaciones se dieron, como en Melilla y de ejemplo (que no ejemplar), en el que una mayoría absoluta de una formación política se produjo por obra y gracia de la firme convicción y decisión del “suicidio” lento, casi programado y acelerado en el último tramo de otra.
En un país centrifugado por momentos y con singular fruición; entre esos dos espacios que difícilmente pueden o quieren (o ambas cosas a la vez) tener algún punto significativo en común, circuló y circula la vida de la gente, mucho más ajena de lo que el ruido del enfrentamiento permite.
Los dos bandos ensalzaron la concordia (y lo siguen haciendo). Una concordia tan citada y buscada pero por caminos distintos; bajo dos puntos de vista diferentes sobre el patriotismo que a ella alimenta. Unos más sobre los símbolos e instituciones de la patria y otros desde el espíritu de ella consistente en la justicia social o el ajuste de las desigualdades que hay que sobreponer a cualquier circunstancia hablando con todos, incluso a quienes no creen en ella, en la patria general.
Esa polarización, puesta de moda y vestida de largo a fuerza de tanta insistencia que tantas turbulencias y turbulentos generó y genera, no ha podido con la vida cotidiana pese al anuncio a dos bandas del “fin de los tiempos” de unos y de otros “un nuevo amanecer”. Esa vida cotidiana, entre profecías, improperios y algún que otro golpe, que es la que marca la calidad del existir de cada cual, es la de siempre: anhelos, decepciones, alegrías y penas; pérdidas y ganancias que siempre figuran en el cuaderno de bitácora donde las emociones y sentimientos definen la objetividad del mismo.
Y entre tanta subjetividad ansiada e inducida, las preocupaciones y aspiraciones siguen siendo las mismas: los hijos y los acechos que acorralan su presente y no menos su futuro, la jubilación que en tantos casos no llega a fin de mes y que se ha convertido en parte del sustento de parientes, el precio de lo básico o a la sanidad un tanto desfigurada al ser ya claramente una actividad de negocio.
En cita tradicional con la alocución a la generalidad de españoles, al Jefe del Estado, al Rey, no le faltaron intérpretes sobre lo que dijo cuándo, en pocas ocasiones, esa secuencia institucional fue tan clara como la pasada Nochebuena y dirigida a cualquier comprensión. Sin amonestar a nadie, apuntó a todos.
Y así, con un mundo en cierta incandescencia y con ese trasiego propio de cada cual, la gente sabe y quiere celebrar sus tradiciones, hacerlas compartir y seguir con ellas como un aliento a que, la universal Navidad en este caso, continúe siendo aliento para la esperanza.
Si lo mejor no estuviese por llegar que al menos la mantenga viva siempre, la esperanza, Feliz Año Nuevo.
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